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Un médico enloquecido y un bisturí letal: el brutal femicidio que cambió la historia de Brasil para siempre

“El don del crimen”, de Marco Lucchesi, es un policial atrapante que tensa los límites entre realidad y ficción a partir de un escabroso caso real del siglo XIX que inspiró la célebre novela de Machado de Assis, Don Casmurro Por René Salomé

Hay crímenes que, ya sea por sus complejidades o el contexto en el que se perpetraron, no se resuelven hasta mucho tiempo después, cuando ya no quedan víctimas ni victimarios que puedan presenciar el accionar de la justicia. Este es el caso del femicidio de doña Helena Augusta a manos de su marido, el prestigioso médico José Mariano da Silva, ocurrido en el Brasil del siglo XIX.

Este caso atroz, en el que motivado por los “celos” el profesional de la salud asesinó a su esposa con un bisturí, conmocionó a Brasil y llegó tanto a las tapas de todos los diarios de la época como a la literatura: inspiró relatos, folletines y hasta la mayor novela de Machado de Assis, Don Casmurro.

Ahora, dos siglos más tarde, también inspiró al escritor, expresidente de la Academia de Letras de Brasil y activista brasileño Marco Lucchesi, que tomó este caso real y, tras una exhaustiva investigación, lo volcó a la ficción en su novela El don del crimen, primera entrega de su celebrada Trilogía de Río de Janeiro.

Editado por Interzona, El don del crimen es un policial atrapante que tensa los límites entre verdad y ficción, así como ofrece una lúcida disección de la desigualdad y la justicia patriarcal en el siglo XIX y sus continuidades en la actualidad a partir de un femicidio que cambió el derecho y la historia de Brasil para siempre.

Así empieza “El don del crimen”

El doctor Smichdt de Vasconcelos me sugirió que escribiera un libro de memorias. Sería una forma de no dejar en blanco mi pasado, además del beneficio de espantar los males de la vejez. No todos, que son muchos, algunos, tal vez, algún residuo. Decidí seguir su consejo, no sin temores e incertidumbres, frente a un pasado cuyas imágenes se revelan confusas e imperfectas, como si fuese un mosaico inacabado, espejismo de lo que fui o dejé de ser.

Busco refugio a la sombra de los estantes. Llenos de libros y remedios, filosóficos y alopáticos. Mi pobre estómago hecho pedazos, los riñones rotos, los ojos miopes y astigmáticos. Siento una fuerte atracción por la homeopatía, argumento de peso para liberarme del alto costo de los venenos suministrados por el doctor Schmidt. Prefiero agua de tilo y flor de naranjo a un solo gramo de morfina. La semana pasada fui por primera vez a la farmacia de los discípulos de Hanehmann, aquella de la calle de los Ourives. La charla de los clientes es pavorosa, como si fuesen una pandilla de alienados. ¿Pero qué importa, si la homeopatía avanza con pasos lentos, pero por ello eficaces, sin agredir el bolsillo y los demás órganos?

No se asuste. Prometo no describir una hilera de achaques. Tengo urgencias mayores. ¿Mi tema predilecto? Senos y glúteos. No puedo ni deseo curarme de tal vicio encantador. Gusto inmenso de las pesquisas y juego al ajedrez horas al hilo en Cosme Velho. Apuesto en las carreras de caballos y no soporto la historia de Roma, que no pasa de ser un circo de horrores. Me inclino delante de las cartas de Séneca y de las ruinas del Capitolio. Comencé a estudiar griego.

Leo la oración de Renan sobre la Acrópolis. Pero basta de antiguallas. Quedamos polvorientos con ellas y no es necesario aumentar mi antigüedad con otras mayores, que me arrancan del diálogo con los mediocres del presente: griegos, italianos, brasileños. No los odio en sí mismos, sino porque despiertan al pequeño Sílvio Romero que me habita. Ando intolerante con el mundo. No paso de ser un irreverente. Tengo fe en que la homeopatía promueva el equilibrio de los humores, corrigiendo la bilis negra.

No me casé. Vivo con Graziela, gata malhumorada que me adoptó. No tuve hijos y los pocos amigos desaparecieron. ¿Hubo incluso alguno? Tengo muchos libros y no pocas dudas –ambos aumentaron en el fin de la monarquía–. Paseo entre los volúmenes de historia y poesía, ensayos metafísicos y novelas sin pudor. Sade y Agustín viven juntos en la calle de los Andradas, en la parte occidental de la biblioteca, cerca de la cesta en la que duerme la gata.

Nadie se ofenda con la insólita intimidad. Sade, Agustín y Graziela. No paso de ser un hereje, un agnóstico empedernido, lejos de cualquier afinidad con los discípulos de Comte. Prefiero el cielo de Blanqui, mil veces superior al escuálido sistema positivo. Amo los Pensamientos de Pascal y mi espíritu reposa en la desesperación del Eclesiastés. Sé pocos versos de Leopardi y apuesto por la belleza de las ventanas delante del infinito. Saudade de los viejos patios. De las noches de luna en Niterói. ¿Pero a dónde vas a parar, viejo poltrón, con quejidos y saudades de señorita? ¡Un poco más de entereza!

Confieso que ando sin fuerzas. Pongo todo en la cuenta del tedio, más que en la de la edad. No pienso en la muerte, pero sí en la belleza de los senos y glúteos. Presumo que ya hablé de eso antes. Importa repetir solamente lo esencial: senos y glúteos. Paso en visita las formas de la Baronesa xxx y de la Viuda xxx. Costaban menos que las polacas, desde que fueran sorbidas en dosis homeopáticas. Cierro los ojos e imagino el torso antiguo de la Vizcondesa de Abrantes, pero la belleza es pasajera como el río de Heráclito. No podemos dormir dos veces con la misma dama. Esa es la razón filosófica por la cual no me casé.

Vivo al contemplar las cosas del mundo. Soy regido por el pasado, pero resisto. Leo a la mañana el Jornal do Commercio, anoto el valor de las acciones y alguna subasta. Me aplico, testarudo, a los artículos de fondo, antes de recibir la visita bisiesta de una señora. Hojeo una novela antes del almuerzo, alrededor de las once, almuerzo frugal, con sobremesa de las monjas de Ayuda. Cigarro, siesta y licor. Al caer la tarde, estoy en la sublime puerta de la librería Garnier. Horas después, heme en los alrededores de la playa de Lapa. Me acuerdo de Camilo de Montserrat en la Biblioteca Nacional, hombre cultivado, que sabía griego y latín, corazón generoso, que el Marqués de Olinda se esmeraba en maltratar. Si hubiera Dios, que guarde al señor Marqués, y lo guarde mal. ¡Pobre religioso! Aquellos días le minaron la salud. A mis ojos era una especie de Matusalén. Y, con todo, se dio conmigo lo que parecía improbable: quedé más viejo que Montserrat.

Soy, como él, un náufrago del tiempo, fantasma sin destino o sin raíz. Sorbo un montón de juventud, cuando evoco los paseos de barco a Jurujuba y las conversaciones con el Vizconde de Taunay. Fuimos colegas en el Colegio Pedro ii y siempre envidié la historia de su amor con la india Antônia. ¿Ese era su nombre? ¡An-tô-nia! Dos viejos libertinos –el vizconde y yo– amigos de Don Pedro, que al final de cuentas...

Otro de mis vicios consiste en asistir al juzgamiento de los crímenes llevados al estrado del tribunal. Buena razón para salir de casa, además del Paseo Público y de Garnier. ¿De dónde me viene tanto interés? Trabajé durante años en juzgados de alto prestigio en la Corte, defendí criminales conocidos, como el hijo del Barón y aprendí con Zanardelli que el patrocinio de una causa mala no solo es legítimo, sino incluso obligatorio; porque la humanidad lo ordena, la piedad lo exige, la costumbre lo amerita, la ley lo impone... y los honorarios convencen, seducen y arrastran, sin que se pueda esbozar una reacción. No niego también la belleza de la estética del jurado, que me encanta, estilo propio de lidiar con la ley y el público.

Perdí una pequeña fortuna con vino del Puerto, mujeres y habanos. No me arrepiento de nada. Abrí mi oficina, después de los cuarenta, en la calle de São Pedro, cerca de Caetano Filgueiras, vanidoso bonachón de la poesía que jamás encontró, o del prefacio despistado, que escribió al libro de Machado de Assis. Trabajé en Aljuve y conseguí arrancar de la prisión a un puñado de facinerosos. No perdí una sola causa, tan maleable se mostraba el aparato judicial, comprometido por un mar de rábulas y licenciados, que repetían máximas de Bentham y Filangieri. No sabían cortar con precisión el nudo gordiano, la manera correcta de salvar a los clientes. ¡Y qué lenguaje intragable! Sufrían de incontinencia verbal. Famélicos de espacio, como los sistemas planetarios de Blanqui, desprovistos, pese a ello, de la misma belleza. Idiotas rematados, sensibles a los cargos, las propinas y oraciones subordinadas.

¿Juristas? No. No. No había quién fuese digno de tal nombre en la esfera criminal. Copiaban siempre. Y cuando escribían en la lengua de Roma era como un latín indeclinable, sublitúrgico, que me gusta definir como tropical y decadente.

El padre de Nabuco era la excepción. No me era simpático, ni yo le inspiraba buenos sentimientos. Me tenía por venal, muy probablemente porque su bufete no era un modelo de éxito. Es forzoso reconocer que defendió la autonomía de las decisiones judiciales, atacando la confusión de las tareas del magistrado con las del jefe de policía. Nabuco era un péndulo, irregular, dividido entre la política y el foro. Tenía tantas deudas como yo. Sus gastos en política eran altos, en tanto que los míos...

Veo al lector curioso preguntando quién soy o quién fui. Digamos que me llamo Nadie. Doctor Ulises. Doctor Cíclope. Como se prefiera. Que cada cual soporte el peso de su propio nombre, lo que no es poco. Una Historia palpita dentro de él y circunscribe nuestra ilusión de estar en el mundo. Después seré apenas un nombre, que se irá a juntar con las fechas. La verdad es sobria como la de la Pia de’ Tolomei en la Divina comedia, cuya vida cabe en un perfecto decasílabo:

Siena mi fe’, disfecemi Maremma. Mi epitafio debería incluir la Corte y Niterói. Presumo. Porque todavía no morí. Y quién me diera terminar dentro de un verso cristalino.

Admito que estoy vivo, pero sé que cuando estas hojas lleguen al futuro, estaré bastante muerto. Si el lector llega al final de estas páginas, rece por mí, por mis huesos, por algunos de mis sosias, o me mande al diablo. Solo no espero la indiferencia de los vivos.

Quién es Marco Lucchesi

♦ Nació en Río de Janeiro, Brasil, en 1963.

♦ Es poeta, escritor, ensayista, traductor, profesor y conferencista.

♦ Es miembro de la Academia Brasileña de Letras, institución que presidió entre los años 2018 y 2021, y fue editor de las revistas Poesia Semper, Tempo Brasileiro y Mosaico Italiano.

♦ Ha recibido varios premios, entre ellos el Premio Alceu Amoroso Lima por su obra poética, el Premio Ministero dei Beni Culturali en Italia y el Premio Jabuti en tres ocasiones.

♦ Traducidos a más de quince idiomas, escribió libros como los poemarios Bizâncio (1997), Clio (2014) y Mal de amor (2022), las novelas pertenecientes a la Trilogía de Río de Janeiro O dom do crime (2010) y numerosos ensayos sobre literatura e historia.

Ganador al mejor libro argentino de creación literaria: "El náufrago sin isla" de Guillermo Piro es la obra ganadora del Premio de la Crítica de la Fundación El Libro 2024