Treparse a una pared o hacer un agujerito en ella, encontrar la argucia para que el ojo vea, espíe aquello que se le retacea: “la personalidad oculta de las cosas”. Como en un juego reglado por una teatralidad, en La medianera, de Silvia Arazi (Buenos AIRES, 1956), se suceden los poemas cual escenas, domésticas a la vez que sutiles, representadas por “esa que mira”, por un lado, y por “la que sueña”, Claudine, por el otro. Experiencia de la otredad, posibilidad de “otras puertas” y umbrales difusos como un “abanico de niebla” : allí radica el quid de La medianera. La extrañeza cunde en el ámbito familiar y, con ella, se vuelven ostensibles las tensiones entre el adentro y el afuera, entre lo real y lo imaginario. Parafraseando el epígrafe de Clarice Lispector que antecede uno de los poemas del libro, se puede decir que la de Arazi es, esencialmente, una escritura orientada a “captar su propio secreto”. Escuetos y cadenciosos, lo versos se entretejen en función de un designio narrativo. No es que degraden sin más una historia, pero sí van perfilando una trama que se quiere deshilachada, merced a la interacción entre los personajes y al desarrollo de acciones –a veces diáfana, a veces ambiguas-, todo lo cual tiene su locación y su tempo (“La casa vive lenta”).
La medianera es un libro contenido y sugerente, no exento de toques de humor melancólico o aun absurdo, que depara una lectura cuyos efectos se obstinan en “volver sin previo aviso”.