Por Susana Cella
Fue el seis de febrero de 1816, hace exactamente un siglo, que murió en León, ciudad de su Nicaragua natal, Félix Rubén García Sarmiento. Obviamente este nombre dice poco o nada si no se sabe que adoptó como vindicación de sus antepasados y quizá también distanciándose de sus padres biológicos, Manuel García y Rosa Sarmiento, el nombre que lo hizo inmortal: Rubén Darío. Sus primeros años parecen sacados de una novela de Gabriel García Márquez, el cual por otra parte, no dejó de tener en cuenta al maestro nicaragüense cuando escribió El otoño del patriarca. Manuel y Rosa pronto se separaron, la madre se fue a Metapa, a la casa de su tía Bernarda, ahí nació Félix Rubén. Bernarda y su esposo, el coronel Félix Ramírez, tíos abuelos, fueron para el chico sus verdaderos padres ya que la madre residía con una nueva pareja en Honduras, y el padre era para el chico “el tío Manuel”. En su Autobiografía, siendo ya el poeta Rubén Darío, forjó su imagen de niño precoz, el que aprendió a leer a los tres años y que supo aprovechar de cuanto libro hubiera a su alcance. Su habilidad se vio confirmada por la invitación oficial a que leyera en actos civiles, así, luego de trasladarse a El Salvador participó con un poema en la conmemoración del Centenario de Simón Bolívar. Aquel primer traslado inauguró los que seguirían a lo largo de toda su vida, siendo él mismo representante y portavoz del movimiento que, según sus propias palabras, le tocó encabezar.
UNA LITERATURA MIA
Después de tentativas iniciales que bien pueden constatarse en Abrojos y rimas, Darío buscaba otros caminos aun sin desdeñar el pasado. El mismo había declarado: “¿Quién que es no es romántico?”, de modo de apreciar la revolución romántica en términos, por ejemplo, de Victor Hugo, o el legado de Walt Whitman, y seguir revisitando antecesores, pero dejando de lado los clisés de un romanticismo pobre y tardío en las letras castellanas, para emprender, en consonancia con sus viajes y estadías, diversos recorridos que se expandían con la lectura de poetas franceses, uno por sobre todos, al que le dedicara su “Responso”: Paul Verlaine. Entre las innovaciones darianas estuvo la exploración de un metro no habitual en la poesía española: el alejandrino, o sea el verso de catorce sílabas. Darío logró darle el vuelo, el ritmo, la soltura y musicalidad que muy raramente volvió a alcanzarse.
Pero también, pese a esa acusación de “afrancesado” (que el crítico español Juan Valera nombró como “galicismo mental”), Darío extendió sus indagaciones por la tradición poética española revisitando territorios abandonados u olvidados de una larga historia iniciada con la consolidación de la lengua. Por otra parte, el que lo acusara de afrancesado reconoció una expresión nueva, que no era calco del francés, sino que se afincaba en las características propias del castellano. Asimismo pudo diseñar esquemas rítmicos y métricos variadísimos y de impresionante regularidad. La música dariana sonó luego como un sonsonete, así los contrastes, las caras que fue teniendo Darío durante su vida y después.
HACIA EL SUR
Darío deja los ámbitos centroamericanos para arribar a Valparaíso, lugar abierto a las nuevas propuestas. Además de la actividad periodística, siguió con sus búsquedas poéticas que terminaron cuajando en el libro emblemático del Modernismo Hispanoamericano: Azul aparecido en esa ciudad en 1888, un hito en la poesía castellana cuyas reediciones llegan hasta hoy y que le deparó tanto admiraciones como enconos. El texto, con prosas y poemas, efectivamente tiene fuertes influencias francesas. Incorpora aquí el cuento parisiense. Uno de los más famosos fue “El rey burgués”, contraposición entre la figura del poeta amante de los valores espirituales y el rey con sus riquezas materiales. Bien pudo gustar tal oposición al uruguayo José Enrique Rodó, autor del Ariel, pero no ese despliegue de lujo y fantasía del siguiente poemario dariano.
Con este libro y sus reediciones sigue Darío su recorrido por varios países de América Central, pasa por Cuba donde conoce a uno de los dos importantes poetas modernistas de la isla: Julián del Casal. El otro, al que Darío llamó “Maestro” cuando se encontraron en Nueva York, era José Martí. No sólo escribió Darío un homenaje cuando murió el cubano sino que también lo incluyó en un libro que bien mostraba sus apreciaciones literarias. Fue en Buenos Aires, la “Cosmópolis” como la llamó y adonde pudo arribar en 1893. Colaboró en el diario La Nación (dedicó un poema a su propietario Bartolomé Mitre) y pasó varios años en la capital argentina, convertido ya en referente para poetas como Leopoldo Lugones, Leopoldo Díaz, Ricardo Jaimes Freyre y otros escritores opuestos a las críticas provenientes, por ejemplo, de académicos españoles. El libro en cuestión, aparecido en 1896, compilaba artículos publicados en el diario de Mitre y se llamó Los raros, estampa de una serie de poetas predominantemente franceses. Del mismo año es el poemario Prosas profanas. Escribe ahí una suerte de manifiesto evidentemente contra los rechazos que esta nueva poesía producía, pero también se pronuncia contra algo que efectivamente estaba surgiendo y propagándose: cantidad de imitadores de sus imágenes y sus cadenciosos ritmos (“quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal” había dicho en aquel prefacio). Si bien este epigonismo resultaba ser una desleída copia del virtuosismo dariano, significaba también la aceptación de un modo de hacer poesía que perduró mucho tiempo, sobre todo a nivel popular, como la idea misma de lo poético, aun después de que los movimientos de vanguardia hubiesen arremetido contra esta estética. Sin embargo, fue justamente la presencia del Modernismo, lo que posibilitó encontrar algo a que oponerse, ya que, como decía Darío, “somos muy pobres”, pensaba en una literatura en formación, aun incipiente, a la que mucho aportó. Ese poemario con sus cisnes, con la princesita que espera a su amado, con la marquesa Eulalia y así siguiendo, muestra en versos de impecable factura, un mundo de lecturas y fantasías, que permitieron señalar la falta de lo americano. Aun si Darío había conformado con sus recorridos y la repercusión de sus versos una especie de religación subcontinental, se discutía su estatuto de Poeta de América. Aun cuando agregara, por ejemplo, en Azul el soneto al cacique Caupolicán, fácil es ver que las comparaciones que realiza incorporan personajes no autóctonos: “Es algo formidable que vio la vieja raza:/ robusto tronco de árbol al hombro de un campeón/ salvaje y aguerrido, cuya fornida maza/ blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón.” Meditaba sobre estas cosas en sus “Palabras liminares” a Prosas profanas: ¿Hay en mi sangre alguna gota de sangre de África, o de indio chorotega o nagrandano? Pudiera ser, a despecho de mis manos de marqués; mas he aquí que veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles: ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer; y a un presidente de República, no podré saludarle en el idioma en que te cantaría a ti, ¡oh Halagabal!, de cuya corte –oro, seda, mármol– me acuerdo en sueños... (Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas: en Palenke y Utatlán, en el indio legendario y el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es tuyo, demócrata Walt Whitman.)”
VISIONES DEL MUNDO
Como corresponsal de La Nación, viajó a Europa en 1898. Escribió crónicas, otro de los géneros cultivados por los modernistas, siguió en 1905 el poemario Cantos de vida y esperanza. Ya no es el ambiente galante sino reflexiones ante el paso del tiempo, la pérdida de la juventud y por tanto un nuevo tono en los versos: “Yo soy aquel que ayer nomás decía/ el verso azul y la canción profana…”. Y otra vertiente, donde aparece el escenario político. Lo que plantea un costado conflictivo: nunca prevaleció en Darío la preocupación por este aspecto, fueron circunstanciales sus incursiones, e incluso contradictorias. Pero esto fue más bien, salvo excepciones, la vertiente esteticista del Modernismo, de la que se diferenciaron netamente por ejemplo José Martí o Alberto Ghiraldo (aunque este anarquista se ocupara minuciosamente de la obra dariana). Resulta ser que en este libro aparece el poema “A Roosevelt”, contra el presidente norteamericano Theodore Roosevelt, con su amenazante política imperialista para Nuestra América: el Big Stick. Sin embargo, desempeñó entonces algunos cargos diplomáticos en Nicaragua, estuvo en la conmemoración del IV Centenario del Descubrimiento de América, en la Tercera Conferencia Internacional Americana y enfrentó problemas cuando en su país, producido el golpe de Juan Estrada, le fueron quitadas sus credenciales para asistir a la conmemoración de la Independencia de México. Se adujo que aquella composición “A Roosevelt” no condecía con el interés de Estrada de congraciarse con los Estados Unidos. Darío escribió otro poema titulado “Salutación al águila” en el que su posición es diametralmente opuesta: “Bien vengas, mágica Águila de alas enormes y fuertes,/ a extender sobre el Sur tu gran sombra continental”... Desde luego, esto le deparó grandes críticas cuya contrapartida fueron los apoyos que recibió por escribir el otro poema.
DOS POTENCIAS SE SALUDAN
Mientras tanto, su figura había alcanzado una dimensión internacional. Recorrió como conferencista varios países, y espantado por la Primera Guerra Mundial compuso “Pax” donde habla a los americanos: “Ved el ejemplo amargo de la Europa desecha;/ ved las trincheras fúnebres, las tierras sanguinosas…” Dos años antes de que ese conflicto terminara, Darío, seriamente afectado por el alcoholismo, iba a acudir en Guatemala, a la invitación del presidente Manuel Estrada Cabrera (ese dictador que inspiró a Miguel Angel Asturias la novela El señor presidente), pero agravada su salud, llegó a morir en su tierra natal.
“Yo no soy un poeta para las muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas”, había dicho en Cantos de vida y esperanza. Y efectivamente fue por varios carriles: recitados de sus obras, presencia en la escuela, una “Oda a Rubén Darío” de su compatriota José Coronel Urtecho, el vanguardista que le decía a la vez “Te amo./ Soy el asesino de tus retratos...” y también llegó al tango. Letristas como Alfredo Lepera, eran lectores de Darío y admiradores de la estética modernista que incidía en sus composiciones valga citar como ejemplo “El día que me quieras”. Pero además, se incluyen versos de Darío, por lo menos en dos tangos, que pueden escucharse en la voz de Gardel. En “La novia ausente” de Enrique Cadícamo y Guillermo Barbieri, Gardel recita un fragmento de uno de los poemas más conocidos de Rubén Darío, “Sonatina”, pero además es interesante observar la combinación de los versos de doce sílabas de la letra con los catorce del poema y la común cadencia dariana: “Al raro conjuro de noche y reseda/ temblaban las hojas del parque también/ y tú me pedías que te recitara/ esta “sonatina” que soñó Rubén: (recitado) “La princesa está triste! Qué tendrá la princesa? / Los suspiros se escapan de su boca de fresa/ que ha perdido la risa, que ha perdido el color./La princesa esta pálida en su silla de oro,/ está mudo el teclado de su clave sonoro/ y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.// ¿Qué duendes lograron lo que ya no existe?/ ¿Qué mano huesuda fue hilando mis males?/ ¿Y que pena altiva hoy me ha hecho tan triste/ triste como el eco de las catedrales?” En “Sólo se quiere una vez” de Claudio Frollo y Carlos Vicente Geroni Flores, la novia es la que “decía los versos de Rubén” y Gardel recita el famoso fragmento que inicia “Canción de otoño en primavera”: “Juventud divino tesoro/ te vas para no volver./ Cuando quiero llorar no lloro/ y a veces lloro sin querer”… En ambos casos al poeta se lo nombra simplemente Rubén, era demasiado conocido como para tener que aclarar.