Un refugio para los heridos.
I
De la General Paz hacia el Oeste, el universo. Los barrios del Conurbano Bonaerense parecen asumir cierta tradición de la que usufructúa la “civilización y la barbarie”, pues en la obra de Incardona los límites de un paisaje único parecen sobrevolar los fantasmas de tiempos remotos y futuros.
Desde ya, la tierra se mueve, la ciudad alguna vez fue campo y la gente de barrio, gauchaje. La geografía de las afueras de la capital -con su unitarismo a flor de piel- dibuja el contorno de lo que supo ser el seno del federalismo, los mataderos, el “salvajismo”. Pero, ¿hasta dónde los límites de lo marginal?
La patria se hace acá, de este lado, parecieran decir las historias que construyen una saga única y con un estilo singular que el autor de “El campito”, “Villa Celina” y “Rock Barrial” aborda con la precisión de quien crea un submundo consecuente, porque forma parte de él.
En “Las estrellas federales” las tensiones se multiplican. Los años noventa van a traer angustia y desesperación. La tragedia del fin de la historia. Los ochenta son el resultado de todo lo que significó el último golpe militar que sufrió el país. La herida es grande y profunda, la esperanza es un hilo que siempre está a punto de cortarse o anudarse, la nostalgia es un paraíso de los que tienen memoria.
Las fábricas de lo que supo ser “la era industrial” yacen como esqueletos en estado de putrefacción: su vaciamiento las ha convertido en cementerios y, cuando no, en una especie de “Chernobyl” que desplaza a los trabajadores de la humanidad que añoran. La prole está desconcertada y ya ni eso es. Como Samsa -que de hecho es citado en el prólogo: el arquetipo de personaje que en estado de deshumanización recorre las calles del Conurbano mendigando un poco de piedad. Así va Juan Diego, narrador-protagonista-autor, porque hay que hacerse presente en el relato para describir estas cosas.
II
Es posible localizar en “El circo” los espectáculos de los hermanos Podestá, pero también es “Mascaró” una novela brillante de Haroldo Conti en donde el “Círculo del Arca” contiene sus excentricidades del tipo “Mutaciones” que Incardona construye con un simbolismo feroz y realismo desbordante (confieso que casi pongo “delirante” pero eso sería muy Lai), categoría que me apropio y que vengo observando también en las literaturas de Gabriela Cabezón Cámara y Leonardo Oyola (es inevitable citar aKryptonita en esa línea).
La literatura argentina está repleta de grupos, asociaciones, logias, colectivos que imprimen el deseo de lograr algo en conjunto. Es este también el caso. Y va en la línea de “Los siete locos” y los personajes reunidos también simbólicamente por Marechal en “Adan Buenosayres” (Incardona parece ser un gran lector marechaliano y del Adán en particular) como una línea identificatoria que se amplía incluso en “El gran surubí” de Pedro Mairal (sobre todo en el paisaje recorrido, ya sea tierra adentro o agua adentro: las aventuras de un grupo de gente que lucha y resiste por la supervivencia).
La novela se abre con el sugestivo “Fundación mítica de Villa Celina”: pienso que las historias de Incardona son la búsqueda por encontrar el génesis de un espacio superpuesto por el tiempo, como cuando el narrador dice “El bosque era mi propia memoria, el túnel de la muerte de donde nacían mis yoes”. El campito se extiende como la llanura pampeana que desborda el gaucho Martín Fierro, solitario y perseguido por un destino incierto, como Juan Diego cuando huye de las toxicidades que la ciudad escupe sin vacilar.
El inicio del anteúltimo capítulo parece decirlo todo: “No sé si me había muerto o qué, pero de pronto me encontré solo en medio del gigantesco campito. Aquel lugar llamado con diminutivo y sin embargo inmenso era una contradicción. Campito: su nombre definía más al tiempo que al espacio; era el tiempo de la infancia contra todos los lugares. Adelante era atrás; ir era volver”.
Es que “El tiempo existe para que me pasen cosas y el espacio para que no sucedan todas a la vez” decía Susan Sontag y en ese camino los personajes se internan en un paisaje desconocido, no ajeno pero atemporal para su presente. El futuro trae consigo lo novedoso, la incertidumbre a cuestas: las estrellas federales están ahí para recordarnos de dónde venimos y guiarnos hacia dónde podemos ir.
Víctor Torres nació en Tandil, Buenos Aires, en 1985. Es profesor de Literatura y autor del blog “Manifiesto del Lector” donde publica asiduamente, además de los libros “Cuentos para despertarse” (2012) y “Notas en el margen: apuntes de lecturas perdidas” (2015). Ha obtenido varios premios internacionales y participó de diversas antologías literarias. Actualmente coordina talleres literarios y prepara un libro de cuentos de fútbol.