Por Verónica Chiaravalli
La obra capaz de triunfar sobre el paso del tiempo, la que nunca termina de entregar la totalidad de su sentido, la que siempre, cada vez que entra en contacto con la inteligencia, puede decir algo más, esa obra, sabemos, es la que se puede considerar “un clásico”. Carlos Gamerro, en el estudio preliminar que hizo para su nueva traducción de Hamlet, (Interzona), subraya otra cualidad: los clásicos interpelan, obligan a que cada época, para constituir su propia identidad, se pronuncie sobre ellos. “No puede haber romanticismo sin una lectura romántica de Hamlet”, afirma el escritor.
Su trabajo había nacido en un marco más amplio. Gamerro traducía para la escena una versión que sería dirigida por Alejandro Tantanian, producida José Miguel Onaindia y protagonizada por Elena Tasisto. La muerte de la actriz segó también el proyecto. El libro de Interzona recupera aquella traducción y algunos puntos de vista de Gamerro sobre el modo en que la tragedia del joven príncipe puede leerse en la Argentina actual. Su análisis pone el acento en el tipo de relación afectiva entre padre e hijo, sellada por el mandato paterno y la promesa filial, y cierto desapego del rey padre, que Gamerro salva con una bella y melancólica especulación: tal vez el difunto haya sido en vida “más atento a las necesidades de su hijo”. Pero el espectro que conocemos “no es el hombre completo. Vuelve de la muerte lo que ha sobrevivido a la muerte, lo que mantiene el alma en pena”.
Más polémica, aunque fundamentada en la preponderancia que otorga a la relación padre-hijo, es su propuesta de lectura. “Donde mejor se hace carne la letra de Hamlet, en nuestra historia, es en relación con la última dictadura, sobre todo en los hijos de militantes asesinados o desaparecidos, sobre los cuales pesa el mandato explícito o tácito de vengar a padres fantasmales, de publicar crímenes ocultos.”
También clásicos, y a su modo herederos de Shakespeare, Pushkin y Turguéniev fueron objeto de los últimos lanzamientos editoriales de Colihue, que publicó en sendos volúmenes la obra dramática completa de ambos escritores rusos.
Eugenio López Arriazu, traductor de la obra de Pushkin, observa en la introducción del libro que si el autor de Boris Godunov no goza en la Argentina de la misma fama que Dostoievski o Tolstoi, eso se debe a la cualidad poética de su obra, que dificulta la traducción y por consiguiente vuelve más azarosa la recepción de sus escritos en el extranjero. Pushkin admiraba a Shakespeare, señala López Arriazu, y lo consideraba muy superior a Molière, por ejemplo, cuyos personajes se le antojaban planos: “En Molière, el avaro es avaro, y nada más; en Shakespeare, Shylock es avaro, listo, vengativo, padrazo, chistoso”.
Por otra parte, los especialistas Alejandro Ariel González y Nara Mansur encuentran uno de los aportes más valiosos de las piezas dramáticas de Turguéniev –acaso menos conocidas en nuestra lengua– en la fina labor artística que articula la transición entre el romanticismo y el realismo. Su preocupación por mostrar sobre el escenario la vida como es, sin artificios ni extravagancias, lo puso en el camino hacia las nuevas formas de concebir el drama que ya se vislumbraban.