interZona

Suspendidos en el tiempo en una fotografía escolar

Inauguramos una nueva columna de lecturas a cargo de Patricio Pron. En esta primera entrega, una reseña de El carapálida, de Luis Chitarroni (Interzona).

Luis Chitarroni nació en Buenos Aires en 1958; es el autor de los ensayos Los escritores de los escritores (1997) y Mil tazas de té (2008) y de la novela Peripecias del no (2007); también de la colección de biografías breves de escritores imaginarios y reales Siluetas (1992). Al menos desde finales de la década de 1980, su nombre ha estado vinculado con las cosas más interesantes que suceden en la literatura argentina, pero Chitarroni siempre ha conseguido aparecer al margen de la fotografía y ligeramente borroso, como un fantasma o como la sombra terrible que (famosamente) preside la literatura de este país, la explica y le da sentido.

Quienes comenzamos a leerlo en la década de 2000 hemos sido más o menos conscientes de esa presencia (quienes no lo son aún ignoran el hecho de que, al leer libros de editoriales como Sudamericana o la extraordinaria La Bestia Equilátera, en realidad están leyendo la biblioteca de Chitarroni, que fue, y, en el caso de LBE es, editor en ambas), pero también hemos padecido una dificultad: la de conseguir El carapálida, su primera novela, publicada en 1997 y fuera de circulación hasta hace algunas semanas, cuando la editorial Interzona (en la que es su segunda o tercera etapa) la incluyó en una colección destinada a rescatar obras clave de la literatura argentina reciente.

El carapálida es la historia de un puñado de niños que comparten el último año de la educación primaria en una escuela pública argentina en 1971; el relato se articula en torno a la fotografía de fin de curso (por orden del nuevo director del colegio, ese tipo de personas que ahora se suele desdeñar calificándolas de “sesenta y ochistas” o “setentistas”, ha sido tomada al comienzo del año escolar), pero la fotografía está incompleta: en ella falta el carapálida, el niño algo distante que amaba el rock y ha sido atropellado por un auto cuando iba camino de la escuela.

El carapálida no está (“Es una suerte no estar, porque hasta el olvido recuerda” dice el carapálida, o no, pág. 205); pero su ausencia está en todas partes en esta novela y hace posible los pequeños milagros que la constituyen: la sucesión de nombres descabellados (y, por consiguiente, perfectamente verosímiles en Argentina: Bonfiglioli, Maderna, Kerestezachi, Barulli, Cefirelli de Proietto), las teorías conspirativas sobre los Beatles y la sexualidad de algunas de las madres de los alumnos, la violencia verbal de las maestras, el tesauro de palabras desaparecidas (zegelin, olfa, ortiva, pazguato), el chirriar de las tizas sobre el pizarrón, los talentos que individualizaban y establecían un sitio en la jerarquía de entonces (silbar, con dedos o sin ellos; escupir con precisión de frente y de costado, eructar: “muestras dignas sólo del museo de ceniza del horror infantil”, pág. 71), el descubrimiento de la potencia (llamémosla “fáctica”) de frases como “el que lo dice lo es” y “a mí me rebota y a vos te explota” con las que se revierten los insultos, la visita escolar al escritor.

El carapálida nos devuelve “esa música abstracta, primaria de la infancia” (pág. 21), pero no lo hace de forma nostálgica; el suyo es un gesto de incredulidad (realizado con una voz única: nadie narra como Chitarroni en Argentina): alguna vez todo esto sucedió, un instante antes de que todo cambiara otra vez, y después otra, y nosotros estuvimos allí, suspendidos en el tiempo en una fotografía escolar, preguntándonos cuándo acabaría todo eso, cuándo empezaría lo demás. Una gran novela.

Galería

¿Ya leíste Notas de suicidio?: Marc Caellas y un ensayo sobre los últimos mensajes de artistas suicidas