En un acto que rozaba la prestidigitación, ocultando, invisibilizando algunos de sus textos o salas, Interzona publicó en 2020 el hipnótico Museo Barnum, el libro de cuentos del inescrutable Steven Millhauser (Nueva York, 1943). De arquitectura y gerencia kafkianas, su laberíntica disposición duplicaba el mundo exterior cuestionando, simultáneamente, (la apariencia de) sus fundamentos. Los personajes y espacios que poblaban el resto de los relatos ─ilusionistas, jóvenes capaces de materializar sus imaginaciones, casas de antigüedades, mansiones pesadillescas─, lucían, por su parte, como seres y locaciones que aguardaban su correspondiente sala en el museo. Lo que demostraría, en primer lugar, el vínculo sutil entre el adentro y el afuera, entre la imaginación y la realidad, la copia y el original. Y, en segundo, que la obra de Millhauser se nutre de un mismo corazón, orgánico y artificial; de un mismo truco de magia, engañoso pero de efectos concretos, y que Borges, pensando en Kafka, denominaba, sin aspavientos, obsesiones.
En un nuevo acto, Interzona ha editado por estos días El lanzador de cuchillos, el libro de cuentos de Millhauser cuya publicación original data de 1998. Y quizá algo de lo que se dijo antes, vuelva a tener, ahora, una pizca de cabida. En principio, que los protagonistas de estos “nuevos” cuentos parecen, en efecto, salidos del ya mítico museo. Veamos, entonces, algunos de los personajes que suben a escena.
El lanzador de cuchillos, que deja marcas en el cuerpo de sus asistentes y en la mente de su público (“El lanzador de cuchillos”); las jóvenes adolescentes que se escabullen silenciosas para congregarse, en la oscuridad del bosque, en un ritual mudo y enigmático para padres y familiares (“La hermandad de la noche”); el Maestro Heinrich Graum, creador de una nueva raza de autómatas que, antes que copiar los mecanismos humanos, se imitan ─en una escandalosa independencia─ a sí mismos (“El nuevo teatro de autómatas”); el otrora niño lobo Kaspar Hauser, civilizado por el lenguaje y los deseos del pueblo alemán, y que no deja de ser un sueño soñado por la racionalidad alemana (“Habla Kaspar Hauser”).
Las conexiones, sin embargo, exceden los tipos de personajes y se enraízan en la estructura misma de los espacios. Así, el emporio de “El sueño del consorcio” ─ciclópeo, laberíntico, en constante crecimiento y de gerentes desconocidos, al igual que el Museo─ vende (y replica) cada objeto del mundo real: desde un sacapuntas o un lavarropa, hasta palacios venecianos, muelles con gaviotas, la biblioteca de Alejandría, o cualquier zona geográfica por exótica, antigua o moderna que sea. Copias tan rigurosas y exactas que “los originales comenzaban a parecer defectuosos, insulsos y poco convincentes”. De igual manera, los pasadizos enmarañados, interconectados, infinitos, de “Bajo los sótanos de nuestra ciudad” podrían ser, sin más, los que acechan en las profundidades del Barnum.
Reconocido mundialmente a partir del Pulitzer que obtuvo en 1997 por su novela Martin Dressler, Millhauser ha sabido cosechar en nuestros pagos discípulos tan precoces como heterogéneos, previos a tal reconocimiento: algunos díscolos, como el maestro Piglia, otro más fieles, como el certero De Santis.
Ya sea bajo el semblante de ilusionistas, miniaturistas, inventores, artistas, anticuarios, o en el diseño de arquitecturas rimbombantes e intricadas, las obsesiones de Millhauser retornan una y otra vez, aquí y allá, y parecen haber cobrado una autonomía respecto del escritor, reacio por lo general a entrevistas y confesiones. En un antojadizo acto de especulación, no resulta difícil imaginar al autor enfrascado en un minúsculo cuarto de hotel, como el Borges de “Tlön...”, aferrado a un libro, haciendo caso omiso de cómo sus ficciones se apropian del mundo: réplicas autónomas que van en su busca para conducirlo ─independientemente de sus deseos─ a la sala que el Museo le tiene preparada.