Por G.K. Chesterton. Traducido por Matías Battistón.
Defender cualquiera de las virtudes cardinales hoy en día es tan excitante como entregarse al vicio. Las máximas morales han sido tan discutidas que ahora han empezado a relucir como la más brillante de las paradojas. Y sobre todo (en estos tiempos de idealismo egoísta) quien defiende la humildad tiene un aire inexpresablemente degenerado.
No es mi intención defender la humildad alegando razones prácticas. La practicidad es muy poco interesante y, por lo demás, las razones prácticas para ser humilde son abrumadoras. Todos sabemos que la “divina gloria del ego” es muy molesta en sociedad; todos, en la práctica, valoramos a nuestros amigos por su modestia, su frescura, su sencillez. Sea cual fuere la razón, todos respetamos afectuosamente la humildad. La ajena, claro.
Pero la cuestión no es tan sencilla. Si la humildad solo se justificara por ser conveniente en sociedad, podría terminar siendo trivial y pasajera. Los egoístas quizá sean los mártires de una causa más noble, que agonizan por un ideal más arduo. A juzgar por su relativa incomodidad a la hora de tratar con terceros, esta parece una hipótesis razonable. Si queremos analizar la humildad, hay algo que debemos ver desde una perspectiva intrínseca, eterna. La nueva filosofía de la autoestima y la autoafirmación dice que la humildad es un vicio.
Si esto es cierto, claramente se trata de uno de esos vicios que forman parte del pecado original. Con la precisión de un reloj, la vemos aparecer cada vez que vivimos alguna de las grandes alegrías de la vida. Nadie, por ejemplo, se ha enamorado sin entregarse a una orgía de humildad. Toda persona normal con sangre en las venas, como un colegial, disfruta siendo humilde cuando descubre la idolatría. También dicen, tanto sus defensores como sus críticos, que la humildad es un fruto específico del cristianismo. La verdadera razón de esto, harto evidente, suele pasarse por alto. Los paganos ponían énfasis en la autoafirmación porque la esencia de su credo radicaba en que sus dioses, a pesar de ser fuertes y justos, eran místicos, caprichosos, hasta indiferentes. Pero la esencia del cristianismo era, literalmente, el Nuevo Testamento: un pacto con Dios que le permitió a los hombres alcanzar la salvación. Se sintieron seguros; se arrogaron palacios de perlas y plata en nombre del Omnipotente; se creyeron ricos, bendecidos de un modo irrevocable que los ubicaba por encima de las estrellas; y entonces descubrieron la humildad.
Este es apenas otro ejemplo de la misma paradoja inmutable. Las personas seguras son siempre las humildes. Esta instancia particular sobrevive en los evangelistas callejeros. Son irritantes, claro, pero nadie que los haya observado con atención podrá negar que eso se debe a dos cosas: a su risa irritante y a su irritante humildad. Esta combinación de alegría y postración es demasiado universal para pasarla por alto. Si la humildad ha caído ahora en el descrédito, cabría señalar que ese descrédito coincidió con el gran colapso de la alegría en la literatura y filosofía de hoy. Los hombres han revivido el esplendor de la autoafirmación griega, y con ella la amargura del pesimismo griego. Ha surgido una literatura que nos ordena arrogarnos la libertad de un dios a la vez que nos representa como sórdidos lunáticos a los que habría que encadenar como perros. Es un panorama curioso, no cabe duda. Cuando estamos realmente felices, nos creemos indignos de la felicidad. Pero cuando exigimos una emancipación divina, al parecer estamos convencidos de no ser dignos de nada.
La única explicación posible es que la humildad tiene raíces infinitamente más profundas de lo que supone el hombre moderno; que es una virtud metafísica, casi podríamos decir matemática. Probablemente la mejor manera de demostrarlo sería analizar a quienes con toda franqueza desdeñan la humildad y afirman que su mayor deber es expresarse y perfeccionarse a sí mismos. Es común que esa gente, siguiendo un proceso completamente natural, lleve sus grandes dotes culturales, intelectuales o morales a una notable perfección, aislándose poco a poco de todo lo que consideren por debajo de su nivel. Ahora bien, aislarse de las cosas no tiene nada de malo, pero sí implica algo muy simple: que todo aquello de lo que nos aislamos también se aísla de nosotros. Cuando cerramos la puerta por el viento, sería igual de cierto decir que el viento es el que nos cierra la puerta a nosotros. Sean cuales fueren las virtudes a las que conduzca el egoísmo más triunfal, nadie puede pretender que realmente conduzca al conocimiento. Echar a un mendigo cuando viene a nuestra puerta quizá no tenga nada de malo, pero hacer de cuenta que conocemos todas las historias que podría habernos contado es ridículo, y prácticamente eso es lo que pretende el egoísmo que ve en la autoafirmación el camino al conocimiento. Un escarabajo puede ser inferior al hombre o no, es algo que todavía debe probarse; pero aunque fuera diez mil veces inferior, lo cierto es que probablemente exista una manera escarabajesca de ver las cosas, que el hombre desconoce por completo. Si quiere descubrirla, es difícil que lo logre regodeándose continuamente del hecho de no ser un escarabajo. El exponente más brillante de la escuela de pensamiento egoísta, Nietzsche, con una lógica letal y honorable, admitió que la filosofía de la autosatisfacción conducía a mirar por encima del hombro a los débiles, los cobardes y los ignorantes. Mirar así las cosas, desde arriba, puede ser una experiencia encantadora, solo que no hay nada, de una montaña a una coliflor, que realmente pueda verse desde un globo aerostático. El filósofo del ego lo ve todo, sin duda, desde un cielo impoluto y excelso, solo que lo ve todo escorzado o deformado.
Ahora bien, si imaginamos que un hombre en efecto quisiera ver, hasta donde fuera posible, todo tal cual es, ciertamente procedería de un modo muy distinto. Trataría de ignorar por el momento esas particularidades personales que tienden a separarlo de lo que estudia. A un hombre, por ejemplo, le cuesta examinar un pez sin terminar jactándose un poco de tener dos piernas, como si fueran el último grito de la moda. Pero si uno quiere entender al pez aunque sea aproximativamente, debe superar este dandismo fisiológico. El estudiante riguroso de la moral ictícola no dudará, espiritualmente, en cortarse las piernas. De igual manera, el estudiante de los pájaros anulará sus brazos; el amante de las ranas, de un solo golpe imaginario, se quedará sin dientes; y quien quiera adentrarse en todas las esperanzas y temores de las medusas simplificará su apariencia personal de un modo alarmante. Parecería, entonces, que este gran cuerpo nuestro y todos sus instintos naturales que tanto nos enorgullecen, y no sin motivo, se vuelven más bien una molestia cuando tratamos de apreciar las cosas como corresponde. En efecto, atravesamos un proceso de ascetismo mental, una castración de nuestro ser entero, cuando queremos explorar lo mejor de todas las cosas. Es bueno que cada tanto seamos como una simple ventana: algo claro, luminoso e invisible.
En una obra muy entretenida, que nos hizo matarnos de risa cuando éramos niños, se dice que un punto no tiene partes ni magnitud. La humildad es el lujoso arte de reducirnos a un punto, no algo pequeño ni grande, sino algo sin tamaño, para ver todo en el cosmos como es en verdad: de una estatura inmensurable. Que los árboles sean altos y la hierba corta es un mero accidente de nuestras mediciones y nuestra propia estatura. Pero para el espíritu que se ha despojado por un momento de sus propios estándares temporales, la hierba es un bosque eterno, poblado de dragones; los guijarros del camino son montañas increíbles, amontonadas una sobre la otra; las flores de diente de león son fogatas gigantescas, que iluminan las tierras circundantes; y los brezos que coronan los tallos son como planetas en el cielo, cada cual más alto que el otro. Entre madera y madera de una verja hay nuevos y terribles paisajes: aquí un desierto, sin nada salvo una única piedra deforme; allí un bosque milagroso, donde todos los árboles florecen por encima con los tonos del amanecer; ahí un mar lleno de monstruos que ni Dante se hubiera atrevido a soñar. Esto es lo que ve quien, como el niño del cuento de hadas, no tiene miedo de volverse pequeño. En cambio, el sabio que deposita toda su fe en la magnitud y la ambición no deja, como un gigante, de volverse cada vez más y más grande, lo que solo puede significar que las estrellas se vuelven más y más pequeñas. Mundo tras mundo van tornándose insignificantes para él; así se pierde toda la intricada y apasionada vida de las cosas comunes, como nosotros nos perdemos la vida de los infusorios si no tenemos microscopio. Se eleva sin cesar a través de eternidades desoladas. Quizá encuentre nuevos sistemas y los olvide, quizá descubra universos desconocidos y aprenda a despreciarlos. Pero la visión imponente y tropical de las cosas como realmente son –las margaritas gigantescas, los dientes de león que eclipsan el cielo, las grandes odiseas de océanos de extraños colores y árboles de extrañas formas, de polvo como ruinas de templos y vilano como restos de estrellas–, toda esa visión colosal se extinguirá con el último de los humildes.