Eso de dejar a un tipo solo en medio de un paisaje selvático siempre garpó en términos narrativos. El primero que la historia registra la pasaba bastante bien, valiéndose de lo que la naturaleza le proveía, aunque la rutina lo mataba de embole. Como en aquella época todo era medio mágico, en vez de una tropa de caníbales le llegó una mina, le costó una costilla y ahí se pudrió todo. Sin embargo, la fórmula novelística marchaba de maravillas, de modo que con el tiempo fue multiplicada en infinidad de variantes, en principio vociferada por alguna gente que vagaba por el desierto diciendo que eran elegidos de dios. El cuentito tuvo buena prensa y sigue reeditándose.
La que le compite en fama y ediciones fue escrita por Daniel Defoe a comienzos del siglo XVIII. Trata de un marinero que va a parar a una isla desierta donde sobrevive gracias a reproducir las condiciones materiales de existencia del incipiente capitalismo que crecía en la Inglaterra de entonces. Esta vez el cuento incorporó un súbdito de la localidad, voluntario servidor colonial, y unos amenazantes caníbales de fortuita aparición y negados de diálogo. En todos los casos se destacaban los protagonistas –Adán y Robinson, respectivamente—, los personajes secundarios —una serpiente y el tal Viernes, ídem— y las locaciones —el Jardín y la isla—. En las versiones, adaptaciones y plagios de aquellas historias se pintó a los abandonados a su suerte de distinta manera y el vulgar jardín se superpuso con la isla, hasta quedar ésta por su dúctil espectacularidad. Por ende, la isla pasó a convertirse en un personaje principal, a veces generosa, por lo general esquiva.
Inusual y novedosa resulta entonces la propuesta del escritor Guillermo Piro (Avellaneda, 1960) al postular una novela en la que el náufrago carece de isla. Tampoco la busca, ni la ansía ni la pretende. Más aún: probablemente asimismo ignore que la lleva puesta; alternativa plausible, ni ratificada ni desmentida, incomprobable, una posibilidad más entre las tantísimas abiertas a medida que se desenvuelven las aventuras ultramarinas del gentilhombre Salvador Jorge Armando Miguel Alfonso Santiago Luis Pablo Rosario de Liguria, llegado al mundo en el Reino de Nápoles durante 1696. Políglota, versado en ciencias de la naturaleza, exitoso abogado con futuro político según el anhelo de su padre, a quien frustró tomando los hábitos clericales en el Convento de los Lazaristas. Fundó una congregación y partió allende los mares en un barco neerlandés, el Rooswijk. Lo acompañaba otro sacerdote, el simpático Eleodoro, quien enloqueció en medio de la travesía, aterrorizando a la supersticiosa tripulación quien le quitó la vida, recluyó a nuestro héroe en su camarote hasta depositarlo en un bote de remos, a su suerte, a la deriva. Tras incontables jornadas de bogar por el océano se topó con una isla volcánica en plena erupción, otorgándole más riesgos que reparo, rodeado de “la lava incansable que se arrojaba en el mar con la persistencia que solo tienen la locura y las tempestades”. Por lo que se vio obligado a continuar el peregrinaje marino durante semanas hasta que las olas lo arrojaron a una playa de Sumatra. Había permanecido más de dos meses en el bote y arrastrado por las corrientes unas mil trescientas millas náuticas (unos dos mil cuatrocientos kilómetros).
La apretada síntesis anterior de modo alguno espoilea el relato de Piro en las 128 páginas de El náufrago sin isla. Por encima de la sabrosa anécdota, es la escritura la que prima con su lenguaje bordado hasta la filigrana, caricia a la retina, energética carga a las neuronas, homenaje al intelecto. Trama subjetiva, remeda sin rebusques la cadencia de la escritura propia de exploradores y aventureros, eso sí, limpio de arcaísmos, florituras y autobombo. De extremo a extremo, la novela despliega una primera persona del singular en tono subjetivo, con privilegio del personaje al que se aprecia surgir por encima y detrás de cada frase, con sus entonaciones, énfasis y silencios. El clérigo aparece dotado de estados de ánimo en todas su figuras, mientras el autor se esfuma cediéndole cada escena, cada respiro, en un acto de generosidad literaria que multiplica el fervor atrapante del conjunto del texto.
Potencia centrífuga de la palabra, se desplaza hacia el lector: “Solemos creer que en la naturaleza todo se desenvuelve en armonía y proporcionalmente, pero nada está más alejado de la verdad. La naturaleza funciona como un artilugio mal concebido, mal equilibrado, desproporcionado y jadeante, que se mueve con ruido y destruyendo todo a su paso. Lo que llamamos naturaleza es el equilibrio posterior a ese descalabro, lo que con años consigue subsistir, sobrevivir a la destrucción. Yo mismo era un deshecho de esa locura destructiva, y pasaba los días esperando que tal descalabro tuviera un fin y que algo de paz reinara en mi existencia”.
Elogio de la fragilidad; recuperación y caída de todo misticismo, apología del caos, El náufrago sin isla oferta a la imaginación una miríada de interpretaciones sin condicionamientos. Exquisita polisemia donde se despliega todo valor literario al abrir imágenes, prolijas descripciones, eventual reflexión, a medida que la lectura avanza. Entonces es factible elucubrar conclusiones facilongas como que todos somos náufragos solitarios en nuestras islas rodeadas de gente, o bien que, como el fraile abandonado en el mar, tampoco hay islas y, si aparecen, resultan más amenazantes de las aguas incognocibles. Por eso, antes de la melancolía, Guillermo Piro tiene la delicadeza de mostrar a su protagonista en lo que pueden ser islas sucesivas: un mandato paterno, la academia y el convento, la demencia, el camarote donde es encerrado a bordo del Rooswijk, el bote a la deriva, la gaviota furtiva que se posa para ser devorada, el volcán marino hundiéndose en las aguas, una playa y sus cangrejales. Todas y cada una, o ninguna. Las islas tal vez no existan; verdadero es el mar y la supuesta tierra firme su anomalía, frágil, esporádica, furtiva, la que late del sueño a la vigilia, construyendo el temor humano. Testimonio de ello es el naufragio. Solo queda flotar, tal vez remar, nadar. Son decisiones.