Por Joaquín Correa
“Las fábulas y moralejas de la Inteligencia estaban a la orden del día en Coronel Pringles. A los chicos nos inculcaban sus beneficios con una insistencia francamente exasperante. Había que ser inteligente, no era optativo sino necesario, imprescindible, obligatorio. A las demás virtudes que podían hacer a un buen ciudadano o a un buen padre o madre de familia se las consideraba secundarias y derivadas de la Inteligencia. Sin ella la Humildad, la Compasión, la Valentía, no servían de nada, hasta podían ser contraproducentes. De ella se derivaban de modo automático e infalible la Prosperidad y la Felicidad. Reina de la Vida, reina del Mundo, vencedora del Tiempo y el Espacio, panacea universal, la divina Inteligencia se alzaba en majestad, aplastando con su sandalia de oro a la serpiente del Fracaso”, así comienza “La Gallina”, una de las Tres historias pringlenses, que en realidad son cuatro, de César Aira, antes de pasar por los disparatados razonamientos de su tía abuela Filomena y de, por fin, detenerse en la versión local de la leyenda de la gallina de los huevos de oro.
“La especialización”, “La cortesía”, “El buen sentido de los estudios clásicos” y “La inteligencia”, junto con dos anexos que anticipan o reformulan las conferencias, componen el volumen y abarcan el periodo de 1882 a 1902 de trabajo de Bergson en la educación pública francesa. En ellos, podemos asistir a una relación cordial entre los alumnos y el profesor, que se mueve de modo simple y claro, exponiendo paso a paso el devenir de sus pensamientos que, gracias a la sensible traducción de Battistón, nosotros podemos también acompañar.
En “La especialización”, frente al “descubrimiento desesperante” de sentir y entender que “el universo es más vasto que nuestro espíritu; la vida es corta, la educación larga, y la verdad infinita” surgió la necesidad de elegir entre una de las varias ciencias especiales, y ante la resignación de saber poco si no se quiere ignorarlo todo, Bergson les proponía a sus alumnos postergar esa resignación lo más posible. “Cada uno de nosotros debería empezar”, afirmaba en aquella ocasión, “como lo ha hecho la humanidad, por la noble e inocente ambición de conocerlo todo”. Y continuaba:
Únicamente deberíamos condescender a una ciencia especial después de haber examinado por encima, en líneas generales, todas las demás. Es que la verdad es una sola: las ciencias especiales la estudian por fragmentos, pero nunca conocerán la naturaleza de ninguno de esos fragmentos si antes no se dan cuenta del lugar que ocupa en el conjunto. Uno no puede comprender una verdad particular si todavía no se percató de las relaciones que dicha verdad es capaz de establecer con las demás.
Frente al avance de la ciencia por medio de la especialización ciega del conjunto epistemológico donde se encuentra, entonces, Bergson les proponía a esos futuros universitarios la divagación, el rodeo, el cultivo personal enciclopédico, el goce del saber libertado de todo lucro inmediato y pereza intelectual. De algún modo, el hecho de que el especialista esté haciendo de la ciencia “mera cháchara científica” se debe a su total desconocimiento de lo general que le permitiría un punto de apoyo para elevarse por encima de lo particular. Y, por fin, “al entrar en contacto con el especialista, todo se seca y se vuelve estéril. Parece que la ciencia pierde poco a poco la vida, descomponiéndose”, afirmaba algo melancólico Bergson.
Para acabar su exposición, Bergson dota a su argumentación de una iluminación propia de la inteligencia: detrás de los apólogos de la especialización se encuentra la falaz equiparación entre el trabajo manual y el trabajo intelectual. A partir de la exposición de la división del trabajo de Adam Smith y de preguntarse “¿por qué trabaja con mayor velocidad una máquina que un hombre?”, llega al carácter maquínico de la especialización: la exigencia de rapidez que pesa sobre el trabajo manual solo se sustenta en la mecanización de su acción, en el devenir máquina del sujeto, que es, a su vez, un devenir bestia, animal: el animal es un especialista, “hace muy bien lo que tiene que hacer, pero no sabría hacer otra cosa”. Estamos asistiendo al inicio de Tiempos modernos, de Chaplin, es eso lo que enuncia Bergson en su distinción del trabajo manual del intelectual: no se puede equiparar el imperativo del rédito de la especialización del trabajo manual industrializado con el del trabajo intelectual porque, va a acabar afirmando Bergson: “Mientras que la única manera de adquirir destreza manual es escoger un oficio puntual y entrenar nuestros músculos para habituarlos a una sola tarea, con nuestras facultades mentales ocurre lo contrario: no podemos perfeccionar ninguna a menos que hayamos desarrollado todas las demás”. El éxito, terminará diciéndoles a los chicos, no está en apurarse a ser exitosos (especialistas), sino en ser y continuar siendo humanos.
En “La cortesía”, Bergson se interesó por descubrir el verdadero significado de la cortesía, que no estaría en los así llamados “buenos modales”, en las fórmulas hechas de cordialidad, ni en la llamada “cortesía mundana”, la “facultad de ponerse en el lugar de los demás, de interesarse en sus ocupaciones, de pensar lo que ellos piensan y, en pocas palabras, de vivir su vida y de olvidarse de uno mismo”, ciertamente algo que no pasa de “una especie de plasticidad moral”, ni tampoco en el talento de ciertas personas tan cercano al encanto de la gracia (y peligrosamente lindante de la hipocresía obsequiosa) que, al dirigirse hacia nosotros, parecen demostrar una preferencia íntima y especial, que consigue hacer renacer nuestro amor propio. Por encima de todas esas manifestaciones simples de la cortesía, Bergson dice conocer otra que aún conserva el estatuto de una virtud, la cortesía del corazón, que supone “el amor al prójimo y el ferviente deseo de ser amado por él”, que consiste en “tratar con indulgencia la sensibilidad de los demás hombres, en hacer que «estén contentos de sí mismos y de nosotros»”. Nacida de la amabilidad, la benevolencia y la piedad, se manifiesta en un cumplido dicho justo a tiempo, de esos que provocan la confianza en los otros y los dotan de algo cercano a la alegría, cimiento de la esperanza en el futuro.
Para alcanzar el conocimiento, anterior a toda práctica, de esta excelsa cortesía, Bergson les propone a sus alumnos el estudio de los clásicos, ya que “no hay otra mejor [enseñanza] para prepararnos a conocer a quienes nos rodean, a juzgar su valía, a discernir si se amerita hacerse amar por ellos y cómo lograrlo”. Y así, por fin, Bergson encuentra en la práctica de esa distinguida forma de la cortesía la disminución de las divisiones y de las luchas y el fortalecimiento de la patria, su crecimiento afortunado. Para eso, va a repetir, para ese alto objetivo nacional y patriótico, resulta fundamental la enseñanza universitaria, de la que él aconseja el cuidado y la atención de los estudios clásicos, foco de otro de sus discursos recuperados.
En efecto, “El buen sentido y los estudios clásicos” fue el título de otro de estos discursos en los liceos franceses. El buen sentido sería, como su nombre lo indica, un sentido pero, a diferencia de los cinco sentidos, no nos vincularía con las cosas sino que presidiría nuestras relaciones con las personas, en cuanto a la disposición de la inteligencia y la conducta. Más que el instinto y menos que la ciencia, entre la voluntad y la razón, combinación de las exigencias del pensamiento con las exigencias de la razón, es un trabajo y un modo de acción que requiere una atención despabilada y libre, en la medida de lo posible, de todo juicio previo. Siendo, así, lo contrario de la rutina, lo estático y la obstinación de las costumbres, Bergson lo define como “la atención misma, orientada en el sentido de la vida”, que proviene del principio del espíritu de justicia y progreso propio de la vida social. Y es para ir desarmando esas ideas hechas, muertas, para volver a concentrarse en la vida y suspender lo que de ella se dice que Bergson les proponía a sus alumnos volverse hacia la educación clásica porque allí encontraba “un esfuerzo por romper el hielo de las palabras y reencontrar debajo la libre corriente del pensamiento”. Esta filosofía vitalista buscaba, gracias al estudio, “una visión directa de lo real”. Ir hacia el pasado, entonces, estudiarlo con atención y detenimiento para, en una segunda instancia, despegarse las telarañas del hábito de nuestra percepción y actuar de otro modo, con una verdad que a cada uno le pertenezca y sea propia, esa era la exhortación de Bergson que, de este modo, les proponía a sus alumnos un modo de leer que, lejos de encontrar anacrónicas las lecturas de los clásicos, en ellas fundamentaba un plan de vida y de acción, que fecundara el pensamiento y dirigiera la voluntad para, por fin, sentir, volver a sentir con claridad, firmeza y libertad la vida.
“La inteligencia”, el discurso que da título al libro, es el último de los recogidos aquí. Es, además, el único de los cuatro que se presenta antecedido por una breve nota explicativa donde Bergson detalla el sentido de lo que será designado en tanto “inteligencia” durante el transcurso de su conferencia, diferenciándola de la intuición, otra de las funciones que colabora en el acto del pensamiento. La definición que les ofrece a los alumnos es sumamente feliz: “la inteligencia siempre es esa corriente de simpatía que se establece entre el hombre y la cosa, como entre dos amigos que se entienden a medias palabras y ya no se guardan secretos”. La inteligencia, va a explicar con mayor detalle, es una facultad del espíritu que se adapta a los objetos de los cuales se ocupa mediante un esfuerzo de voluntad. Por lo tanto, al tratarse de un esfuerzo de concentración, la inteligencia puede adquirirse y ejercitarse. El trabajo de la concentración luego de manifestarse en sus diversas obras y gestos permanecerá invisible y lo que será loado será eso que se presenta ante todos, sólo posible gracias a un esfuerzo que no se contenta consigo mismo. Cerrando ya su discurso, un amable Bergson exhorta a sus escuchas a repetirse, “por más que el exceso no esté de moda, que el futuro les pertenece a los que se esfuerzan en exceso”. No otra cosa anunció Arlt en el prólogo a Los lanzallamas. Y así, cerrando el largo ciclo de sus discursos, Bergson descubría en su pedagogía una apología al exceso, a la amistad y el afecto, al estudio y el trabajo que si estaba en principio dirigida a una determinada comunidad de estudiantes, buscaba influir en el futuro del país. Volviendo a Arlt, podríamos decir que ese prepotente trabajo, dado por una fe inmensa en el porvenir, es el de todas y todos nuestras maestras y nuestros maestros que, pese a la humillación del estado, siguen trabajando, literalmente, por un futuro que haga imposible este gobierno, es decir: por un futuro mejor.