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UN DESVANECIMIENTO QUE VALE LA PENA

Por Luis Adrian Vives / ENTREVISTA A TOMÁS DOWNEY

Algo de angustia en la intención evasiva.
La lectura de estos cuentos no nos ofrece un dulce sabor ni promete, como recompensa, dulces sueños. Es un hamacarse entre dimensiones.
Oscilar de un lado al otro; de la lucidez a la oscuridad. Del deseo a la pesadilla.
De extremo a extremo, las páginas se mueven como un péndulo que despide aromas, colores y sonidos. Olor ácido, color grisáceo, sonido seco y elástico. Silencios y texturas.
Es como una nube que lo cubre todo, de punta a punta, inspirando temor al pensamiento.
Resortes secretos bajo los vínculos, bajo redes y trampas; bajo sombras y culpas.
La proyección de un sueño.
Algunas vidas atrapadas y algunas otras atrapantes. Ciertos e inciertos puntos de partida.
Estados de ánimo pesando imágenes que arrastran “normalidad” entre presencias de lo fantástico; entre frases que abruman, que construyen y rompen atmósferas. Ásperas y fuertes.
Deseo sangriento y sangre.
Y lo conocido se va desdibujando con el tiempo, sí, con ese tiempo que nos va empujando a todos hacia afuera. Y, todo, se va convirtiendo en otra cosa, tal vez en polvo.
Una confusión creciente por algo imposible. Un desvanecimiento que vale la pena aunque quedemos suspendidos, por un largo rato, entre karmas de mundos que ignoramos.
Después, podremos retornar a la “vida libre”, a esa “felicidad sin límites” que nos propone el absurdo de la “suprema realidad”.

 

Hablanos del título del libro

Lo más probable es que esté inspirado, espero que un poco reversionado, en alguna lectura que no recuerdo y eventualmente sedimentó en eso. Si tuviera que explicarlo, puedo decir que cuando me hago consciente de mi propia respiración el mecanismo se desautomatiza; y me acuerdo que de chico me daba un poco de pánico la posibilidad de olvidarme de respirar. Algo parecido pasa con el tiempo (o con la forma en que lo medimos, que no es para nada lo mismo), cuanto menos atención le preste, mejor. Los momentos de lectura son de los pocos en que me olvido de mí mismo y de mi reloj. La idea era compartir esa sensación.

¿Podrías reconocer un hilo conductor en estos dieciocho cuentos?

El criterio de selección tuvo más que ver con que los cuentos me gustaran, que se defendieran por sí mismos más que en conjunto. Es mi primer libro y a la hora de armarlo no me sobraba demasiado material. Después vino un segundo trabajo que tuvo que ver con el orden. Recién ahí empecé a pensar cómo conectaba un cuento con otro, en los diferentes recorridos que se podían llegar a trazar. En el medio volaron algunos textos y se sumaron un par nuevos que reforzaron la vertiente fantástica, que en un sentido era una sorpresa, un registro nuevo para mí; y que en el libro traté de concentrar más sobre el final, en la segunda mitad, tratando de generar un enrarecimiento progresivo. Además de preocupaciones en común, como la familia, el paso del tiempo o ciertos miedos, creo que hay un tono que recorre todos los textos, aunque haya una variedad amplia de registros. Creo que uno escribe lo que puede, no lo que quiere, y aunque cuentes una invasión extraterrestre o un partido de fútbol va a haber preocupaciones y formas de mirar en común.

¿Qué podés decirnos sobre esta galería de personajes?; ¿cómo se acercan ellos a vos, o vos a ellos?

Para construir un verosímil necesito creer, en un punto, que ese mundo es real, aunque en sentido figurado, que tiene una lógica independiente de la que yo pretenda imponerle. Tengo que fingir que los personajes son seres autónomos y espontáneos, y para que surja la espontaneidad hay que darle espacio, aguantarse las ganas de saber adónde va esto, o qué significa. Otra clave es no opinar, solo contar. La opinión queda para los lectores. En particular, me interesan los cuentos con narradores que en la vida real serían monstruos, como los padres de La quinta o la familia de Los ojos de Miguel. Personajes que podrían salir en los diarios y seguro denostaría leyendo el título, sin siquiera ojear el cuerpo de la nota, como si tuvieran esa única dimensión. Pareciera que estamos un poco entrenados para juzgar, para ponernos sobre el otro y marcar sus errores, la literatura es un buen ejercicio para buscar otros puntos de vista.

Los relatos son inquietantes y, obviamente, responden a una idea, a una intención, a un deseo;¿podemos hablar de ello?

Hay una intención de inquietar, claro. Es algo que tiene que ver con de dónde vienen las ideas, o el material con el que trabajo que suelen ser ciertas fantasías oscuras. En un punto todos escribimos de nosotros mismos, pero es más interesante preguntarnos qué podríamos llegar a ser que qué somos. Y ese campo de posibilidades suele ser un terreno oscuro. Lo que tienen las situaciones siniestras es una fuerza dramática que por sí misma le puede dar sustento a un relato, además de que suelen generar empatía porque hay inquietudes que están en el imaginario colectivo. Después depende de cómo se lo estructura, del punto de vista que se elige, de lo que se cuenta y lo que no. Las elípsis son muy importantes, especialmente en un relato inquietante. Tiene que haber agujeros para que el lector proyecte lo que le parezca. En el libro hay dos o tres momento particularmente fuertes que están elipsados pero siguen ahí, incluso con más fuerza que si los hubiera contado.

Los cuentos tienen una segunda lectura y nos enfrentan con varias realidades.¿Es un efecto buscado?

En un sentido es natural, la realidad se presta a varias lecturas. Al empezar a escribir un relato, de todas formas, eso no está en primer plano. Pero sí a la hora de corregir. Suelo borrar mucho, coordenadas que al principio necesito para ver el espacio y entender ciertas cosas, y que luego saco como si fuesen un andamiaje. También algunos juicios, que siempre se deslizan, especialmente si están enunciados de manera poética, bella. Desconfío de las frases citables porque tienen pretensión de verdad absoluta e interpelan al lector en un único sentido. Me interesa más la empatía incómoda, las cosas de las que no nos queremos hacer cargo. La razón de ser de un cuento, o una de ellas, es ampliar el entendimiento que tenemos de determinada cuestión, no cerrarlo sobre un punto en particular. Escribo y leo sobre lo que me interesa conocer, no sobre lo que ya sé.

¿Qué características podrías destacar en lo que hace a tu proceso de escritura?

Cada uno tiene su método, creo que el mío es el trabajo. Todos los días me siento a escribir un par de horas, cuanto más mejor. Si existe el talento, yo no lo tengo. Todos tenemos ideas pero hay que escribirlas, corregir, darles tiempo, corregir más, pedir opiniones a colegas, amigos. En lo que hace al proceso en sí, las ideas aparecerse cuando quieren. Las anoto o me quedo pensando, sumando detalles. Siempre hay un momento en el que si no se le da un poco de cuerpo, la idea se evapora. Empiezo despacio, tratando de ver todo lo que pueda, escribiendo mal y con torpeza. Cuando ya avancé lo suficiente, empiezo a intuir de qué trata la historia y cómo termina. Trato siempre de terminar los primeros borradores de un tirón, si la extensión lo permite, porque hay una sensación que quizás luego se pierda. Y que de hecho se pierde casi seguro cuando uno empieza a corregir y lee el texto dos o tres veces por día. Superar esa frustración y tratar de verlo con los ojos de los demás es parte del trabajo. Lo que no implica que todo cuento flojo pueda convertirse en algo bueno, también hay que saber cómo abandonar algo que no funciona. En esas ocasiones me da la sensación de que estuve perdiendo el tiempo, pero siempre hay algo que queda y que después resurge en otro relato.

¿Qué elementos resultan imprescindibles al tiempo de parir una determinada atmósfera que sea propicia, según el tipo de relato?

La atmósfera depende directamente de lo que se esté contando, lo que no significa que la encuentre cuando empiezo a escribir. Seguro hay muchas variables para un mismo cuento, el tema es encontrar la que, al menos en el momento, resulta más ajustada. Un cuento puede ser muy diferente dependiendo del día en que me siente a escribirlo. Trato de ser lo más fiel posible al relato, a lo que pide, pero mis opiniones y puntos de vista van cambiando, incluso con los días. He reescrito cuentos que no terminaban de convencerme modificando casi todo, personajes, peripecias, espacios. La misma idea pero en circunstancias diferentes.

¿Qué opinión te merece la academia?

Si te referís a la academia como formadora de opinión, en todos los ámbitos hay profesionales que marcan tendencias y que estudiaron para eso. A la vez, siempre hay una corriente por fuera, como un río subterráneo, que es el que alimenta a ese otro en la superficie. La academia a veces pone a la literaura en un pedestal, se leen textos canónicos, analizados por críticos canónicos, y eso pone a un libro en el lugar de obra acabada, de objeto unívoco. Más allá de eso, el estudio y la investigación se merecen todo mi respeto. Y no le veo sentido a pelear con esa rigidez, toda disciplina tiene sus vicios. Se puede estar de acuerdo o no en cada caso particular, se puede expresar ese acuerdo o desacuerdo, pero hasta ahí llego.

¿Alguna experiencia personal en materia de talleres literarios? Te pido una opinión al respecto.

Taller hice dos veces. Hace unos cuantos años con Alejandra Zina, y después con Fernanda García Lao. De las dos aprendí muchísimo. Con Alejandra estaba recién empezando a tomarme en serio esto de escribir y todos mis textos estaban llenos de fallas de principiante. Siempre cometía el mismo error, que supongo es bastante común: si algo estaba flojo lo abandonaba y seguía con otra cosa. Hay un par de cuentos del libro que salieron de ese taller. Tuvieron muchas correcciones a lo largo de los años pero las primeras versiones la trabajé con Alejandra. Al taller de Fernanda llegué después de leer Muerta de hambre, que en muchos sentidos es una novela perfecta, y muy diferente a cualquier cosa que yo pudiese escribir. Con ella aprendí a buscar las particularidades, siempre hacía mucho hincapié en evitar los lugares comunes, que suelen ser más seguros. Empecé a concentrarme en lo raro, a escribir sobre mí, por ejemplo, pero retorciéndome hasta quedar irreconocible. También a dejar de lado cierto pudor que a veces me limitaba, como si hubiese cosas sobre las que no hay que escribir. Cuando empecé el taller venía trabajando solo desde hacía rato, y me sirvió mucho para mostrar ese material e ir ganando confianza. Otra cosa muy importante es saber escuchar, aunque uno no esté de acuerdo con las opinones, las lecturas de los demás aportan una perspectiva que quien escribió el texto no puede tener nunca. El grupo que se armó en el taller de Fernanda, además, fue muy bueno. Tener amigos que se dedicaran a lo mismo que yo fue un incentivo enorme.

¿Cuándo y cómo despierta en vos esta vocación?; ¿cuáles fueron tus primeras lecturas?

De chico leía bastante, desde Elsa Bornemann hasta Julio Verne, pasando por la colección completa de Elige tu propia aventura. No sé de dónde saqué la costumbre porque en casa no abundaban los libros. Mi papá es médico y mi mamá abogada. Pero creo que convertirse en lector, si existe tal cosa, y más allá del azar, tiene que ver más con la personalidad de una persona que con sus influencias. La lectura es la excusa perfecta para abstraerse y estar solo, al punto de que no sé qué viene primero. Tampoco recuerdo si fantaseaba con escribir. Un escritor, para mí, era un semidios que sabía y entendía todo, estaba demasiado lejos. Puede que de ahí venga la admiración por la literatura, que luego tuve que demoler al ponerme escribir. Desacralizar es el primer paso.

Hablanos de tus influencias literarias y de tus actuales preferencias.

Es difícil rastrear qué influyó sobre lo que escribo, pero sí tengo libros y autores a los que suelo volver. Carver, Cheever, Kelly Link, Shirley Jackson, Donleavy, Matheson. Desde hace un tiempo leo a muchos contemporáneos argentinos. Falco, Enriquez, Schweblin, Lamberti, Muzzio y Katchadjian son los que ahora se me vienen a la cabeza, todos, más o menos, de una generación anterior a la mía. Pero también están los clásicos; Borges, Cortázar, Di Bendetto, Saer. O un poco más cerca en el tiempo, Liliana Heker, Hebe Uhart, Fogwill, Osvaldo Lamborghini o Fieling, que escribió la novela que hubiera querido escribir yo, El mal menor. Uno de mis favoritos, hoy, es Carlos Gamerro, que pasa de la crítica al cuento y luego a la novela con una versatilidad increíble.

El roce con el elemento fantástico está fuertemente vinculado al nuevo panorama narrativo argentino con obras como la de Samantha Schweblin, Mariana Enríquez, Hernán Vanoli, Federico Falco, Leonardo Oyola, etc. ¿Qué particularidades observás generacionalmente en estos abordajes? ¿Cómo opera el elemento fantástico en tu narrativa?

Creo que en los autores que nombrás hay varias corrientes, me cuesta más ver el punto en común que las diferencias, lo que no significa que no trabajen todos en un terreno más o menos similar, solo que tal vez no esté tan a la vista, y creo que eso es bueno. Quizás se puedan ir conectando como una línea de puntos. Oyola se junta con Vanoli en el registro un poco delirante y algo paródico de la cultura de masas, en la imaginación desbocada; y con Enriquez en el interés por lo marginal, en un registro un poco noir del interior, de la periferia de la capital. Falco y Schweblin tienen un abordaje más clásico, incluso elegante, que también comparten en cierta forma con Mariana Enriquez. Los tres (quizás los cinco) trabajan el cuento clásico, cada uno con sus variantes. Falco, al menos en su último libro, más cerca del relato por acumulación, a lo Cheever, cuentos largos que más que terminar derivan, y de a poco va construyendo una mitología propia, en una Córdoba imaginaria, con sus pinares y sus cielos. Schweblin se concentra más en el engranaje, en que cada resorte cumpla una función y el cuento, aunque con su particularidad, quede más o menos cerrado. Que todos trabajen el fantástico no es casualidad, porque la gran mayoría de nuestros escritores incursionan en ese terreno en un punto u otro. Lugones, Macedonio Fernández, Quiroga, Borges, Cortázar, Aira y un largo etcétera.

 

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