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Alberto Greco: civilización y barbarie en serie

El artista argentino, pionero de la performance, dejó una curiosa ficción, entre autobiográfica y policial, que delira alrededor del atentado a Kennedy Por Luis Chitarroni

Una vez Ernesto Schoo me contó una anécdota de Alberto Greco, a quien había tratado en los sesenta. Una historia límpida como una burbuja de la orquesta de cristal, que parecía a punto de ser escrita y ensuciada por el propio Greco, como dice Rafael Cippolini, donde el campeón del Dito Vito estuviera tomando esos apuntes-catástrofe, en el confín de una dudosa nube. Greco tiene siempre el melodrama situacionista a mano. Parece estar con el corazón de la birome en la boca. No me olvidé de la anécdota, pero no viene al caso, porque el autor de este policial –Guillaume murió guillotinado– parece siempre a punto de escribir algo que sucede a lo anterior y lo sustituye, satori sobreagudo, en puntas de pie revolucionarias, que es con borceguíes como los de Joseph Beuys.

Resulta lindo pensar una literatura que tiene en un arco (iris) a Macedonio y Lugones y en el otro a Copi y Greco... Por ahora. O a los cuatro amontonados, sin saber qué es lo que tendrán que hacer. Voracidad fatal, de bolero, de verdad presencial, que atestigua una realidad tal vez distinta a la de Lukács y de Gramsci... Esta velocidad absoluta de Greco, que tanto le gustaría a Deleuze, no tiene parangón. Kerouac parece un fervoroso aficionado o un simulador; Alechinsky, el grupo Cobra y Cuevas, Julio Silva y su mano que pide hacer lo que se le cante, otros descarriados bocetistas lerdos. Greco recorre el territorio mismo y lo vacía y lo recorre otra vez y vuelve triunfador a la meta con un nuevo título.

Este recurso que una vez quise imitar, o más, y me sale siempre mal, de “Temprano” en adelante, cuenta con un desaliento que a Greco nunca pareció amenazar y que lo hizo ir y venir de San Telmo a Lavapiés sin otra cordillera que su caligrafía, su olímpico desdén de Píndaro implacable, tanto menos ufano en la medida en que su entrada a todos los museos es un garante de precedencia y autonomía a secas, radiante y con algo de viscosa indiscernibilidad.

Greco pertenece, pero esto es complacencia crítica derramada, a una lista que el siglo veintiuno no puede ni por las tapas restringir al veinte. He aquí que la línea de Apeles se transfigura, como bien sabe Stupía, pero no pierde nunca. La línea y la figura siguen, aunque a veces el espectador, o el artista mismo se la pierdan.

Esta especie de exterioridad metafísica, que usa a un espectador a quien no sabe cuándo va a hallar, tiene dos coartadas, en este caso. Una se solaza en el abandono, la despreocupación. La otra es el atentado –exitoso– a JFK. No importa el modo en que haya sido seguido, por de Don DeLillo o por Norman Mailer; la eficacia narrativa de Greco consiste en una fórmula que la mayoría de los narradores y cronistas ni siquiera saben que ignoran. Entra rápidamente en el costillar suficiente de cada día, cuando sustancia y acontecimiento se afirman de memoria y olvido, como pueden.

Mondrian, dijo Brancusi, ese realista. Con Greco se reconforta también un discreto acompañante que es el narrador/lector, desbordante, y con el subrayado de un título de Piglia a partir de boca. En esta zona redescubierta, los acontecimientos se precipitan porque una alícuota del acontecimiento es su civilización y barbarie en serie, continuos también que Greco instruye sin admoniciones, a sus inmensas anchas.

A toda costa se llega como llega Greco, a veces sin souvenirs de la oración anterior. La horizontalidad transfiguradora del sentido tiene las condiciones que eligieron aventureros sin fortuna en el mundo que pisa y pasa de largo, con misiones de beatería concesivas a otros signos, otros emblemas. La de Greco es una rapsodia de sabiduría simultaneísta, cuyo unísono puede a menudo ensordecer.

A veces, en el garabato del continuo hay una pausa, una pausa que no tiene estridencia hasta que la vemos, que subraya la estricta cantidad hechizada de la pausa, ni más ni menos, su proporción segura y exacta de borrón o mancha o tachadura que recupera el jirón de la oración continua, de esa especie de hesicasmo o nembutsu. Se pisa y se anda a tientas con la misma holgura, desdén, el mismo aplomo. La vida de las líneas de la mano a veces exige accidentes que el quiromante trueca....

Si las grafìas, y las caligrafìas, sobre todo, se adaptaran a las anatomías, como hoy lo insinúa o impugna el arte del tatuaje, tal vez al Dermisache de la nuca correspondiera un Greco de la nuez de Adán. Greco, con su gran talento de desorientado, lleva a cabo en Guillotine una proeza de cabo a rabo, que es el pie de página y la raíz misma de la redundancia. Y, efectivamente, con esa justicia sin un ápice de poética que acarreó la revolución francesa, Guillotine murió guillotinado, al revés de tantos tránsfugas, como Fouché y el genial David, por ejemplo, que llegaron ilesos a una inmortalidad frígida.

En los tiempos de esas idas y vueltas, Greco tuvo como expectativa de las imágenes que arropan la última estación, el cuarto de hotel de la despedida, el atentado sin fin de JFK, que madrugó Zapruder, ese héroe desplazado del cinema verité consecuente.

A Greco le tocaron, como a todos los hombres, hombros y sombras a los que tuvo que sobrevivir. Hasta que... la fría muerte muerte tomó su primera ciudadela, como en “Coronel Fantock”, el cuento de hadas que Edith Sitwell le cuenta a sus dos hermanos menores. Lo tradujo Silvina Ocampo.

 

Guillotine murió guillotinado, Alberto Greco. Interzona, 208 págs.

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