Por Juan Pablo Cinelli
29 de Diciembre de 2019
Puede decirse que el suicidio es tan antiguo como la humanidad. Incluso más: que tiene la edad de los dioses. Al menos a esa conclusión permite arribar el Diccionario de suicidas, un extraño libro en el que su autor, Armando Ragucci, compila en orden alfabético los nombres de suicidas de todos los tiempos, combinando historias famosas con otras ignotas. Entre ellas se encuentra por ejemplo la del rey Egeo, padre de Teseo, quien se arrojó al mar que ahora lleva su nombre al creer que su hijo había muerto combatiendo al Minotauro. O la de Hércules, semidios invencible que se lanzó al corazón de una hoguera luego de ponerse una túnica envenenada que le había regalado la celosa Deyanira. Los mayas tenían incluso una diosa que regía el suicido, Ixtab, quien estaba convenientemente unida en matrimonio a Ah Puch, dios de la muerte y el inframundo. Hablemos de parejas perfectas…
A lo largo de la historia el suicidio ha sido considerado de modos diversos. Fue idealizado, llevado al bronce por el espíritu romántico, condenado por algunas culturas y religiones, como el cristianismo, o reverenciado como ritual en el Japón imperial. Y finalmente, con la canonización del psicoanálisis, reducido al rol de colofón de distintos desórdenes psiquiátricos. El del suicidio con el arte también es un vínculo de larga data, llegando a engendrar algunos libros que abordan directamente la cuestión, como El suicidio considerado como una de las bellas artes, del catalán Antonio Priante. En consecuencia la lista de artistas suicidas es extensa e incluye varios casos muy notables, como los del pintor holandés Vincent Van Gogh, los escritores estadounidenses Ernest Hemingway y Truman Capote, la diva del cine Marilyn Monroe, la poeta y cantante chilena Violeta Parra o el panteón de diosecitos del rock and roll, entre los que se destacan Jim Morrison, Janis Joplin y Kurt Cobain, entre muchísimos otros.
Pero dentro del universo de artistas suicidas hay uno que convirtió al acto de quitarse la vida en la mayor de sus obras. Se trata del escritor francés Jacques Rigaut, quien formó parte de ala más radical del surrealismo durante las primeras décadas del siglo XX y de quien la editorial Interzona acaba de publicar Agencia general del suicidio, uno de sus trabajos emblemáticos. Como lo confirman los textos que integran este pequeño pero potente volumen, Rigaut dedicó buena parte de su vida pública a anunciar y perfeccionar su suicidio, que proyectaba cumplir al alcanzar la edad de 30 años. Consecuente, Rigaut concretó el plan de su propia muerte el 5 de noviembre de 1929, en París, menos de un mes antes de cumplir los 31.
A lo largo de los diferentes textos que le dan forma a Agencia general del suicidio –que cuenta con traducción y un excelente prólogo a cargo del escritor argentino Edgardo Scott–, Rigaut va descargando como el cargador de una ametralladora una serie de ideas tendientes a defender la decisión ética de quitarse la vida. Un acto que planteado en los términos en los que los propone el francés adquiere una dimensión incluso política. "Pensar es un trabajo de pobres […] todo esfuerzo asalariado me lleva a pensar, es decir, a decidir asesinarme […] Pensar es considerar la muerte y tomar una decisión", escribe en Novela de un muchacho pobre. Algunas páginas más adelante afirma que "el suicidio es una vocación". Entre la colección de aforismos que cierran el libro hay algunos que le echan más leña al fuego del suicidio como destino: "Mi libro de cabecera es un revólver" o el inmejorable "Trate, si puede, de detener a un hombre que viaja con un suicidio en el ojal".
Esta última frase parece dialogar directamente con las biografías del trío de suicidas más famosos de la literatura argentina, el que integraron Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni. Los tres eran amigos –incluso se dice que amantes en algún caso— y se suicidaron uno detrás del otro entre 1937 y 1938. Las causas visibles en todos los casos fueron enfermedades o dolencias físicas insoportables. Lo curioso es que sus muertes se convirtieron casi en un mandato familiar. En el caso del uruguayo, su hija Eglé se suicidó un año después que él y su hijo Darío lo haría en 1951. Los hijos de Lugones también tuvieron finales trágicos: Leopoldo (h) también se quitó la vida en 1971, en tanto que su hermana Piri es una de los 30 mil desaparecidos que dejó la última dictadura. Pero esa es otra historia. «