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Un flash en el vacío

Tomás Downey fue finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez con su primer libro, Acá el tiempo es otra cosa.

 El libro tiene cuentos cortos, es cómodo, flaquito, parece inofensivo, se llama Acá el tiempo es otra cosa y no hay mejor manera de describirlo que pidiéndoles por favor que no lo intenten leer. Más todavía: que ni se le acerquen. “La poesía impacta como la presencia del mal”, ha dicho Borges, y Tomás Downey, su autor, es eso; es poesía. Es el mal.

El miércoles 2 de noviembre se entregó en Bogotá el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. El premio se lo llevó el colombiano Luis Noriega, pero la Argentina se llevó un logro nada menor: fue el único país que obtuvo dos finalistas. Tomás Downey, sobre el que acá se escribirá, y Samanta Schweblin (por Siete casas vacías), la Barcelona de Guardiola de todo premio literario que titile por ahí. La lista de finalistas la completaron el español Gonzalo Calcedo (con Las inglesas), el guatemalteco Eduardo Halfon (con Signor Hoffman) y el colombiano Luis Noriega (con Razones para desconfiar de sus vecinos), el único artista local y finalmente el ganador. A diferencia de los demás, Downey ha publicado un solo libro, las 18 historias por las que viajó hacia allá. Historias en las que un sueño inicial se agrieta, se descompone, historias en las que la oscuridad nos pone a prueba porque cualquier cosa puede pasar. Cualquier cosa es, justamente, cualquier cosa: un pibe planta en la maceta de su departamento una semilla que le compró a un vendedor callejero y al otro día se encuentra con un caballo creciendo ahí. Un nene obnubilado con una compañerita de colegio la encierra en un baño, la hiere con un bisturí, la acuesta y le bebe la sangre en lo que es, escrita como Downey la escribe, una pintura horrorosa y fenomenal. Son historias llenas de brea, de poesía y redención. En un cuento llamado Astronauta, un hombre que no tiene gravedad debe vivir pegado al techo de su departamento, un delirio que termina con un cuadro inmortal: el abrazo que él y su mujer intentan darse cada día. Editado el año pasado por Interzona y ganador en 2013 del Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes, los cuentos de Acá el tiempo es otra cosa son cuentos que ensucian; no se sale limpio de ahí.

“Lo dijo Federico Falco (escritor cordobés, autor de Cielos de Córdoba, 222 patitos, La hora de los monos) cuando presentó el libro: son cuentos que tienen algo así como una epifanía negativa”, me dice ahora Downey, tomando una cerveza en un bar. “En mi caso, yo los siento como si me asomara al vacío. ¿Y qué hay en el vacío? Nada, quizá, pero ¿qué más tentador que asomarse ahí? ¿Y qué nos sucede cuando lo hacemos? ¿Viste cuando te viene una imagen, un flash? De cualquier cosa, no importa. Nadie sabe por qué sucede eso, qué nos quieren decir esas imágenes, cómo fue que de repente estás caminando por la calle y se te aparecen los ojos de un nene que tiene un problema motriz y está mirando, inerte, a sus papás. ¿Y hasta dónde llegás si te metés en esos ojos? ¿Qué hay detrás? Bueno, yo voy y trato de averiguarlo, lo escribo (así le salió el cuento Los ojos de Miguel), y aunque a veces no sé qué es lo que estoy haciendo, no importa: yo confío en el lenguaje. En su incapacidad”.

Downey tiene 32 años y trabaja en un juzgado. Lo del abismo y la incapacidad lo entenderemos mejor en un rato, cuando nos traiga la cuenta el mozo del bar y leamos que nos ha salido ciento cuarenta pesos la única cerveza que se pidió. Downey mira el papelito y pone la cara de un lector suyo, alguien que se envuelve en sus cuentos por primera vez.

“En el realismo más brutal, y también en el fantástico más sorprendente, los cuentos de Acá el tiempo es otra cosa revelan un mundo extraño y un narrador sólido, con un control notable pero capaz de momentos de intensa locura”, lo presenta Mariana Enriquez en la contratapa del libro. Como el uruguayo Mario Levrero, que desestimaba la ciencia ficción porque creía que si sucedía en la mente entonces ya era cierto, ya estaba ahí, a Downey le pinta una imagen, la sopla y, puf, la hace realidad. Alrededor de ella, después, se forma la vida, que es lo mismo que decir la perversión, la desintegración, el cariño, la belleza, la muerte, el amor, la oscuridad. En un punto, Downey no es escritor: Downey es pintor. Es el director de fotografía que te resalta la belleza de la sangre en la nieve, mientras vos, hipnotizado, no entendés cómo eso puede ser tan hermoso, tan vital. “La literatura te pasea por tus propias zonas oscuras”, dice. Downey no nos tiene miedo, él simplemente prende la linterna y empieza a caminar.

Hay un cuento que se llama “Mamá” y que también tiene la luz y la oscuridad de la mayoría. En la primera línea, el narrador dice: “Se acaba de morir”. El narrador es el hijo de mamá, la señora que acaba de palmar. Mamá está sentada en un sillón de dos o tres cuerpos y su hijo quedó al lado de ella. Enfrente está el papá, o sea el marido (ex marido) y, de espaldas, la hija, que todavía no vio lo que hay que ver. Cuando lo hace, nada pasa: no hay llanto, no hay escándalo, desesperación. Obviamente, nadie sabe qué hacer. Hasta que el pibe cuenta: “De repente percibo un aroma ácido. Me da ganas de fumar. Aunque dejé hace seis meses, me paro para agarrar un cigarrillo del atado de mamá. Ella pierde su punto de apoyo y se desliza lentamente hacia la horizontalidad. En el instante en que su cabeza toca el almohadón, un sonido áspero, casi inaudible, se eleva en el aire junto con una nube de ceniza.

“Mamá se deshace.
“Puff”. 
¿Puff? 
¿Puff? 
Escuchame una cosa, Downey, ¿cómo puff?

[Jordan]

Pero es puff: mamá desapareció, mamá es, una oración después, “una pequeña pila de cenizas” a los pies de un sillón. Como en otros cuentos, algo se pierde, se descontrola. En “La nube” es una familia. En “Cavayo”, un amor. Acá, tu vieja acaba de palmar al lado tuyo y una oración después, hecha cenizas, entra en un bol de manís. Cada uno sabrá qué hace con eso, qué recuerdo le disparará. La cosa fue que Downey empezó a tirar del hilo y el lenguaje –su incapacidad– lo llevó hasta acá: un párrafo más tarde están todos a la mesa, una tía que vivía en el mismo edificio acaba de llegar y trajo un tupper con empanadas, mientras que, en otro, han guardado las cenizas de mamá. Así que en el medio de la mesa están ahora los dos: el tupper de las empanadas, el tupper de mamá. Y entonces, como en Plaza Constitución renovaron no sé qué aviso de cigarrillos rubios la mañana que Beatriz Viterbo murió, alguien, ahora, debe dar la señal. Alguien debe comer la primera empanada, consentir que el mundo avanza sin mirar nunca hacia atrás.

Y entonces, mientras vos ya creés que a Downey le falla –y tal vez sea así–, el cuento termina con una escena celestial. El papá, el hijo, la hija y la tía han subido a la terraza. El imposible cielo los cuida. Hay una nube, las cenizas, un rayo de sol. Seis páginas después, lo que fue dolor y desconcierto es ahora amor, memoria, redención. “Hay escritores que saben lo que hacen. Yo, la verdad, no”, dice Downey. Y lo que hace, al darle vida a fantasías oscuras, es, quizá, iluminar su revés: que esos momentos buenísimos que después se alteran (“Pía los miraba sonriendo y yo pensaba que sí, que teníamos una linda familia”, escribe en el comienzo del primer cuento, “La nube”) son los que más hay que vivir, cuidar, disfrutar. Ya después vendrán la plaga, el descontrol: ya vendrá el tiempo en el que no sabrás qué hacer, el tiempo en el que te preguntes quién sos vos.

“Oscuros, molestos, perversos, cariñosos; padres separados, hijos, muerte, renacimiento, desintegración; la violencia de García Lao, la perversidad de Venturini, la extrañeza de Schweblin”, le muestro a Downey algunas cosas que anoté con lápiz en su libro. En un punto, me agrando: hablamos de un libro que yo también escribí. Downey me dice que bueno, gracias, pero que nada que ver. Y cita: “Raymond Carver, Lydia Davis y Kelly Link son los que escritores que más me fascinaron. Con García Lao hice un taller: es una genia, te ayuda a que confíes en cualquier cosa que escribas, te suelta muchísimo”.

Lo escribí al principio pero recién sucede ahora: pedimos la cuenta de la cerveza, nos la traen, leemos ciento cuarenta mangos, nos miramos como Mingo y Aníbal cuando vienen los fantasmas, puteamos, pagamos, encaramos hacia la puerta del bar. Después de saludarnos Downey se va por la avenida. Yo, quieto, me quedo ahí. Todavía tengo su libro en una mano. Hace una semana que tengo su libro en una mano. Soy, pienso, un personaje de él. Un tipo que abrió un libro con entusiasmo, con alegría –con cordura–, y no puede, ahora, escaparse de él: no lo puede soltar. Dieciocho cuentos después, un ejército de palomas negras viene hacia mí.

Por Ignacio Fusco

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