La primera vez que tomé contacto con Ulises, la obra maestra del escritor irlandés James Joyce (1882-1941), fue por pura casualidad y por una curiosidad. Leía una entrevista de Emir Rodríguez Monegal con Juan Carlos Onetti cuando llegaron al problema del “narrador hombre” que tiene que escribir para mostrar “al personaje mujer por dentro”.
Rodríguez Monegal comentó que no había ninguna novela de Onetti en la que el personaje principal fuera una mujer. Onetti asintió, pero recordó que en La vida breve “hay eso que llaman un monólogo interior” en que una mujer está hablando de un hombre. “Ahí se muestra a la mujer por dentro, desde el punto de vista de ella”, agregó.
El crítico literario y ensayista insistió acerca del problema que supone para un escritor ponerse en el lugar de una mujer, recordó que algunos lo intentan y fracasan, como Horacio Quiroga, y otros ni siquiera se toman el trabajo. Onetti cerró entonces la cuestión al decir: “Para mí el mejor ejemplo es el de Joyce. El monólogo final del Ulises, de Marion Bloom, yo no sé qué fuerza de autenticidad tiene, pero confío muchísimo en la que tiene”.
Fui a comprar el Ulises a la librería Monteverde (El Palacio del Libro), en la calle 25 de Mayo, y conseguí la edición de Lumen en dos tomos (tercera edición, 1979). La traducción fue hecha en 1946 por el español José María Valverde y fue la segunda de la gigantesca obra al español. La primera fue realizada por el escritor argentino José Salas Subirat en 1945. Me fui de vacaciones quince días con el libro bajo el brazo.
Al sopesar las 1.040 páginas de la obra, de la que en principio sólo me interesaba el monólogo de Molly Bloom, pensé en saltearme el resto, pero algo interior me lo impidió, ya que esas cuarenta páginas correspondían al capítulo 18, el último del libro. Saqué la cuenta rápida de la cantidad de páginas divididas por los quince días de mis vacaciones y me di cuenta de que si quería terminarlo en ese lapso debía leer unas setenta páginas por día.
Y así fue. Cuando terminé de leer el Ulises, lo primero que pensé fue que en algún momento, más tarde o más temprano, debía volver a leerlo. Sin saber bien qué cosas, me di cuenta de que era una obra intrincada, nada sencilla, y estaba seguro de que se me habían pasado por alto muchas referencias, que en lugar de desanimarme me entusiasmó conocer, me despertaron una nueva curiosidad.
Como el propio Valverde escribió en el prólogo, “lo relatado en Ulises es sencillísimo, y aun vulgar: la dificultad del libro radica en que su autor, como gran poeta que es, aunque en prosa, tiene una viva memoria verbal –incluso auditiva–, y no sólo incorpora las innumerables asociaciones lingüísticas que hay en su mente –citas literarias, trozos de óperas, canciones, vocablos extranjeros, chistes y juegos de palabras, términos teológicos y científicos–, sino que supone que su lector ha de tener el mismo don de buena memoria. Y hasta un archivo de recuerdos sonoros”.
Con el deseo de llegar al monólogo de Molly, la esposa de Leopold Bloom, recuerdo la lectura de Ulises como una carrera contra reloj. Cuando llegué al final de ese maratón de quince días, quedaron grabados en mí algunos personajes y sucesos del libro, y un gran deseo de conocer Dublín, la capital de Irlanda donde transcurren las acciones. Pero, sobre todo, la inmediata necesidad de ir a un punto de partida para adentrarme en la obra de Joyce.
Es que me había salteado –por imperio de la casualidad– la antesala de Dublineses, publicado en 1914, donde Joyce describe la ciudad y sus habitantes en quince relatos y que en forma unánime se considera un ensayo general para escribir Ulises, que finalmente terminó publicándose el 2 de febrero de 1922, el día que el escritor cumplió cuarenta años.
Siempre que se lee a Joyce hay algo bajo la piel del relato, y en el caso de Ulises su intención fue “escribir un capítulo de la historia moral” de su país, según le confesó en una carta a su editor, Grant Richards. También me había salteado, por desconocimiento, la lectura de Retrato del joven artista o Retrato del artista adolescente, su primera gran obra, publicada en capítulos en la revista Egoist a partir de 1914 y como libro dos años después.
Ulises cuenta las peripecias de Leopold Bloom por Dublín durante un día, desde las ocho del 16 de junio de 1904, hasta las dos del 17, aunque el final se prolonga hasta las cuatro. El personaje principal no es otro que un Joyce en edad adulta, en tanto que Stephen Dedalus, licenciado en arte, es el Joyce de la juventud.
Uno de los aportes de Joyce a la historia de la literatura universal fue que cada uno de esos capítulos está escrito con una técnica diferente. “El trabajo, que me impongo técnicamente, de escribir un libro con dieciocho puntos de vista distintos y otros tantos estilos, todos parece que desconocidos o no descubiertos por mis colegas de profesión, más la naturaleza del argumento, bastarán para alterar el equilibrio mental de cualquiera”, contó Joyce, según su biógrafo Richard Ellmann.
Por eso se acepta que fue la obra que cambió el rumbo de la novela –o de la forma de escribir novelas o un relato– en el siglo XX. Las complejidades que ello supone, y que son ciertas, llevó a Jorge Luis Borges a desconfiar de que “alguien haya leído el libro desde el principio hasta el fin”, dándole un dudoso galardón: la obra más comentada y menos leída de la literatura universal.
Joyce recomendaba a sus amigos que antes de abordar la lectura de Ulises leyeran La Odisea, de Homero, pero luego reconoció que lo decía en broma. Sin embargo, los estudiosos de la obra del escritor dublinés han explicado la exacta correspondencia entre ambos libros.
Para seguir ese derrotero recomendamos leer Ulises. Claves de lectura, del argentino Carlos Gamerro, licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires. El propio Gamerro agrega a su título una frase que lo dice todo: “Instrucciones para perderse en el laberinto más complejo de la literatura universal”. Tal vez esa sea la clave para leer Ulises: perderse –o dejarse perder– en ese recorrido de un día por Dublín, desde la torre de Martello frente al mar, las muchachas de la playa, la charla entre amigos, un velorio o el Temple Bar. O en los muchos significados que tiene el relato, alusiones e invitaciones a pensar los temas universales. Repensar la historia, la filosofía, la teología, las creencias y las relaciones humanas.
El libro de Gamerro es el resultado de su pasión por Joyce, traducida en seminarios y cursos sobre Ulises. Pero también de los grupos de lectura particulares que condujo a lo largo de dos décadas, con la finalidad de “ayudar al lector común a acercarse al Ulises”, como reconoció en la introducción del libro. Para Gamerro, el Ulises es una obra para ser leída en voz alta.
Las dificultades que plantea su lectura son superables, pero si el lector sabe de antemano que no está ante una novela que pronto se olvidará y que tiene ante sí el desafío de la relectura, la búsqueda de los sentidos, la necesidad de estar informado. Por ejemplo, ya en el primer capítulo, cuando Buck Mulligan aparece en lo alto de la escalera en la torre de Martello, con una bacía desbordante de espuma, sobre la cual traía cruzados un espejo y una navaja, empieza un diálogo con Stephen Dedalus en el que aparecen las diferencias religiosas entre ambos.
Joyce, quien recibe su formación religiosa de los jesuitas, pronto se separa de la iglesia católica. Según él, los irlandeses no eran dueños de su cultura, de su lengua, ni mucho menos de su mundo material. Tampoco de su mundo espiritual, agregaría Joyce, según recordó Gamerro.
Sin embargo, en la escena del desayuno en la torre de Martello, la que llega con la leche es una anciana. Por un lado, se trata de una reivindicación de la Irlanda rural, pero, por otro, de la cultura céltica, del gaélico como lengua original que ya estaba muerta. Para Joyce, se trata de una construcción forzada de la cultura irlandesa como cultura celta.
En efecto, cuando Joyce se va definitivamente de Irlanda, en 1912 –ya se había instalado en Trieste, Italia, en 1905–, lo hace porque no puede soportar el nacionalismo intransigente, el provincialismo y la estrechez de miras que paralizaba todas las manifestaciones culturales irlandesas, en particular las literarias, como señaló José Antonio Álvarez en el Estudio preliminar de poesía completa. Ese hecho influirá en su obra.
El lector encontrará en el Ulises de Joyce un mapa de Dublín que es un mapa de la vida de Leopoldo Bloom, y varios senderos para recorrer. En el primer viaje se quedará con algunas ideas y paisajes que deberá ir sumando para encontrar un todo, si es que al final saca la conclusión de que eso es posible. No podrá descuidar su atención de las constantes ironías que despliega el escritor irlandés, al punto de que él mismo se lo tomó para la broma y dudó de que alguna parte de lo escrito fuera verdadera. Sin embargo, vaya si fueron ciertos los personajes que creó, a los que puso en contrapunto (Dedalus y Bloom), a los que llenó de una densa sustancia.
Como el episodio en el que Stephen camina por la playa, ve los desechos que amontonan las olas que llegan a la orilla y traza un paralelismo sombrío sobre el proceso vital del ser humano, desde que nace hasta que muere. Y en el capítulo paralelo de la mañana de Bloom, Leopold asiste a un entierro y se pone a meditar en el proceso que transcurre desde la muerte hasta el nuevo nacimiento, pasando por la vejez.
Como fue dicho, cada capítulo del Ulises fue escrito con una técnica diferente. El penúltimo, el 17, está escrito en forma de entrevista con preguntas y respuestas. Emerge entonces el humor de Joyce cuando se pregunta acerca de qué hará cuando se jubile. Y se responde que aprovechará para revisar y ajustar los enchufes de su casa, recorriéndola con su caja de herramientas. Así es que el lector podrá ir saboreando tramo a tramo el Ulises hasta llegar al monólogo interior de Molly Bloom.
Es cierto que hay una correspondencia entre La Odisea, de Homero, y el Ulises, de Joyce. Está cartografiada: Telémaco (capítulo 1); Néstor (2); Proteo (3); Calipso (4); Los lotófagos (5); y así sucesivamente hasta Penélope (capítulo 18). Cuando le preguntaron a Joyce por qué lo había hecho, simplemente dijo: “Es mi forma de trabajar”.
Es cierto que le resultó difícil encontrar un editor para Ulises, y la peripecia de llegar al público fue azarosa desde el momento en que fue acusado de pornográfico y censurado. Al fin consiguió una editora en París, la dueña de la librería Shakespeare and Company, Sylvia Beach, y el Ulises vio la luz en 1922.
También es cierto que cuando le preguntaron a Joyce sobre un posible destino para su obra maestra, respondió sin esconder su origen ni su vanidad: “Está escrito de forma tal que si un día Dublín es destruida pueda ser reconstruida leyendo el Ulises”.