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Sergio Bizzio y su encendido teatro mental

Entrevista. El singular narrador, Premio Nacional 2022, habla de sus maestros y pares, de sus libros anteriores y de los inminentes. Y de la adaptación al teatro de su novela Rabia, por el director Claudio Tolcachir en Timbre 4. POR MATÍAS SERRA BRADFORD

Un café con interior y exterior en una esquina de vereda duplicada en Freire y Virrey Avilés, barrio de Colegiales. Acogedoras calles contraídas, arboladas, y aire fresco de fin de tarde de verano. ¿El autor de Rabia arma cigarrillos sucesivos o es uno y el mismo que se empeña en restaurar? Va perfeccionando el arte de obtener encendedores prestados y el entorno se invisibiliza amablemente en cuanto la conversación toma velocidad.

En la batalla cordial por la puntualidad, perdió el escritor Sergio Bizzio: llegó dos minutos tarde, es decir uno antes de la hora acordada. Su narrativa tiene la cortesía de no ofrecer esa prolija previsibilidad, esas garantías demasiado confortables. Su versatilidad –dentro y fuera de la literatura– no se permite recursos remanidos.

Premio Nacional 2022, Bizzio incursionó en el cine, en el guión, en teatro y en la música. Esta última pasión arrancó a los 12 años, lo llevó a formar una banda con, entre otros, el pintor Alfredo Prior, y que planea desarrollar a pleno cuando cuelgue el teclado. A esto hay que sumarles sus más que dignos tanteos en el arte, por ejemplo en dibujos a tres manos con los integrantes de Mondongo. (El bello catálogo de la galería Barro evidencia que, igual que sus poemas, incuban relatos ominosos). Sus narraciones, de hecho, están plagadas de poetas en ciernes pero Bizzio dice que ya no le salen versos, aunque algunos –incluidos en Te desafío a correr como un idiota por el jardín– hacen pensar que ahí hiberna otro escritor asombroso y que su prosa es una brillante cortina de humo: “Y ningún azul llega a turbar el silencio de cuanto cede ante esas frías y magníficas lentitudes”.

De los colegas de su generación –Alan Pauls, Luis Chitarroni, Daniel Guebel, Sergio Chejfec– es uno de los que con más avidez y astucia ha retratado cierto mundo contemporáneo. (Realidad, por caso, de 2009, cuenta la irrupción de un grupo talibán en la casa de Gran Hermano). Después de una andanada de reediciones, en breve publicará en Random Un lugar precioso, dos nouvelles.

Una inteligentísima ligereza puntúa sus relatos, que se dan tiempo para arteras percepciones: “No es un cansancio plácido, ni exclusivamente físico. Es como si supiera lo que va a ocurrir mañana y no me interesara” (Era el cielo). Otro ejemplo, en Rabia, de sus modales de clavadista elegante: “José María había matado al capataz sin furia. Lo había hecho, más bien, con el recuerdo de la furia, varias horas después del entredicho, como si la furia se hubiera desvanecido para dejarlo en manos de una nueva razón surgida de ella”. Si Rabia es su novela más perfecta, Mi vida en Huel es la más radiante.

No hay narración de Sergio Bizzio donde no se note –es menos común entre autores de lo que se supone- la euforia hedónica de la invención, el intacto placer de escribir, insaciabilidad que en su caso se derrama hacia otras artes. Igual que Simenon o sus admirados Lord Berners y Flann O’Brien, Bizzio garantiza cada vez el milagro de la rapidez con que se entra a un libro. Una virtud que refrenda con otro prodigio: el de la frase que parece nacida sola, por su cuenta.

–Estos días se podrá ver Rabia en el teatro, como sucedió en Madrid. ¿Qué le da una escena a un texto que por sí solo este no produce?

–Bueno, en principio un texto dramático se escribe para ser representado, y un texto literario no. Y cuando eso ocurre de todos modos, como en el caso de Rabia, lo que hace Claudio Tolcachir es un trabajo de alquimista, es decir, transforma en arte dramático una materia de otra naturaleza y resuelve cualquier discusión sobre estas dos disciplinas, que son tan afines y distintas a la vez. No le da ni le quita nada, lo transforma en otra cosa.

–En el caso de obras que escribiste directamente para teatro, ¿qué buscabas ahí que sabías que una novela o cuento no podía ofrecerte?

–No buscaba nada, realmente. Por lo menos a conciencia. Escribí muy pocas obras de teatro. Gravedad, por un lado, y La China y El amor en coautoría con Daniel Guebel. Después la crítica dijo que eran obras que proponían una mirada nueva y reveladora sobre la incomunicación y cosas así, pero nosotros las escribimos a carcajadas, tirados literalmente en el suelo por la risa.

–¿Cómo te llevás con la adaptación al cine de tus narraciones? Por otro lado, si te piden adaptar un texto ajeno, ¿tenés claro qué es lo que se debe sacrificar de su origen literario?

–Pasa lo mismo que con el teatro: espero que el director haga su propia obra. No intervengo. Si lo hiciera, buscaría que el guión fuera lo más parecido posible a mi obra, y si lo consiguiera, el director habría hecho una mera ilustración del texto. ¿Y eso qué gracia tiene? Hay directores que ni siquiera te consultan. Me parece bien. Otros te piden que opines. En estos casos lo que propongo es opinar con la película terminada.

–En Planet se discuten guiones y la novela misma tiene aire de guión. ¿Fue un ejercicio deliberado de contrabandear cine en la literatura?

–No. Yo hago muy pocas cosas de manera deliberada, o con un propósito previo. En la época de Planet trabajaba como guionista de televisión, muchas horas por día, todos los días, estaba un poquito quemado y lo único que quería era recuperar mi vida.

–Tus novelas tienen algo de meteoritos (no sólo Planet, también En esa época, Perdidos y Rabia), como si aterrizaran de otro mundo y cooptaran una zona de la realidad.

–Muchos escritores empiezan con una idea trivial y la llevan al extremo, hasta el delirio. Es el caso de Aira, que hace lo que quiere con lo que sea. Yo hago el camino inverso: parto de una idea loca y la hago posible.

–Esas novelas, pero también Era el cielo, parecen proponerse contar lo que es difícil de contar. Sobre todo la misión imposible, el proyecto absurdo.

–Sí, la pureza de lo absurdo. Pero qué difícil sostenerlo ¿no? A mí me gustaría vivir ahí adentro, con alguna breve escapadita de tanto en tanto, digamos una escapadita de fin de semana, hacia un relato clásico, con un principio, un desarrollo y un final. En mi libro de cuentos Bongo Fury es donde más me acerco a la realización de ese deseo, y por eso es mi preferido. También está En el bosque del sonambulismo sexual. Textos disparatados, digamos, atravesados por voces totalmente ajenas a lo que se está narrando, que entran más que nada en los finales, como para cerrar la puerta, y lo que hacen es plegar la trama sobre sí misma y llevárselo todo a otra parte. Estos últimos meses me los pasé trabajando en esa dirección, con la técnica del cut-up aplicada a la revista de modas Elle. Es muy interesante. Y muy divertido también, un juego lleno de descubrimientos.

–¿Cómo fue ese experimento, mediante saltos caprichosos y montajes oculares o plegabas las páginas a lo Burroughs?

–Para que la técnica del cut-up funcione se necesita una lectura distraída, una lectura por encima, literalmente a vuelo de pájaro, de águila, para divisar una palabra entre la maleza, por decirlo así, que te lleve al encuentro de una frase con la que combina de una manera insólita, dándole otro sentido, otra dirección. Trabajé muy entusiasmado en este libro. No podía creer que de una revista como Elle salieran esta clase de cosas. En realidad todo esto está efectivamente en la revista. Capaz que uno se pone a buscar y encuentra todas las palabras que componen "El Aleph", por ejemplo, obviando los nombres propios ¿no? Pero hacerlo todos los días derivó en una cierta dificultad para leer. Llegó un momento en el que no podía evitar la lectura de sobrevuelo, eligiendo palabras sueltas y buscando conexiones nuevas. Cualquier texto que caía en mis manos era carne de cut-up.

–Un experimento que nutre tu posición a favor de la imaginación y contra la línea ostensiblemente autobiográfica, tan presente en estos tiempos.

–Justamente en breve saldrá Un lugar precioso por Penguin Random, son dos nouvelles y la segunda mezcla imaginación con algo autobiográfico. No sé por qué lo asocio a esto pero te cuento la historia de Elle. Desde la pandemia en mi barrio aparecieron unas pequeñísimas bibliotecas donde la gente deja un libro y se lleva otro. Las descubrí paseando a mi perro. No te imaginás los libros malos que aparecen. Un día no tenía nada para llevarme pero había un número especial de la revista Elle, que empecé a usar para hacer unos collages, y cuando me cansé se me ocurrió leerla en serio, ver qué decía la revista y ahí armé unos cut-ups, cortando y pegando frases tomadas de las páginas de la revista y armé un librito de frases, “Sabemos lo que pasa por las noches, caracol”, que sale en unos meses.

–Me quedé pensando en lo de los “libros malos”.

–El lector hace rápidamente contacto con el libro bueno. Con el libro malo no, ahí la sorpresa además de inesperada es –hay que decirlo con una redundancia– sorpresiva. Uno no se la espera, que es lo que pasa con el libro bueno, donde la sorpresa es más bien parte de la naturaleza de la calidad, y en cierto sentido es algo que se espera. Hay otra cosa: uno se enamora del libro bueno, pero no del libro malo. Del libro malo no te enamorás nunca, por más sorpresas que te haya dado. El libro malo sigue siendo malo. Y no te da lástima, como el libro bueno cuando la pifia.

–Como con el cut-up, siempre puede pescarse algo rescatable en un libro malo.

–El acierto en el libro malo es como una gema que el mismo libro te ofrece, como un regalo, con algo dramático además, porque ese acierto tiene algo de botella al mar, algo que seguramente nadie va a recoger, como pasa en el libro bueno, que sabe que si este lector no alcanzó a agarrarla, bueno, lo hará otro. Uno con el libro bueno se dice: ok, esto me une o me suma a una cierta comunidad de lectores que captamos lo mismo, pero con el libro malo eso que acabás de captar es algo distinto, algo que estaba destinado a encontrarse con vos. Es un encuentro conmovedor si lo pensás. Y si no lo pensás también. Había algo ahí que se perdía para siempre si no llegabas vos. Es más: ya estaba perdido. Y ese encuentro además no tiene ninguna recompensa, porque no es que vas a ponerte a escribir sobre un libro malo, no hay nada que puedas hacer por él, es malo y punto. Te dio una frase, una idea, la mitad de una idea, lo que sea, y pasó a tu obra. Lo que sea que te haya dado, ahora sigue vivo en tu obra aunque nadie lo sepa. Cada vez que releo lo que escribí y reconozco algo que estaba en el libro malo me sonrío, lo quiero, le doy las gracias.

–Tu imaginación va de la mano de la velocidad, como si lo imposible sólo pudiera contarse rápido, sin tregua, y con hilaridad, justamente para amortiguar la naturaleza de lo inalcanzable.

–Al principio soy bastante lento. Después, con suerte, llega un momento en el que aparece algo, algo cuaja, y empiezo a ir cada vez más rápido, con la libertad que te da el hecho de ser cautivo de tus personajes. Ahí es donde todo se vuelve interesante. Dicho de otro modo: empiezo con nada, no tengo nada interesante entre manos cuando empiezo a escribir. Lo interesante aparece porque escribo.

–Como si le tuvieras fobia al sentido, y lo lógico te resultara algo banal.

–¿Es que cuánto sentido podemos soportar? Es que llega como un hastío del sentido, te sentís agobiado por tanta búsqueda de sentido. Trato de llevar las cosas en otra dirección, que puede tener justamente sentido o no.

–En cierto modo relaciono esto con tu saludable anti-carrerismo, tu renuencia a figurar.

–Odio hablar de mí. Los escritores en general parecen tener clarísimo lo que hicieron. Te cuentan el mapa de su procedimiento y te entregan su libro con un manual de instrucciones. Me parece tan raro eso de conocer tu obra hasta en sus rincones más oscuros.

–Tu postura se nota en tu negativa a perseguir una obra maestra.

–Está mal que lo diga yo, pero es exactamente así. Prefiero ser más hippie en ese sentido, dejarme llevar.

–Curiosamente, es un verso tuyo lo que para mí sintetiza de una manera sugerente tu impronta narrativa: “la realidad, querida, pierde un guante que nadie levanta”. Da la sensación de que ese es el guante que elegís recoger vos, para darlo vuelta.

–A nuestro amigo Chitarroni le encantaba ese verso. A mí también, pero hay uno que me gusta todavía más, y no es mío, es de William Carlos Williams: “Levántense el vestido, señoras, atravesamos el infierno”. Qué buena pareja harían esos dos versos juntos ¿no?

–Como poeta, dicho sea de paso, sos otro escritor. Si el surrealismo –para ampararme en un verso de Borgestein y tratar de ubicar toscamente tu poesía en algún casillero– ha sido siempre inquieto, vos le añadís un toque inquietante, casi intimidante. Quizá sea tu vertiente más personal, más íntima.

–Puede ser, no sé, escribí poemas bastante oscuros. E incomprensibles. A lo mejor mi intimidad es así. Ni yo mismo lo sé.

–En varios de tus libros reaparece el protagonista oculto: El escritor comido se esconde; el actor de Planet se va a otro mundo; el de Era el cielo no interviene en la violación a su mujer y se repliega, José María de Rabia vive de incógnito en una mansión. Esconderse como una posibilidad de recomenzar de cero. ¿O estoy desvariando?

–No, no es un desvarío, pero no creo que se trate de esconderse para recomenzar de nuevo sino para ver sin ser visto. Lo dije en otra parte: las personas que son vistas sin que lo sepan parecen locas. Esto queda muy claro en Rabia, más que nada. El escritor comido se esconde por vanidad, para ver qué se dice de él. El actor de Planet se va a otro mundo contra su voluntad, hasta que descubre lo exitoso que puede ser ahí. El de Era el cielo no interviene en la violación de su mujer porque tiene miedo. Bajezas, humanidad.

–A lo mejor no es tanto ocultamiento como aislamiento. Muchos se van a vivir a la montaña, buscando una soledad olímpica.

–Responde a mi obsesión con el encierro.

–Que se conecta con esa matriz que aparece frecuentemente en tus novelas y cuentos: la del forastero que aterriza en un lugar como un marciano. Acaso replique tu llegada del pueblo de Ramallo a Buenos Aires, de joven.

–Sí, cierto, lo noto como una constante. Un tema, casi podría decirse. Pero no lo busco, es lo que sale.Tal vez sea una influencia de Kafka, mi escritor favorito de todas mis épocas.

–¿Te interesa, como el protagonista de El escritor comido, saber qué se dice de vos? ¿Leés las críticas a tus libros, te importan?

–En general las leo, si están bien escritas, si hay una idea personal o cierta sensibilidad. Entonces me importa lo que se dice, independientemente de que sea favorable o no.

–Otros que te leyeron de cerca son los amigos de tu generación. Sobre todo Daniel Guebel y Luis Chitarroni, que te editó varios libros en Sudamericana. ¿En qué sentido funcionaron bien esos intercambios? ¿Tuvo alguna importancia o reflejo en tu escritura la presencia paralela de sus obras, así como las de Feiling, Pauls, Chejfec?

–Bueno, sí, alrededor de los veinte o veinticinco años éramos todos bastante amigos, nos veíamos seguido y leíamos y hablábamos más o menos de las mismas cosas, así que ese intercambio debió ser estimulante, no lo recuerdo con precisión. Pero de los amigos de mi generación tengo anécdotas, más que influencias. Me gustaba mucho hablar de música con Chitarroni. Cada vez que le daba a leer algo que había escrito esperaba su comentario con ansiedad. Los poemas de Feiling me dejaban boquiabierto. Lo que sí recuerdo es que a todos nos gustaba mucho Osvaldo Lamborghini. Sebregondi retrocede, El fiord, esos libros sí que fueron un buen sacudón.

–Estuviste cerca de Aira y sobre todo de Fogwill. ¿De qué manera te sentiste acompañado en tu escritura por la de ellos?

–Es una impresión que tengo, puedo estar equivocado: me parece que entre nosotros la importancia de las primeras obras que publicamos era mínima. Estábamos mucho más atentos a lo que escribían tipos diez o veinte años más grandes, entre ellos Fogwill, Aira y Jorge Di Paola, por lo menos para mí. Para otros eran Saer o Di Benedetto. Aira leyó el manuscrito de mi primera novela y me animó a publicarla. Fogwill leía antes que nadie todo lo que yo escribía. Vivió un año en mi casa y recuerdo que cada vez que entraba lo primero que hacía era preguntarme qué había escrito, y antes de salir me decía “escribí”. Me parece que me tenía fe. Reconozco como influencia a Jorge Di Paola. Tiene un peso en lo que hago, pero no su escritura sino él, cómo hablaba. Lleno de ideas brillantes nunca escritas o garabateadas en papelitos sueltos. Ideas que se olvidaba enseguida. Urdía una atmósfera en las que yo me sentía cómodo.

–Rabia más que ninguna, pero otras novelas tuyas también han tenido varias reediciones. ¿Te releés?

–No, no me releo. A veces cuando un libro va a ser reeditado lo corrijo un poco, pero no diría de eso que es una relectura. Ya está. ¿Para qué perder el tiempo? Suelo estar entusiasmado con lo que escribo en ese momento, un momento que es casi siempre, o que casi es siempre.

Libros de Sergio Bizzio. En Editorial Interzona: Rabia, Chicos, Perdidos, El escritor comido, Gravedad, Era el cielo, Planet, Tres marcianos. En Mansalva: En esa época, dos fantasías espaciales, Te desafío a correr por el jardín como un idiota, Aiwa, Un amor para toda la vida. En Blatt & Ríos: La pirámide, El escritor comido y En esa época (España). En Literatura Random House: Bongo Fury, Borgestein, Mi vida en Huel, Diez días en Re, La conquista, Iris y Construcción. Próximamente: Un lugar precioso.

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