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Washington Cucurto, el escritor del país que la literatura no mira

Sexo, cumbia y marginalidad en un registro que atrapa los bordes del siglo XXI. Escritor y personaje se confunden en un juego que ya trascendió el under.

Por Diego Erlan 
 

La literatura de Washington Cucurto tiene historias de sexo, cumbia, marginalidad; bastante incorrección política y una "prosa poética" de bailanta ("Megabardera, ultratrola, imparable, por eso la quiero tanto, por eso amo a mi ticki cumbiantera"). A su paso, cosecha fanáticos y detractores. Todo, a través de una parafernalia (modesta, pero parafernalia al fin) de marketing que lo señala ya como un escritor maldito. 

Cucurto es Santiago Vega, un quilmeño tímido y grandote de 34 años, ex repositor de supermercados que juega a ser otra persona que inventó o inventaron un grupo de poetas amigos. La anécdota dice que fueron los "18 Whiskys" (Fabián Casas, Daniel Durand, José Villa, Darío Rojo, Juan Desiderio y Mario Varela, entre otros) quienes le regalaron un libro con su poema Zelarayán, y que en vez de decir Santiago Vega decía Washington Cucurto (un chiste por su frase "yo no curto"). Se hizo cargo de la broma y así nació el "monstruo" que saltó del under al establishment editorial. Emecé acaba de editarle su último libro, El curandero del amor, para enojo y envidia de bloggers y escritores. La tapa es una foto de él: el escritor y el personaje.

Tanto en poesía como en narrativa, la experiencia Cucurto es una explosión de música y desfachatez donde hay palabras inventadas, insultos a políticos y reflexiones sobre los maestros (dice sobre Borges: "¿Cómo le voy a creer a un ciego que lee?"). 

En la vereda de su editorial Eloísa Cartonera —que ya va por los cien títulos de literatura latinoamericana—, Vega/Cucurto dobla cartones. De esta entidad ha dicho Beatriz Sarlo que su "gran invención es la del narrador sumergido, es decir, indistinguible de sus personajes". "El personaje —dice ahora Cucurto— me liberaba para novelar, para inventar cosas. Y me editan porque mi literatura llama la atención."

Mientras que Zelarayán (un texto fundamental de la poesía de los 90) oCosa de negros tuvieron el efecto de una bomba molotov, otros textos se diluyen en el chiste fácil, la repetición de historias y una constante autorreferencia. Para él la literatura no es más que un entretenimiento, algo que no merece más importancia que otras cosas. "Me doy cuenta de que lo mío es otra cosa, que es algo anterior a la literatura. Es como una protoliteratura, más cercano al cómic, la televisión, las crónicas de diarios o algo de los blogs. Pero no es una literatura. Literatura es otra cosa: Borges, Di Giorgio, Rulfo, Bolaño.

—¿Por qué ellos sí y usted no?

—Porque tienen... yo-qué-sé, los libros son más pesados, están escritos en serio. Lo mío es más liviano, medio al pasar.

Se ríe de él mismo, de los demás, se contradice una y otra vez. Su nuevo libro incorpora una serie de críticas a su obra, la mayoría lapidarias. Pero las absorbe y las convierte en un eslabón más de su acción cultural: "No importa si hablan bien o mal sino cómo hablan. Prefiero que hablen con fundamento, que digan algo, porque si hablan al pasar es que la lectura no les produjo nada. Creo que en los blogs fue donde mejor me han leído. Para bien o para mal."

En la vida y en la obra de Cucurto, la persona real y el protagonista de todas sus historias se confunden: "Mucha gente, cuando me conoce, se sorprende, no tengo mucha relación con lo que hago, soy bastante callado."

—Al menos sabrá bailar...

—No, yo nunca fui a bailar, no sé bailar cumbia (ríe). Es parte del personaje. No estuve nunca en Paraguay. República Dominicana la inventé yo, antes no existía (ríe otra vez). Hay cosas que son de mi vida y otras que invento. Esa es mi literatura. Ahí hay una invención de algo. Pero estaría bueno que la literatura sea motor de cambio político, intervenga, como en la literatura de Rodolfo Walsh. 

—¿Cree que los intelectuales intervienen?

—Podrían intervenir más. Tendrían que generar más cosas.

—¿Y usted, que escribe libros, se considera un intelectual?

—No, soy un trabajador, che.