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Reseña: El náufrago sin isla, de Guillermo Piro

Por Tomás Villegas

Navegar por corrientes conocidas suscita en cierto tipo de marineros el sosegado placer de la rutina. La aventura, no obstante, como sabían Stevenson y Conrad, es otra cosa. Anoticiado del asunto, el narrador y traductor Guillermo Piro (Avellaneda, 1960) se propone con El náufrago sin isla, su última novela, visitar una tradición para recalar, justamente, en un puerto algo desconocido. Se trata de la clásica novela del náufrago que, para Daniel Guebel, no ha sufrido mayores cambios desde el siglo XVIII. Es cierto que la intelligentsia del campo argentino suele pasar por alto a García Márquez y a su celebérrimo Relato de un náufrago; aquí, no obstante, el ninguneo es relativamente injusto: Piro y García Márquez naufragan en islotes distantes, aunque de un mismo continente.

Salvador Jorge Armando Miguel Alfonso Santiago Luis Pablo Rosario de Liguria –tal el nombre de nuestro protagonista napolitano, nacido a fines del siglo XVII– otrora exitoso abogado, abandona su carrera para seguir el llamado de una voz interna, convertirse en sacerdote y profesar las enseñanzas de Jesucristo. Decide lanzarse al mar, aventurarse por tierras extrañas, enfrentarse a seres, climas y peligros desconocidos para divulgar la palabra de Dios y, de paso, tentar un poco a la suerte y poner a prueba su condición de misionero.

“Es esto lo que me lleva a empuñar la pluma –afirma el narrador desde el presente–, ni más ni menos que el abandono de cualquier tipo de placer a la hora de narrar una vez más mis tribulaciones y aventuras. ¿Cuántas obras dignas de la literatura universal no han tenido su simiente en un hartazgo parecido al que yo experimento?”. Si bien Piro no se desentiende del sufrimiento de su protagonista, la aventura de la narración –que implica escenas y puntos climáticos de crueldad y desamparo– exige el entretenimiento caro a este tipo de relatos.

Eleodoro, el cura que acompaña al narrador en el barco neerlandés con destino a las Indias Orientales Neerlandesas, enloquece; su discurso delirante excita la superstición que adormece en la mente de todo marinero y sella su fin así como la expulsión de Salvador, que naufragará a costa de su propia psiquis y del sol, dios inclemente. Cuando el protagonista cree hallar su isla redentora, alcanza, en un giro paradójico, un volcán alrededor del cual circunnavega, algo kafkianamente, sin comprender del todo el descubrimiento.

Ciertas observaciones finales del náufrago tensan la realidad de la experiencia. El agotamiento y la soledad suelen hacer migas con las alucinaciones, y el narrador desliza la idea: una isla volcánica en mitad del océano, a quién se le ocurre. Pero de eso se trata: de a quién se le ocurre y cómo se le ocurre contarlo, puesto que los hechos acaecidos a un náufrago no pueden ser sino otra cosa más que un (entretenido) relato.