Este es un canto de adoración al príncipe de las tinieblas, glorioso tirano cuyo susurro tenebroso aconseja y da forma a los movimientos secretos de nuestra Historia. Una oda y una defensa en contra de la vil propaganda de las iglesias y los moralistas.
Es cierto: hay una disputa entre lo eterno y el tiempo, entre la fría luz enceguecedora de la pureza y la cálida penumbra del infierno. Pero en esta lucha irresoluble por la mente humana, nuestro verdadero aliado es el Diablo y nuestra mejor arma es el pecado: la lujuria es afirmación de la vida; la gula, el deseo de una mejor calidad de vida; la ira, la resistencia frente a las limitaciones; la envidia, la lucha por la justicia y la libertad; la avaricia, el instinto de conservación; la soberbia, una consciencia orgullosa de sí misma; y la tristeza, el estado más delicado de la meditación filosófica.
De esta manera, Vilém Flusser nos enseña en este revelador ensayo que los mayores logros de nuestras mejores instituciones −las ciencias, las artes y la filosofía− nacen de nuestra flaqueza, y no de nuestra pureza. Y es que, como se dice de su Adversario, si el Diablo no existiera, sería necesario inventarlo.
A continuación, un fragmento a modo de adelanto:
La infancia del diablo
2.1. Cómo nació
Cómo nació. Escrito está: en el principio creó Dios los cielos y la tierra. Cada palabra es misteriosa en esta frase. No queremos confundir la mente con los conceptos “crear” y “Dios” en nuestro intento por analizarla. “Dios” no es exactamente un concepto, pues apunta a los territorios de la fe y supera el terreno conceptual del pensamiento. El concepto “creación” contiene un problema de orden ético y estético, y solo podemos abordarlo de manera auténtica como artistas o como santos. Es preferible dejar, provisoriamente, esta complejidad de lado. Lo que queda de la frase citada, a saber, inicio, cielos y tierra, ya nos parece suficientemente difícil.
Estos conceptos nos sorprenden y nos confunden por dos razones distintas. Sorprende por nuestra propia ingenuidad con la cual aceptamos como norma estos conceptos, sin darnos cuenta de su profundo significado. Y nos confunde el hecho de que el gigantesco tesoro de comentarios con el cual la ciencia y la filosofía han adornado la primera frase de la Biblia no logró aumentar o reducir su simple fascinación, que se preservó por todos estos miles de años.
Nuestros sabios han logrado, es verdad, desplazar el inicio cada vez más hacia adentro del pozo abismal del tiempo. Han logrado dilatar, distorsionar y curvar los cielos, y darles dimensiones enteramente inimaginables. Han logrado redondear la Tierra, volverla pequeña y manipulable, y están dispuestos a abandonarla precariamente. Pero el principio sigue siendo el principio: los cielos siguen siendo cielos y la Madre Tierra sigue abrigándonos en su regazo fértil, justo como en el primer día. Sin embargo, algo tentaba a la humanidad desde tiempos primordiales: quebrar los tres límites impuestos por la primera frase de la Biblia o, por lo menos, dilatarlos. Algo incitaba a los hombres a querer ver más allá del principio, a conquistar los cielos con sus instrumentos, o al menos con su espíritu, a liberarse de la tierra en sentido literal o, por lo menos, figurativo. Hablaremos de esos intentos al hablar de la ira.
El diablo nunca se satisface con esas tres cadenas. Nuestra imaginación se niega a esbozar la situación hipotética en la que estos límites serán liquidados por el esfuerzo humano inspirado por el diablo. Un mundo infinito y un mundo eterno superan nuestra capacidad creativa. El diablo ha logrado flexibilizar los límites durante la historia del pensamiento; sin embargo, el espíritu los persigue en retroceso, como un gas en expansión, y sigue encadenado a ellos. En este punto es necesario introducir una consideración curiosa.
Un mundo infinito es eterno e inimaginable, pero un mundo finito es pasajero y, al menos, igualmente inimaginable. El mundo infinito plantea el problema irresoluble de su limitación, y el mundo finito plantea el problema igualmente irresoluble de lo que hay más allá de los límites. Nuestros sabios enseñan actualmente que el mundo es finito. Es inimaginable lo que enseñan. Los fundadores de nuestras religiones enseñaban un mundo infinito. Es igualmente inimaginable su enseñanza. Nuestro intento de flexibilizar los límites es absurdo y, en este sentido, típicamente diabólico. Es el intento de escapar de un mundo inimaginable hacia otro igualmente inimaginable. Es intentar cambiar una irrealidad por otra. Desde este punto de vista, gran parte del esplendor del espíritu investigativo y progresista se pierde. Así, no podemos esperar que nuestros científicos nos aclaren la primera frase de la Biblia y que deshagan el aroma misterioso que la rodea. Cualquier juicio que formulen de ella será tan inimaginable como el juicio opuesto. Nos es impuesta la aceptación ingenua de esta primera frase.
2.1.1. La anterior consideración no devalúa el intento de una interpretación, desde un ángulo distinto, de la frase citada. Es evidente que “en el principio” se refiere al tiempo, y “cielos y tierra” se refiere al espacio. La frase dice que “los cielos y la tierra” se desenvuelven “en el principio”, y la imagen que se ofrece es la de una cuerda. Dios dio cuerda “en el principio”, y cuando la cuerda se acabe, el principio habrá terminado. Dios, donador de la cuerda, puede verla entera: para Él, el comienzo y el fin se confunden. Sin embargo, nuestra interpretación es ingenua, no puede ser correcta. Exige una reformulación de la frase. Debió haberse escrito: “En los cielos y en la tierra creó Dios el principio”, pero esa reformulación es pura herejía. El diablo ya comienza a poseer nuestros pensamientos. Debemos retomar el contacto con la primera frase. Se debe aceptar literalmente su formulación, aunque sea oscura. En la oscuridad de su significado se esconde y se revela: es en el principio donde fueron creados cielos y tierra.
En otras palabras: lo que fue creado es el espacio. El tiempo (“el principio”) no fue propiamente creado. Si este fuera el significado, es del todo incomprensible: no podemos concebir un tiempo independiente del espacio, y la física moderna enseña que el tiempo es una dimensión del espacio. Nuestra capacidad intelectual naufraga ante esta interpretación, si bien podemos concebir lo siguiente: al crear “cielos y tierra”, Dios arrancó un pedazo del “ser en sí”, del “ser puro”, para sumergirlo en la corriente del tiempo. Y esa corriente temporal altera el ser puro, lo vuelve fenoménico, pues lo arrastra consigo y lo somete a modificaciones sucesivas. Es en este sentido que fueron creados “cielos y tierra”, y es en este sentido que podemos concebir el significado de la frase.
En la introducción a este libro sugerimos la identificación entre el tiempo y el diablo. Él es el principio mismo de la modificación, del progreso y, por lo tanto, de la fenomenalización. Él es el principio de la transformación de realidad a irrealidad. Es lo que Guimarães Rosa tiene en mente al decir que el diablo no existe. La corriente del tiempo, en la que Dios sumerge pedazos del ser para crear “cielos y tierra”, es el mismo diablo. El tiempo es increíble, no se puede creer en él. Kafka dice que no se puede tener fe en el diablo, porque no puede haber más diablo que el diablo, y es precisamente este proceso de creación el que Kafka tiene en mente.
Para que la primera frase de la Biblia sea concebible, debería decir lo siguiente: “Dios creó espacio y tiempo”. O, para hablar kantianamente: “Dios creó las formas de ver” (anschauungsformen). O, para hablar conforme al espíritu de este libro: “Dios creó el mundo
fenoménico y al diablo”. Esto, a mi parecer, vuelve concebible no solo la creación, sino también la caída del diablo. Esa caída es la misma corriente del tiempo y el progresivo alejamiento del mundo de sus orígenes.
2.1.2. En la formulación que acabamos de dar a la primera frase de la Biblia, el diablo parece como creación principal del creador, como su obra maestra. Es idéntico al tiempo, pero también inspira al espacio, es él quien hace que el mundo sea nuestro mundo. Esta interpretación, esta identificación que hacemos entre diablo y mundo, es puritanismo radicalizado. Confieso que esta radicalidad nos asusta. Propongo, entonces, que nos moderemos voluntariamente; es una propuesta que hago por el bien del presente libro. ¿Cómo seguir escribiendo si se acepta la identidad diablo-mundo? La moderación que propongo reside en lo siguiente: aceptemos “cielos y tierra” como escenario del diablo, pero uno en el que actúa un segundo personaje. Aceptemos “cielos y tierra” como escenario de lucha entre el diablo y su opositor, que la Biblia llama “Dios”, pues no puede pronunciar su nombre.
En el presente libro también se concibe así el escenario. De ahora en adelante, el diablo no será sino mera parte de la creación: la parte que hace sensible el mundo. Esta es, pues, la definición que propongo provisoriamente: el diablo es (en su aspecto externo) el flujo del tiempo gracias al cual aparecen los fenómenos. Esta definición tiene una segunda ventaja: poner al descubierto el carácter ilusorio, engañoso, el carácter maia, que nuestra tradición atribuye al diablo. Trabajaremos con esa definición hasta nuevo aviso.
2.2. Cómo juega al trompo
Nuestras consideraciones ya superan una primera instancia en la que ocurrió el nacimiento del diablo. Ya él comenzó su caída, y es nuestro deber seguir al joven diablillo hasta el primer pecado: rumbo a la lujuria, rumbo a la vida. La cosmogonía moderna describe el recorrido de esa caída, aunque tal vez no se dé cuenta del carácter diabólico del proceso que relata: afirma que “cielos y tierra” pueden, tal vez, no haber surgido juntos, pero que la tierra se condensó a partir de los cielos. Al existencializar las abstracciones matemáticas de esta cosmogonía moderna, y traduciendo sus proposiciones oscuras hacia el lenguaje de este libro, la imagen que nos pinta es la siguiente: “en el principio”, los “cielos” tuvieron una dimensión cero y un peso infinito. Funcionaron como un trompo en la caída del diablo; el diablo restalló el trompo de manera que el punto infinitamente pesado comenzó a girar como loco hasta desintegrarse. Pedazos de dimensiones gigantescas y pesos limitados se desprendieron desde el punto cero; millones y millones de millones de piezas se dispersaron en una carrera desenfrenada.
Esta carrera continúa hasta el día de hoy: los fragmentos del trompo desintegrado huyen furiosamente el uno del otro, y también de su centro abandonado. En esta fuga precipitada, los pedazos a su vez se desintegran, formando nuevos trompos subalternos. Nuestra Madre Tierra es un fragmento de un fragmento del primer trompo. La rotación diabólica, provocada por el primer restalle, continúa en un impulso constante, animando en su fuga a todos los pedazos.
Las piezas mayores (las “nebulosas espirales”) siguen girando y escapando unas de otras y de su centro, en rumbo a la nada. Huyen del cero al cero, como le conviene a un juguete diabólico. En ese escape de la nada hacia la nada, los pedazos transforman masa en energía. Se vuelven siempre “mayores” y “más livianos”, y el mundo entero se vuelve siempre “mayor” y “más liviano”. El “principio” de la explosión del trompo fueron los cielos infinitamente pequeños e infinitamente pesados. El final de la explosión serán los cielos infinitamente grandes e infinitamente livianos. Si bien es comprensible, el estado actual e intermedio de los cielos es un mundo de dimensiones y peso infinitos.
2.2.1. Este es el mito de la cosmogonía moderna. Intentemos interpretarlo. Desde el punto de vista de las huestes celestes, no representa un problema: para los ángeles y otros “seres en sí” es evidente que toda la explosión que nos cuenta la cosmogonía es ilusoria, que no tiene nada que ver con la realidad. El mundo fenoménico es irreal; es evidente, por lo tanto, que sus fases aparentes también lo sean.
El principio es la dimensión cero, es nada; el fin es el peso cero, y por lo tanto también es nada; el estado intermedio actual es fantasmagoría del diablo. Sin embargo, desde el punto de vista diabólico, la interpretación del mito es distinta. Para el diablo esta es una historia maravillosa que narra el surgimiento de la realidad, que cuenta cómo las cosas surgen de la nada. Las nebulosas, las estrellas, los planetas, las lunas son producto de una actividad creadora ex nihilo: son obras.
Es obvio que una obra creada tiene un carácter explosivo y violento, ya que es producto del arte del diablo, pero el carácter catastrófico e infernal de los cielos es apenas uno de sus aspectos. Hay otro: el aspecto de la rotación del trompo, que es armónico. Los astros siguen círculos, elipses y parábolas de una belleza cristalina, movimiento que son consecuencia perfecta de la rotación primigenia y tendrán consecuencias igualmente perfectas. Así surge, en nuestras consideraciones, la primera tensión dialéctica del carácter del diablo, una tensión ilustrada por el cielo estrellado: su obra de arte infantil. La explosión que da origen a esa obra es catastrófica, pero las reglas que la rigen son leyes; es decir, parecen excluir catástrofes futuras.
Ya desde la infancia podemos descubrir la duplicidad del carácter del diablo: brutalidad y esteticismo. Es más, como el diablo en esa tierna edad aún es relativamente ingenuo, podemos verificar cómo funciona esa duplicidad: la catástrofe brutal hace posible la belleza de las esferas. Esas esferas, cuerpos aparentemente tan bien comportados, son la condición necesaria para una nueva catástrofe: el surgir violento de la vida. De esto hablaremos más adelante. El diablo es criminal para ser artista, es artista para ser criminal. Crea leyes para poder infringirlas, e infringe leyes para poder crear unas nuevas.
Nuestra tradición occidental alaba la armonía de las esferas como una obra divina; por lo tanto, tal vez sea un choque para el lector que con nuestra argumentación se vea forzado a concluir que la atribución de esta armonía es del diablo. Un instante de meditación suavizará el choque: lo que admiramos en el cielo estrellado no es su orden, sino su duración gigantesca.
Comparadas con la duración de nuestra vida, las esferas celestes son efectivamente eternas. Esta relativa eternidad es la que nos parece divina. Sabemos, sin embargo, que se trata de un engaño que nos hacemos: los astros son fenómenos temporales, como todo en nuestro mundo sensible. En efecto, los astros son imperpetua mobilia, como las máquinas que producimos. Reducidas las dimensiones y la duración, el cielo estrellado no es sino un ejemplo de las máquinas que últimamente nos proporciona la tecnología. Tiene apenas una diferencia: nuestras máquinas funcionan generalmente con mayor exactitud que la máquina celestre, un hecho que constatan los astrónomos con una leve sonrisa. Sería blasfemia atribuir esa máquina imperfecta al creador divino. Con el mismo derecho, podríamos atribuirle a él nuestras mismas máquinas, destinadas a producir instrumentos o muertes. No, la máquina gigantesca de los astros es obra diabólica, y nuestro complejo industrial es un descendiente tardío. Nuestros aparatos son copias perfeccionadas del patrón diabólico que aparece cada noche sobre nuestras cabezas. Son copias más refinadas, producto del esfuerzo creador de un diablo más maduro.
Enmarquemos a Newton dentro de este orden de ideas. Él es quien descubre provisoriamente que la estructura de la máquina celeste es expresable en proposiciones matemáticas simples. Sin embargo, el funcionamiento de la máquina celeste diverge de dichas proposiciones en porcentajes pequeños, pero apreciables. Newton le atribuía la autoría de la máquina a Dios, por lo que dijo “God is a mathematician”. El autor de la máquina celeste es, en efecto, un matemático talentoso, pero uno imperfecto. Reconocemos en él al joven diablillo, jugando con su trompito. El hallazgo de la estructura matemática en los fenómenos astronómicos es satisfactorio para el espíritu investigativo humano. Gracias a ese descubrimiento reconocemos en las estrellas un espíritu semejante al nuestro. En efecto, reconocemos en las estrellas al diablillo que nos inspira en la intimidad de nuestras mentes investigativas. Por eso la contemplación del cielo estrellado es, para nosotros, una especie de autorreconocimiento. Esta es una de las explicaciones para la atracción que ejercen las estrellas sobre nosotros. La otra es la siguiente: el boceto newtoniano de la estructura celeste está siendo superado. Comenzamos a convencernos de que seríamos capaces de construir una máquina celeste mucho más perfecta; en efecto, ya iniciamos las tentativas en esa dirección, nuestros satélites artificiales y guided missiles son los primeros síntomas. El diablillo en nosotros maduró y ahora busca, por medio de la humanidad, rectificar las puerilidades que cometió.
2.2.2. Existe, sin embargo, una diferencia fundamental entre la máquina celeste y nuestros aparatos: las máquinas humanas tienen un objetivo, tienen deberes por cumplir y tareas que ejecutar. En una palabra, son productos de la vida. El carácter propositivo y de entelequia es propio de la vida; de esto hablaremos cuando la lujuria sea nuestro tema. El mundo inorgánico no tiene objetivos, el mismo término “objetivo” suena falso en ese mundo. ¿Qué viene a ser el mundo “inorgánico” del que estamos hablando? ¿No es un órgano, no está organizado? ¿No son las estrellas órganos de las nebulosas, los planetas órganos de las estrellas, las lunas órganos de los planetas, y las mismas nebulosas órganos de un animal cósmico gigantesco? ¿Por qué se llamará “inorgánico” ese mundo? Pues carece de objetivo, porque es completamente inútil. En el reino de la vida la situación es distinta: el hígado sirve para mantener la vida del cuerpo, la mosca sirve para mantener la vida de la araña, todas
las plantas y todos los animales, con toda su compleja organización, sirven para mantener la vida del hombre (por lo menos desde nuestro punto de vista). Pero Marte no sirve ni para el Sol, ni para Venus; no sirve para nada. Al ser completamente inútil, la máquina celeste es un ejemplo perfecto de l’art pour l’art; es una obra de arte “abstracta”. El creador de la máquina, el diablo, es un artista puro, a no ser que queramos considerar esa máquina como condición de vida: en ese caso, la máquina celeste sería un instrumento concebido para producir la vida en la Tierra. Sería la famosa montaña que da luz al ratón. Concebida de esta manera, la máquina celeste no sería sino un pañal gigantesco e innecesariamente complejo. El diablo, su autor, pasaría de ser artista puro a ser padre de la vida. Que los argumentos por venir aclaren este punto.
La historia del Diablo
Vilém Flusser nos enseña en este revelador ensayo que los mayores logros de nuestras mejores instituciones −las ciencias, las artes y la filosofía− nacen de nuestra flaqueza, y no de nuestra pureza. Y es que, como se dice de su Adversario, si el Diablo no existiera, sería necesario inventarlo.
Escrita por: Vilém Flusser
Publicada por: Interzona
Fecha de publicación: 09/01/2024
Edición: primera edición
ISBN: 978-987-790-106-1
Disponible en: Libro de bolsillo