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Bruma blanca cae en copos lentos

Epifanías de James Joyce. Un pequeño volumen con escenas luminosas del irlandés, con traducción de Marcelo Zabaloy –autor de valiosas versiones de Ulises y Finnegans Wake– y prólogo de Carlos Gamerro. Por Marcelo Zabaloy

Los niños que se quedaron hasta más tarde están juntando sus cosas para irse a casa porque la fiesta terminó. Este es el último tranvía. Los zainos flacos lo saben y sacuden sus cascabeles al cielo, como admonición. El conductor habla con el cochero; ambos asienten a menudo, bajo la luz verde del farol. No hay nadie cerca. Parece que escuchamos, yo en el escalón de arriba y ella en el de abajo. Ella sube a mi escalón muchas veces y baja de nuevo, entre nuestras frases, y una o dos veces se queda a mi lado, olvidándose de bajar, y después baja . . . . . no intervengas; no intervengas . . . . Y ahora no urge sus vanidades –su lindo vestido con faja y sus largas medias negras– porque ahora (sabiduría de niños) parecemos saber que este final nos agradará más que cualquier final para el que hayamos trabajado.

Unas nubes sombrías han cubierto el cielo. En el encuentro de tres caminos y delante de una playa pantanosa yace un perro grande. De vez en cuando alza el hocico al aire y emite un aullido largo y triste. La gente se detiene a mirarlo y sigue su camino; algunos se quedan inmóviles, tal vez por ese lamento en el que parecen ver la declaración de su propia tristeza que alguna vez tuvo su voz pero que ahora es muda, una sirvienta de días laboriosos. La lluvia empieza a caer.

Un pequeño campo de yuyos rígidos y cardos vivos con confusas formas, mitad hombres, mitad cabras. Arrastrando sus grandes colas se mueven de acá para allá, agresivos. Sus rostros son medio barbudos, puntudos y grises como el caucho. Un secreto pecado personal los dirige, reteniéndolos ahora, como reacción, a una constante malevolencia. Uno aprieta contra su cuerpo una chaqueta de franela rasgada; otro se queja de manera monótona mientras la barba se le enreda en los yuyos rígidos. Se mueven a mi alrededor, encerrándome, ese viejo pecado aguzando sus ojos en crueldad, cruzando los campos en lentos círculos sibilantes, alzando sus caras terribles. ¡Socorro!

Una bruma blanca cae en copos lentos. El camino que baja me conduce a un charco oscuro. Algo se mueve en el charco; es una bestia ártica con un pelo tosco y amarillo. Empujo con mi palo y al surgir del agua veo que su lomo se arquea hacia la grupa y que es muy lento. No tengo miedo pero, empujándolo a menudo con mi palo lo llevo enfrente de mí. Mueve sus patas con pesadez y murmura palabras de alguna lengua que no comprendo.

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