La agenda de Sergio Bizzio estalla. Presenta en Madrid la reedición de una de sus novelas más elogiadas, Rabia. Tiene que ver la adaptación teatral que hizo de ella Claudio Tolcachir en La Abadía, un centro de creación escénica que se encuentra en Chamberí, el Palermo de la capital española.
De ahí, en tren, al Festival de Cine de San Sebastián, para acompañar a su esposa, la directora Lucía Puenzo. Y enseguida, los dos a otro festival, el de Biarritz, Francia. Primavera argentina en el otoño europeo. Suena lindo. Pero implica una rutina de saltimbanqui de la que Bizzio no se queja, pero que le deja poco tiempo para el respiro y la reflexión. Sin embargo, en diálogo con Viva, respira y reflexiona.
El mes pasado, el diario español El País le dedicó la tapa de su suplemento literario, Babelia, acaso el más influyente de Hispanoamérica. El título en la web, distinto al de la versión impresa, lo señalaba como “el secreto literario mejor guardado de Argentina”.
Bizzio (Ramallo, 1956) es cualquier cosa menos un escritor secreto (además de músico, director de cine, guionista). Ha sido traducido a una decena de idiomas, incluso el bengalí, y algunas de sus novelas, como Era el cielo y Rabia, fueron llevadas a la pantalla grande.
Acaso, el título clickbait de Babelia sólo refleje un estado de cosas: Bizzio no es el escritor convocado por los medios para hablar de los grandes temas nacionales.
“Tampoco sabría cómo hacerlo, porque me inclino más para el lado de la desarticulación que el de la armonía, más para el lado de lo episódico, de lo inacabado, de lo colateral. Estoy cada día más caprichoso, más argentino”, le dice a Viva.
Pero la obra del ramallense circula, incansable: “Me encantó la adaptación de Rabia que hizo Tolcachir. Es un gran actor y director. Y un alquimista. Transforma la literatura, que es materia de otra naturaleza, en teatro. Si yo tuviera un sombrero, me lo sacaría”.
Todas las personas que son espiadas sin que lo sepan parecen locas. - Sergio Bizzio. Escritor
Las reediciones de Rabia y de El escritor comido (ambas por Interzona) recuperan historias que tienen un hilo común.
En la primera, un albañil que ha matado a su capataz se esconde, sin que nadie lo sepa, en la buhardilla de la mansión donde trabaja su novia, una mucama.
En la segunda, un exitoso autor de libros de autoayuda sobrevive a un accidente aéreo en el Amazonas y finge su propia muerte.
En ambas novelas, se habla de la falsa desaparición, de espiar la vida desde un lugar oculto e invisible.
“A veces me parece que esta atracción con el encierro es un reflejo de una fijación con Kafka, que es mi autor favorito de todos los tiempos -dice-. Otras veces creo que es una estrategia para enloquecer a los personajes sin sacarlos un milímetro de su cotidianeidad. Todas las personas que son espiadas sin que lo sepan parecen locas. Uno puede hacer la prueba. Espíen a una mujer que se arregla para salir, a un hombre que se pasea a solas por una casa sin nada que hacer, o alguien que espera a otro en una esquina. Y ese es el efecto que va a aparecer.”
Si leer una novela o ver una película es, de alguna manera, “espiar” vidas ajenas, Bizzio tiene un entrenamiento envidiable: cuando él tenía 12 años, su padre compró el único cine de Ramallo. “Ni siquiera teníamos televisor en casa”, cuenta. “Yo veía cada película que daba, varias veces cada una.”
Pero, sin embargo, lo que le quedó grabado de aquella época no son los filmes en sí, sino las cosas que sucedían en torno al cine de su padre: “Una suma de episodios más o menos desopilantes”.
“Las funciones eran dobles: una película mala, la primera, y una buena, la segunda. Las malas eran viejos westerns americanos y comedias argentinas. Y las buenas, que también solían ser malas, eran las películas taquilleras del momento. Cuando mi viejo compró el cine, empezó a programar en la segunda función las grandes obras de la filmografía mundial: Bergman, Fellini, Buñuel, Kurosawa, y la gente abandonaba la sala en masa. Los amigos de mi papá le reprochaban la programación y le preguntaban por qué lo hacía. Y él contestaba: ‘Porque quiero verlas yo’. Así, para que la gente no dejara de ir al cine, invirtió el orden de las películas: la buena primero y la mala después”, recuerda.
Y agrega: “Mi papá era primo hermano de Federico Luppi, se habían criado juntos. Luppi formaba parte del clan Stivel. En 1970, el clan Stivel hizo una película, Los herederos, y fueron a estrenarla a Ramallo, al cine de mi papá, Bárbara Mujica, David Stivel, Marilina Ros, Emilio Alfaro, Carlos Carella... Eran jóvenes, bellos, famosos y prestigiosos, y ni bien la gente se enteró de que estaban en casa, medio pueblo la rodeó y el elenco no pudo asomar la nariz a la calle en todo el fin de semana. Fue genial eso: las conversaciones, las anécdotas, los invitados de mi padre abriéndose paso entre la multitud para llegar a casa, la Policía escoltando a los actores para que pudieran llegar al cine…”
Estas vivencias, adelanta Bizzio, aparecerán el año que viene en un libro con dos novelas completamente distintas entre sí. “La segunda narra esta clase de cosas de cine del pueblo.”
Lo más importante es la libertad. Quiero decir: libertad mental y compositiva. La imaginación liberada de toda convención. - Sergio Bizzio. Escritor
Hay un elogio envenenado. El del lector entusiasmado que le dice al autor: “Con tu novela tendrían que hacer una película” (o una serie). Opinamos: es como si la literatura fuera un arte menor que debe ser legitimado por otro considerado “superior”. O quizás hayamos asumido que escribir una novela no da dinero y que la plata real es venderle los derechos a Netflix.
Bizzio mira este dilema sin tantos complejos. Trabajó como guionista de TV (“fue divertido, ganaba bien y eso me permitía pasar la mitad del día escribiendo novelas”) y dirigió tres películas, aunque admite que nunca se sintió director.
“Eso de ‘tendrías que hacer una película con tu novela’, funcionaba en mí al revés: ‘tendrías que hacer una novela con esta película’. Lo intenté con Animalada, pero salió un guion y lo escribí rapidísimo. No hay vuelta que darle: algunas cosas aparecen ya con su forma. Y además fui muy feliz jugando al director. Poco, mucho, bien o mal, el director de cine tiene un presupuesto y cobra un sueldo. Un escritor, en cambio, trabaja todo el tiempo a pérdida. Si yo trabajo todos los días durante un año escribiendo una novela, ¿cuánto dinero dejo de ganar en ese tiempo? ¿Cuánto invierto en cada página? Escribir una novela es carísimo”, dice.
-La de hoy es una literatura de “temas”: género, bullying... ¿Se volvió una daptación de los diarios?
-El terror de los años 70, las adicciones, la violencia en los suburbios... ¡Qué sé yo! ¡Hay temas para tirar al techo! El problema aparece cuando el tema te exige un determinado lenguaje. En principio, un lenguaje comunicativo. Mercancía comunicacional, decía Fogwill. Se busca ser truculento o incomodar y adiós libertad. Los personajes tienen que cumplir con lo que pide la trama. Se busca ser actual. Los más achispados, en lugar de gracia tienen ironía. En lugar de magia, tienen soberbia. En lugar de profundidad, información. En lugar de genio, voluntad.
-Dice Ariana Harwicz en El ruido de una época: “Lo importante es que tengas una causa y la muestres bien alto”.
-Lo más importante es la libertad. Quiero decir: libertad mental y compositiva. La imaginación liberada de toda convención. Después, bueno, cada cual levanta la bandera que quiere. Yo tengo una: dejar a la gente en paz.
-En tu novela Realidad, uno de los personajes dice: “Ser serio es dejar que el mundo haga con uno lo que quiera”. Vos, ¿en qué te dejaste llevar para cumplir ese ideal?
-No sé muy bien lo que quise decir con eso. Habría que pensarlo. La seriedad es mucho más prestigiosa que el humor, pero la capacidad de irreverencia que tiene la risa contra el poder es mucho más grande. El mundo te quiere serio.