Por Elvio E. Gandolfo.
Con unos diez libros publicados, la obra de Hebe Uhart conoce momentos alternos de invisibilidad y difusión.Dios, San Pedro y las almas (1962) y Eli, Eli, lamma sabachtami (1963) conocieron un anonimato casi perfecto. Recién con Gente de la casa rosa (1970) alcanzó una difusión considerable -el sello era Fabril- y tuvo un prologuista de peso: Haroldo Conti. El volumen recogía varios cuentos de los dos libros previos. Los dos siguientes, La elevación de Maruja(1973) y El budín esponjoso (1977) fueron casi invisibles. La distribución masiva del CEAL en una colección para quioscos hizo que La luz de un nuevo día (1983) tuviera amplia difusión. En cambio Leonor(1986) se vio poco, y además estaba compuesto, en un movimiento extraño, por tres cuentos ya incluidos en La luz de un nuevo día. Un camouflage eficaz abarcó las tres novelas cortas siguientes: Camilo asciende (1987), Memorias de un pigmeo (1992) y Mudanzas (1995). La contundencia de dos recopilaciones recientes Guiando la hiedra (1997) y Del cielo a casa (2003) consolidó el lugar que sus libros ocupan en la narrativa argentina.
Ese sitio relativamente marginal, cada vez más invadido por el reconocimiento, no tiene nada que ver con una posición “experimental” o buscada. Dándole al “experimento” un sentido peculiar, ella misma lo explicó en un reportaje: “Para poder captar algo tengo que poner un poco de distancia. Pero no creo que sea necesariamente la actitud general de la literatura. Ahí está Hemingway por ejemplo, que es un experimentador. Para escribir se hace torero y se hace pescador. Yo no soy una experimentadora, soy una persona que mira. No experimento en sentido de introducir yo misma novedades. Los cambios importantes son conscientes. Por eso corrijo poco. Lo que no sirve lo tiro. Algo así como cortar un vestido. Si se tiene la idea y se lo corta bien, sale bien” [1].
La mirada a partir de la cual narra Hebe Uhart es externa, “sacada”, y por eso descubre tanto. En narrativa hay quienes se inclinan por un “modo o manera de decir” que en su peso expresivo impone o produce un “modo de narrar”. Es lo que pasa con Juan José Saer, con Thomas Bernhard, con William Faulkner. En cambio Hebe Uhart se ubica entre aquellos donde un “modo o manera de mirar” produce, segrega un “modo de decir”, un estilo: Eudora Welty, Felisberto Hernández, Mario Levrero, Juan José Millás, Rodolfo Fogwill o Clarice Lispector. Algo ve la mirada de la autora, y en la búsqueda del mejor modo de ponerlo en palabras, va construyendo un lenguaje propio, que no se impone a lo percibido, sino que se origina en ese mundo.
Cuando Haroldo Conti la prologó, habló de la estadounidense Carson McCullers, apresurándose al mismo tiempo a aclarar que no tenían nada que ver entre sí “porque sus mundos son aparentemente inéditos”. Algo parecido hicieron otros críticos al instalarla junto a la brasileña Clarice Lispector. Como pasa con Armonía Somers, su sello es a la vez tan personal y tan difícil de explicar que uno de los pocos recursos es mencionar que resulta “tan extraña como” cualquiera de esas autoras.
Al principio su estilo parece simple, al principio puede pensarse en intenciones casi humorísticas en la mirada narrativa con que contempla la vida de gente común, pero “un poco rara”. Ese rasgo de extrañeza no parece definitorio, sino producto de la persistencia misma de la mirada, sin modificar su sencillez aparente, que nada (y sobre todo nadie) es siempre o “normal”.
Contri trató de explicar así la cruza de frases verbales, aparente ingenuidad y “mirada marciana”: “su escritura es tan simple que por momentos parece infantil. Pero de simpleza en simpleza uno penetra en honduras y laberintos donde sólo puede avanzar si se participa de la magia de ese nuevo mundo (…) Ni aclara ni completa una realidad conocida. Revela o, mejor dicho, ella misma es una realidad única, distinta”.
Lo que la convierte a la vez en un ejemplo muy poco frecuente de penetración filosófica o antropológica y en portadora de un humor opresivo, desopilante, es que se incluye a sí misma en esa mirada, a través de sus distintos alter ego cuando hablan en primera persona. Existe además la posibilidad de elaborar un “Manual de costumbres argentinas” a partir de sus instantáneas de ámbitos culturales, de tics de maestras o directora de escuelas, de conferencistas y poetas de provincia, de asperezas camperas cuando entran en contacto con lo urbano, sea pueblerino, ciudadano o capitalino.
Si un lector se limitara a contar el “argumento” de algunos de sus relatos, parecerían un ejemplo más de literatura autobiográfica o incluso costumbrista, porque el entorno suele bordear siempre el suburbio, y muchas veces el campo. Pero al lector de Hebe Uhart lo que más se le queda pegado a la memoria es justamente su curioso, intransferible modo de mirar o de oír, y de expresar lo que oye o mira.
En su nota introductoria para Gente de la casa rosa, Hebe Uhart describió cómo fue el proceso inicial: “Cuando era chica sólo escribía cuando estaba absolutamente aburrida, nunca si había algo para mirar, comer, leer y fundamentalmente alguien con quien jugar. No sé ahora qué podría decir de mis cuentos. Me gustaría que otro lo dijera por mí, y casi ni tampoco”.
Después pasaron los años y Uhart leyó, escribió y dio pie (como tallerista) a nuevas escrituras. Pero la unión entre lo que piensa y lo que narra ha terminado por alejar toda idea de una escritura ingenua, “naif”, y por instalar una coherencia total entre sus historias, su persona y sus declaraciones. De esa unidad, que la convierte en una de las más sólidas y sorprendentes narradoras rioplatenses, está hecha esta antología.
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Confieso que muy argentinamente, durante años confundí La elevación de Maruja con el “ascenso” de “Camilo asciende”, uniéndolos en un elevamiento espiritual, etéreo. Al releer el segundo relato ahora que ha pasado un tiempo, recordé que se trataba de un ascenso al uso nostro, económico y menor, pero que paradójicamente siempre termina por despreciar y agredir su propio origen “bajo”.
Cuando Camilo, el hijo mayor, visita la casa familiar y caótica, fastidiado con la forma de ser, los olores, la falta de tacto y la actitud en general de sus padres y hermanos (incomodidad que sólo a él mismo no se le revela como fastidio consigo mismo), comenta al ver a su hermanita: “¿Y esa chica sin bombacha? ¿Qué futuro le están preparando?”
El más despreciado (y el más ninguneado por la familia entera), el padre, cuyo fastidio es profundo y prolongado, ontológico y total, le contesta al hijo con pesarosa ironía, haciendo referencia casi sin darse cuenta a la cultura europea originaria, siempre imitada de segunda mano en las pampas locales.. En vez de mandarlo a la mierda, le dice “Si acá no te gusta, mudate al duomo de Milán”. El propósito de Camilo es mucho más modesto: mudar a la familia al pueblo de Moreno; volverlos limpios, ordenados y prolijos.
La nena sin bombacha de “Camilo asciende” es en realidad la más sensata, la más sabia y equilibrada del grupo, la que ama al padre sin pedir nada a cambio (y por eso es tan amada por él).
En “El juego de cartas”, “Mi tío de Lima” y sobre todo “El budín esponjoso”, el mundo infantil aparece en toda su potencia, con todo su mal humor y su poesía. Basta que a la nena de “El budín esponjoso” se le frustre su ingenuo y lúdico plan gastronómico, para que tenga, como consecuencia de ese cómico fracaso, una durísima visión de los adultos, porque están demasiado inclinados al engaño, a la representación forzada, a no ver, visión que incluye, muy infantilmente, una “mala palabra”. “El juego de cartas” es un relato de iniciación rápido, certero y humorístico, establecido sobre el quiebre entre la lógica adulta y la infantil.
En un terreno más idiosincrático que ideológico (como es casi siempre el terreno del escritor), de sus relatos se desprende una radical desconfianza ante las manías modernizadoras, clasificatorias o abstractizantes de cualquier tipo. Puesta a expresarlo, Hebe Uhart lo define en su novela Mudanzas a través de la tristeza de un personaje ante la energía perdida del lenguaje: “Don Juan Ventura había adquirido una compostura propia de la modernización: ahora entraba más gente al negocio y no podía estar diciendo ‘puto sol’ a cada rato como antes. La compostura no le sentaba físicamente: se lo veía demacrado, como apagado, pero no entregado”.
El mundo de Hebe Uhart, que con tanta nitidez aparece en estos relatos, es abundante, colectivo o absolutamente personal, nunca psicológico en el sentido tradicional, novelístico. Desde la primera persona o desplegando múltiples vidas ajenas, siempre está mirando hacia afuera. Le ha dado a la literatura argentina decenas de personajes emocionantes, inolvidables, que establecen al hablar, al actuar, al tener sentimientos por otros, una manera de existir, de resistir, de no entregarse. Incluso algún ser que no habla, como esa isoca que se queda a escuchar el divague teológico y palabrero de un predicador mientras afuera llueve. Pero en cuanto la lluvia para, se toma el olivo silenciosamente.