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Sábados de super ficción: La condesa sangrienta

“Cuando Erzsébet Báthory vino a este mundo no era un ser humano acabado. Estaba aún emparentada con el tronco de árbol, la piedra o el lobo”.


por VALENTINE PENROSE

Eran los tiempos en que la cincoenrama poseía aún todo su poder, en que en las tiendas de las ciudades se vendían mandrágoras cogidas de noche al pie de los patíbulos. Los tiempos en que niños y vírgenes desaparecían sin que nadie se esforzara en buscarlos: más valía no tener nada que ver con su mala fortuna. Pero ¿qué se había hecho con su corazón, con su sangre? Filtros, u oro quizá. Y ello en el país más salvaje de la Europa feudal, donde los señores negros y rojos tenían que guerrear sin tregua con los resplandecientes turcos.

Un artista vagabundo había pintado el retrato de Erzsébet Báthory, Condesa Nádasdy, en el momento en que mayor era su belleza. Debía de tener unos veinticinco años. ¿Venía de Italia o de Flandes aquel anónimo pintor? ¿Por qué taller había pasado antes de ir de castillo en castillo pintando sus envarados retratos? Solo conocemos el pardo lienzo con la E mayúscula de Erzsébet en el ángulo superior derecho. Y la inicial del nombre, ya en vida de esta, está dibujada, construida en forma de tres crueles dientes de lobo plantados en el hueso vertical de la mandíbula. Encima, pesadas más que aéreas, unas alas de águila. Más arriba no se puede distinguir nada. Y alrededor de este ovalado blasón femenino se enrosca el antiguo dragón de los Báthory dacios.

Así se yergue, vigilada por garras, alas y dientes, horriblemente tenebrosa.

Era rubia, pero solo gracias a los artificios de la moda italiana, a los lavados diez veces repetidos con agua de ceniza, con agua de manzanilla silvestre, con el poderoso ocre del azafrán húngaro. Erzsébet, con sus damas de compañía alzándole el largo cabello castaño oscuro ante los grandes troncos en llamas del invierno o cerca de la ventana inundada de sol de verano, y muy protegido el rostro por cremas y ungüentos, se volvía rubia.

En el retrato apenas se le ven los cabellos ensortijados, bastante altos sobre la frente, según una moda ya pasada en Francia. Están ocultos bajo rombos de perlas. Aquellas perlas venían de Venecia y de las cargas de sus navíos y, sobre todo, de los turcos, que ocupaban todo el este y el centro de Hungría.

La corte de los Valois en París y, en sus castillos, la de Inglaterra, donde Isabel, rígida y pelirroja, acorazaba con ellas las gorgueras, las sisas de las mangas y las largas falanges de sus dedos; todas las cortes, incluso, en el remoto este, la de Iván el Terrible, vivían bajo el signo de las perlas finas.

En verdad, cuando Erzsébet Báthory vino a este mundo no era un ser humano acabado. Estaba aún emparentada con el tronco de árbol, la piedra o el lobo. ¿Sería acaso el destino de su raza, en el instante en que se había decidido la eclosión de tal flor? ¿Sería acaso efecto de una época en que los nervios se enroscaban aún entre las brumas del primitivo salvajismo? Lo cierto es que había entre Erzsébet y los objetos algo así como un espacio vacío, como el almohadillado de la celda de un manicomio. Sus ojos lo proclaman en el retrato: intentaba tocar y no podía establecer contacto. Ahora bien, querer despertarse de no estar vivo es lo que hace aficionarse a la sangre, a la sangre de los demás donde quizá se escondía el secreto que, desde su nacimiento, le había estado velado.

No era, sin embargo, una soñadora. Una personalidad de este tipo se esconde siempre tras un caparazón de preocupaciones de orden práctico: tras la espesura de las futilidades, de las vanidades, de las riñas domésticas, de las complicaciones familiares, ahí es donde se ensancha, en lo más hondo, el gran lago cruel. Erzsébet pensaba, sin duda, con mucha seriedad en casar a sus tres hijas, en sus innumerables primos y en otros mil detalles. No prestó probablemente oídos, como no fueran muy distraídos, a la nueva música de Valentín Balassa y a las poesías sobre las rosas, las peonías y la alondra del llano. Pero si los músicos de su castillo, que eran cíngaros, interpretaban una música salvaje; si, cabalgando por el bosque, se topaba con los jirones del viento dejado por el oso o el zorro, el círculo que la aislaba se rompía por un instante. Luego, volvía, pálida y oscura, a esas danzas cortesanas que bailaba bien aunque demasiado deprisa, a la húngara, con aire ausente y tan fría como un bosquecillo de hiedra.

Su fisonomía no invitaba al amor aunque era muy hermosa, bien proporcionada y sin defectos, porque se notaba que la habían arrancado del tiempo como se saca una mandrágora del suelo; y la simiente que la había creado era tan maléfica como la de un ahorcado.

Los Báthory, desde sus más remotos orígenes, habían destacado siempre, en lo bueno como en lo malo. Los dos primeros de que hay noticia, cuando la familia no se había hecho aún acreedora a su sobrenombre, el de bájor (o báthor, el valiente), eran dos hermanos salvajes, Guth y Keled, venidos de Suabia y cuya cuna allí era el castillo de Staufen, o Stof, que había de ser también la primera morada de los Hohenstaufen; esto acontecía antes del siglo xi, en tiempos de los dacios de cabellos recogidos que se lanzaban a la batalla bajo selvas de lanzas terminadas en cabezas de dragones envueltas en jirones de tela que flotaban al viento, acompañados por la agria y castañeteante música de los cálamos dobles, hechos con los dos largos huesos de las patas de las grullas y, a veces, de las águilas, unidos con pez. En el año 1036, según la Crónica ilustrada de Viena, el emperador Enrique III los envió, al frente de una expedición de guerreros, a Hungría para ayudar al rey Pedro que reinaba allí en aquel tiempo.

El encumbramiento de la familia, cuya primera posesión se hallaba en la aldea de Gut, data del tiempo del rey Salomón (1063) y del duque Geza (1074). Diferentes actas reales de donación, una de las cuales data de 1326, dan fe del constante favor de los soberanos a partir de ese momento.

La familia había de dividirse más tarde en dos ramas: una se extendió hacia el este de Hungría y Transilvania, otra hacia el oeste.

Pedro Báthory, que fue canónigo pero no recibió las órdenes y se salió de la Iglesia, fue el antepasado de la rama Báthory-Ecsed, en el condado de Száthmar, en el nordeste. Aún pueden verse las ruinas del antiguo castillo de los Báthory a la sombra de los Grandes Cárpatos. Por mucho tiempo se conservó allí la auténtica corona de Hungría, la de San Esteban con la cruz inclinada. Juan Báthory fue el fundador de la rama Báthory-Somlyó en el oeste, en la región del lago Balaton. Las dos ramas siguieron distinguiéndose: Esteban III, palatino de Hungría durante el reinado de Fernando I, Esteban IV “el de los pies grandes”.

Erzsébet Báthory, hija de Jorge y de Ana, pertenecía a la rama de los Ecsed; sus primos Somlyó eran reyes de Polonia y de Transilvania respectivamente. Todos eran tarados, crueles y lujuriosos, lunáticos y valerosos.

La antigua tierra de los dacios era aún pagana y su civilización llevaba dos siglos de retraso con respecto a la de Europa occidental. Allí reinaban, gobernadas por una misteriosa diosa Mielliki, las incontables fuerzas de los grandes bosques, mientras que hacia el oeste el viento era el único habitante de la montaña de Nadas. Había un Dios único, Isten, y el árbol de Isten, la yerba de Isten, el pájaro de Isten. Él es el primer evocado por Erzsébet en su conjuro de la nube. En los supersticiosos Cárpatos existía, ante todo, el diablo, Ördog, servido por brujas a las que, a su vez, asistían perros y gatos negros. Y todo procedía aún de los espíritus de la naturaleza y de las hadas de los elementos; de Delibab, el hada meridiana, amada del viento y madre de los espejismos; de las Tünders, hermanas de todas las maravillas; y de la Virgen de la cascada que peinaba sus cabellos de agua. En los circos de árboles sagrados, de fecundos robles y nogales, aún se celebraban en secreto los antiguos cultos del sol y de la luna, de la aurora y del caballo negro de la noche.

Animales fabulosos o reales, el lobo, el dragón, el vampiro, que habían resistido a los exorcismos de los obispos, vivían en el bosque donde, a veces, los requería la bruja. Seguíase practicando la adivinación, y el alma pasaba a caballo, sin remordimientos ni temor, bajo la bóveda de la muerte.

Erzsébet había nacido allí, en el este, en aquel humus de brujería y a la sombra de la corona sagrada de Hungría. No tenía nada de la mujer corriente a quien el instinto y la vitalidad hacen huir, temerosa, ante los demonios. Los demonios los llevaba ya dentro: sus grandes y negros ojos los ocultaban en su taciturna profundidad, su rostro tenía la palidez del añejo veneno de estos. Boca sinuosa como menuda sierpe reptante, frente ancha, obstinada, sin desmayo. Y el mentón, apoyado en la gran gola plana, tenía esa blanda curva de la insania o del vicio particular. Parecía un Valois dibujado por Clouet, Enrique III quizá, en mujer. No se entrega. En un retrato normal, la mujer sale al encuentro del que la mira y habla de sí misma. Esta, cientos de leguas detrás de su falsa presencia, cerrada en sí misma, es una planta enraizada aún en la misteriosa región de la que procede. Las manos, de piel muy fina, son en exceso blancas; se las ve poco, lo bastante sin embargo para presumir que eran largas; las muñecas están aprisionadas en unos puños dorados por encima de los cuales se abren las mangas a la húngara de su camisa de lino blanco. Lleva un corpiño largo y en pico, muy ceñido y bordado con hilos de perlas cruzados, y faldas de terciopelo granate sobre las que se extiende la blancura del delantal de lino, algo remangado por un lado, señal de dama de calidad en su país.

György, perla, y Bibor, púrpura; dos viejos nombres paganos de mujer del siglo xiii.

Los esmaltes del primitivo blasón de los Guth-Keled eran de argén sobre campo de gules, tres cuñas de argén a diestra. El blasón de los Báthory se conservó idéntico al blasón traído de Suabia; a su alrededor se enroscaba entonces el dragón de los dacios llegados de los confines de Asia, escupiendo fuego y sacudiendo las membranas de las branquias, que Trajano tomó prestado para añadirlo a las águilas de sus cohortes. En el más antiguo, el de 1236, dos cuñas de argén están a diestra y dos a siniestra, encajadas unas en otras. Luego, las armas volvieron a modificarse y en 1272 el blasón trajo de nuevo tres cuñas laterales. Durante el Renacimiento italiano, estas cuñas se curvaron y acabaron por representar tres dientes de lobo. Por alguna extraña ley de la “marca de las cosas”, los dientes del lobo salvaje y valeroso se convirtieron en el emblema de los Báthory. Como se ve en la nuez, que reconforta la cabeza, la forma del cerebro, como se ven los nudos en la correhuela que se utilizaba para encajar los miembros dislocados, y la piedra en la onoquiles, tres dientes de lobo separados, dispuestos en campo, adornaban el blasón de Nicolás Báthory, obispo de Vág. Pero en su oscura época, Erzsébet poseía aún el poderoso blasón medieval. Eran, en 1596, unas armas particularmente notables. Traían, sobre una línea vertical que representaba la mandíbula de un lobo, tres dientes vueltos hacia la izquierda del blasón que, de este modo, formaban la letra E. Arriba, a la derecha, la luna en cuarto creciente; a la izquierda, el sol en forma de estrella de seis puntas; todo ello rodeado del dragón que se muerde la cola: un orgulloso e inquietante blasón. “Sí queréis convertiros en hombre lobo, dicen las brujas, id temprano a tomar el agua de lluvia en la huella de una pata de lobo y bebedla”. Aquella a la que se llamó la Alimaña, la Loba y la Condesa sangrienta estaba bajo la marca del lobo, la alimaña nacida bajo Marte y la Luna.

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