Entre los pasajes más conmovedores del epistolario de Ezequiel Martínez Estrada y Victoria Ocampo, están aquellos en los que Ezequiel Martínez Estrada se afirma (y hasta podría decirse que se obstina) en la convicción de que ella es muy superior de lo que cree ser, que es mejor que lo que supone ser. Y que lo es, antes que nada, respecto de aquellos de los que se rodea, a los que por error reverencia; que lo es, antes que nada, respecto de aquellas celebridades presuntas a cuya zaga por error se coloca. Así la elogia Martínez Estrada: como mucho más valiosa que esos a los que ella admira por valiosos. Y está tan seguro de ese parecer, que hasta se permite sugerirle a Victoria Ocampo que se abstenga de publicar sus memorias, tal como ha comenzado a redactarlas, puesto que no hay verdad ni justicia en ese autorretrato; hay en ella, dice él, más méritos que los que parece dispuesta a concederse.
Conmueve Martínez Estrada en este fervor; y conmueve, tanto más, Victoria Ocampo, que una y otra vez lo desmiente, le advierte que la sobrevalora, le hace saber que hay en ella errores y flaquezas que él sencillamente ignora, le plantea que si fuera cierto que en las figuras que convoca hay tanta sobrevaloración, también eso estaría diciendo algo sobre ella misma. No hay una gota de adulación en Martínez Estrada, no hay un ápice de falsa modestia en Victoria Ocampo. Él está tan seguro de que ella se infravalora, como ella lo está de la sobrevaloración que él le dispensa. Los dos son profundamente sinceros.
Los factores que podían, en principio, apartarlos o enfrentarlos, eran más y más potentes que aquellos que podían unirlos. Se asemejaban en el antiperonismo o en el sentimiento argentino, cosas que en definitiva no dejan de ser generalidades; en cambio, se diferenciaban en su condición social (como ilustra, en brillante paralelismo inverso, el prólogo de Christian Ferrer para la edición de Interzona), en su ideología política, en su manera de articular cultura y sociedad, en sus consideraciones sobre eso que alguna vez pasaría a definirse como campo intelectual.
Cierta vez ella escuchó una conferencia dictada por Martínez Estrada en la SADE; esa conferencia la deslumbró, y ese deslumbramiento le duró de por vida. Padeciendo poco después una gravísima enfermedad en la piel, Martínez Estrada contó con el favor de las recomendaciones y las influencias de Victoria Ocampo, y la gratitud que eso le suscitó no habría de agotarse nunca. Se tuvieron admiración y gran afecto.
Las cartas lo trasuntan a lo largo de los muchos años. No faltan en ellas, por supuesto, los conflictos, las tensiones, el malestar de un desacuerdo (una declaración colectiva que Martínez Estrada se niega a firmar, los entusiasmos políticos de Martínez Estrada que Victoria Ocampo no suscribe, la discusión de si Ortega y Gasset vale o no la pena, Borges). Pero la buena disposición personal atraviesa siempre estas disidencias; sin impedirlas, pero sin dejarse destruir por ellas.
Tal vez sea eso lo que en buena medida conmueve en la correspondencia que Martínez Estrada y Victoria Ocampo intercambiaron: su contraste radical con el imperio de las animadversiones personales; ahí donde los rencores y los resentimientos se imponen, con la excusa circunstancial y fingida de un debate ideológico o literario.