La representación ocurre antes que el drama. Está en la actitud señorial y barroca con la que la actriz y directora Maricel Álvarez recibe al público y que permite, en esa complicidad de la mirada, señalar la entrada de la maquinaria teatral. Las palabras que guían la escena responden a la etimología, al origen que sustenta la escritura del ensayista francés Pascal Quignard.
Las formas de su texto poético se diseminan en toda la estructura de Medea meditativa, la nueva obra dirigida por Emilio García Wehbi. No hay aquí desarrollo dramático, lo que se impone es la reflexión como un procedimiento ligado al conflicto, una variante teatral del pensamiento que se anuda entre la tragedia de Medea, según Eurípides, y el dispositivo escénico.
Explicada brevemente, la tragedia de Eurípides se basa en una versión del mito que relata la llegada de Jasón a la Cólquide para conseguir el Vellocino de oro, fuente de poder. El rey Colco le propone una serie de hazañas imposibles pero Medea, su hija, se enamora de Jasón y ayuda a Jasón a robarlo bajo promesa de matrimonio. Huyen juntos y, en el camino, Medea usa su magia para despedazar a su hermano Apsirto que los persigue. En el tiempo que Colco tarda en rearmar el cuerpo de su hijo, Medea y Jasón llegan a Corinto. En esa ciudad, Jasón conquista a Creúsa, la hija de Creonte y abandona a Medea. Obligada a dejar la ciudad por Creonte, el rey de Corinto, Medea pide acercarle a Creúsa, por medio de sus hijos, un vestido como regalo de bodas. El vestido se le pega a la piel a la joven novia y el veneno que Medea había ungido en él mata a Creúsa y a los dos hijos de Medea y Jasón.
García Wehbi interfiere como director en la escena con una remera negra con la palabra “Infans”. Él será el encargado de mencionar los orígenes del teatro griego como un modo de desmenuzar la tragedia de Medea desde el impacto político del mito. En esa articulación, Maricel Álvarez es la encargada de asumir el texto de Quignard, esa “Medea meditativa” que el escritor inserta en su libro El origen de la danza como un pequeño cuadro de ficción en un trabajo ensayístico. La actriz es la narradora pero en algún momento olvida la tercera persona para identificarse con Medea sin que el texto pierda su cualidad descriptiva.
En el despojamiento del vestuario (Maricel Álvarez comienza con un miriñaque y termina con una remera negra que dice “Mater”), el texto transita por una temporalidad que hace de su impronta política una apelación permanente al público para darle protagonismo a toda la arquitectura teatral. Los objetos originales de la artista Nicola Costantino seleccionados por Wehbi (que corresponden a una etapa donde la artista creaba animales nonatos, entre los años 1994 y 2004) dialogan con las imágenes del texto de Quignard y hacen de la puesta de García Wehbi un dispositivo que incita a la asociación, del mismo modo que Quignard disemina en sus capítulos situaciones variadas sobre el tema de su libro.
El filósofo y músico francés no escribe una historia de la danza, lo que hace es llevar al lector a encontrar la danza en su propio cuerpo. Y es aquí donde Walter Jakob en su carácter de Puer (término que significa niño en latín pero que en francés también sirve como raíz de podredumbre o hedor), viene a establecer ese lazo con el origen. Si la primera danza ocurre en el líquido amniótico, si al salir al mundo la torpeza impone aprender esos movimientos que toda persona olvida, entonces ¿cómo no recuperar la dimensión brutal del mito de Medea?
Quignard entiende que en Medea se conjugan dos gestos: el crimen y la potencia meditativa que lo aleja de lo irracional para convertirlo en una decisión deliberada. El asesinato de sus hijos no tiene la espesura de una descripción; ocupa solo una línea de texto para después decir que Medea se limpia la vulva con una espada para dar cuenta de que, en esa misma acción, se realizó un aborto como si todo durara un instante. Lo que define a este personaje es la meditación, la dimensión consciente y calculada del acto que antes la llevó a matar a la joven con la que se casa Jasón cuando llegan a Corinto, después de que Medea traicionara a su patria.
Apoderarse del tiempo es la marca de Medea. En la tragedia de Eurípides ella no fundamenta su acción en ningún dios, Medea es la artífice de su propio drama. En la interpretación de Maricel Álvarez la sensibilidad y la tonalidad que delimita cada secuencia no pierde de vista que está hablando desde un lugar de autoría. El texto de Quignard narra desde el punto de vista de Medea, es una tercera persona que hace de los otros integrantes de la trama meros instrumentos del pathos, de esa pasión subyacente que instala Medea. El poder de la madre no es aquí atenuado por su crueldad.
La presencia del músico Marcelo Martínez y la composición musical y sonora que él diseña generan un efecto dionisíaco. Los actores y la actriz están en escena para estimular una reflexión que no es didáctica, como imaginaba Aristóteles, sino que se asemeja a esa unión de las palabras y los objetos para hacer posible una sucesión de imágenes y de ideas que sólo podría producir el teatro.
El cordero creado por Nicola Costantino, colgado para ir al matadero, se vincula con la explicación de Wehbi sobre el concepto de lo obsceno en la tragedia griega. Los crímenes nunca podían verse, ocurrían fuera de escena: el chivo ocupaba el lugar del ser que se iba a matar y su visualización en la forma de una pieza plástica hace de la ferocidad del acto una matriz poética. El conflicto es consecuencia del montaje, de un sistema que expone su arbitrariedad como un orden contrario al destino.
Quignard ante lo innombrable
En esos momentos donde la realidad se malogra en una escena que podría corresponder a las formas de la danza se detiene Pascal Quignard para construir sus textos. Entre la poesía y una interpretación teórica del mito, el autor busca apoderarse de cierta musicalidad en un gesto que incorpora lo aleatorio, la imagen de una niña tomando un helado o la fábula de un niño que muere al intentar dormir en la intemperie.
En El origen de la danza, el libro que Interzona publicó en el año 2017, el mito de Medea funciona como eje de la obra de teatro butoh que Quignard escribió para la actriz Carlotta Ikeda. La danza será, para Quignard, un acto reflexivo.
No deja de existir algo salvaje en esa búsqueda etimológica de Quignard que lo une a la versión cinematográfica de Medea de Pier Paolo Pasolini. En griego la palabra Medea se refiere a los testículos, especialmente a su mutilación para entregarlos como ofrenda. La danza butoh –que surge en Japón como un modo de pensar la masacre de Hiroshima y Nagasaki en 1945, como un medio para expresar el grito ante la piel quemada, como un intento de “recuperación del cuerpo robado”, como señalaba Tatsumi Hijikata, uno de sus creadores–, es el soporte de esta Medea Meditativa, el libreto que se estrenó en el Teatro Moliére-Scéne de Bordeaux en el año 2010. El butoh no tiene una técnica, se basa en la improvisación y en la lentitud; requiere de una búsqueda interior, más que de un virtuosismo extravagante.
Las descripciones de Quignard tienen una cualidad pictórica, como si intentara encontrar una metafísica de la imagen. Es el valor ritual de la danza lo que desentraña en su texto pero lo hace a partir del mito trágico. Lo mismo ocurre con la danza butoh como la manifestación estética de otra fatalidad, de lo innombrable que elige la danza antes que la palabra. Si Pasolini, cuando imagina su Orestíada africana, sentencia que las guerras existen para que los padres puedan matar a sus hijos, Quignard encuentra la síntesis de ese filicidio. Nacer es también aprender a sobrevivir gracias a un uso intuitivo del cuerpo.