Al final de una escalera tallada en la piedra gris, se abre la entrada de una gruta. Pero no es una gruta más. Tapizadas con musgo verde como signo del paso de los siglos, en realidad, son las fauces abiertas coronadas por los dientes de un monstruo. Es la boca del infierno, la imagen de un orco gritando que contagia tanto pánico como curiosidad a quienes se le acerquen. En su entrada, un grabado advierte “Abandonad todo pensamiento”. Parafraseando la sentencia que inauguraba el Infierno de Dante (“Abandonad toda esperanza”), la inscripción nos invita a prescindir de la razón y dejarnos llevar por su laberinto.
El Orco o La Boca del Infierno quizás sea la imagen más icónica del bosque de Bomarzo, el Sacro Bosco, popularmente conocido como el Parque de los Monstruos. Este espacio tan singular se halla en el centro-oeste de la península itálica, cerca de la ciudad de Viterbo. Fue erigido bajo las órdenes del duque Pier Francesco Orsini, en el siglo XVI, y reúne casi cuarenta esculturas y construcciones arquitectónicas en piedra que recrean monstruos mitológicos y simbologías fantásticas. Gigantes, esfinges, mujeres con cola de serpientes, dioses, caballos alados, todo tiene lugar en este recinto, el cual también alberga el templo y la tumba de la esposa del duque, Giulia Farnese. Mucho antes de que Disney convirtiera el concepto parque temático en marca, el bosque de Bomarzo expresa un ideal que llega de su época hasta hoy: la búsqueda de la inmortalidad a través de la imaginación.
Este objetivo está presente en una de las más célebres novelas que inspiró el parque, Bomarzo, del escritor argentino Manuel Mújica Laínez. Publicado originalmente en 1962, el libro trasciende las costuras del género histórico para recrear la vida de Orsini, un personaje escurridizo pero fascinante que hizo construir un conjunto escultórico donde, con la estética del Renacimiento tardío, aparecen tritones, sirenas con dos colas, dragones, elefantes y quimeras cobijadas por la espesura del bosque y la eternidad de la piedra en la que se esculpieron sus cuerpos. En la imaginación barroca y decadentista de Mújica Laínez, el atribulado duque ejecutó la fórmula alquímica del secreto de la inmortalidad. Con el paso de los siglos, entre la fábula y la historia, sus pétreas esculturas siguen en pie, atestiguando la eternidad de su leyenda.
Además de esa novela paradigmática de los años sesenta, otro libro de publicación reciente también recuerda al extravagante duque y mecenas renacentista, un hombre jorobado, estrábico y supuestamente homosexual, que fue despreciado por todos, hasta por su joven mujer. La boca del infierno (Interzona, 2022), de la poeta, ensayista y traductora argentina María Negroni, trae de nuevo a la vida a Orsini y lo hace hablar en primera persona:
“El infierno tiene muchas bocas: una de ellas es la letra confusa de mi vida que contiene en ella el signo de mi propia muerte. A esa boca la he visto pocas veces. Había allí un terror, un campo de energía lóbrega e intensa. De lejos, me pareció un templo, una hirviente humareda donde unas hienas miraban todo con fervor lascivo. A ese emblema abstracto le debo mis mejores páginas, las menos falsas”.
De manera fragmentaria pero incisiva y contundente, asistimos a una experiencia mediúmnica: Orsini regresa entre la poesía y la prosa de Negroni, que nos sumerge en las reflexiones de este personaje que se internó en la boca del infierno en una noche de luna en búsqueda de la inmortalidad. El duque jorobado, el viudo quebrado, el mecenas desdichado aparece reflejándose en el laberinto de los monstruos de piedra. Su vida y obra siguen incitando sorpresa y asombro, encarnando así un misterio que perdura hasta el presente.
En una pantalla en blanco y negro contemplamos un paisaje de ensueño. Un día soleado, a orillas de un lago. Vemos a una niña cortando margaritas y lanzándolas al agua. Sin embargo, no está sola. La acompaña una presencia atemorizante. Un hombre alto, con movimientos torpes, que solo emite roncos balbuceos porque no puede hablar. Es pálido tiene grandes ojeras, uñas grises y largas. De su cuello se asoman dos grandes tornillos. Después de que la niña le enseñe cómo arrojar margaritas al agua, este ser abominable la imita, levantándola por el aire y arrojándola al lago. Luego de un intento desesperado por salir a flote, vemos que la niña desaparece y la corriente del agua detiene su movimiento. Se ha ahogado. Ofuscado, el hombre pálido con modales torpes abandona el lugar.
Encarnado por el actor Boris Karloff en la película Frankenstein (1931), esa imagen del monstruo es una de las que más ha perdurado en nuestra memoria colectiva. La escena, una de las más míticas del cine clásico de terror, nos presenta al monstruo creado por el doctor Viktor Frankenstein. O, más precisamente, a “El monstruo”, una creación contra natura que no entiende de dilemas morales y que ahoga a su víctima de una manera brutal e inconsciente.
El filme dirigido por James Whale estaba basado en Frankenstein. El moderno Prometeo, la novela publicada en 1818 por una jovencísima escritora llamada Mary Shelley. Hija de la pionera feminista Mary Wollstonecraft y del pensador protosocialista William Godwin, la autora nació en una época oscura, donde las luces de la razón, encarnadas en los progresos de la ciencia anatómica, se basaban en la investigación sobre los cadáveres obtenidos por los saqueadores de tumbas. Así fue como escribió la gran novela de su época. Tal como su subtítulo lo indica (El moderno Prometeo), el libro de Mary Shelley contiene una reflexión sobre el fracaso científico: al igual que en el mito del héroe griego que robó el fuego divino para entregárselo a la humanidad, el doctor Frankenstein intentó crear vida, imitando a los dioses. En esta pionera fábula sobre las paradojas del progreso, el ser creado por un científico loco es uno de los monstruos nacidos de los sueños de la razón. La mórbida imaginación de la escritora fue acunada por esos monstruos que actuaban como guardianes y advertencias. Así, la parábola del aprendiz de brujo subyace en Frankenstein, ser que encarna el fallido intento humano de aproximarse a lo divino.
Con motivo del bicentenario de la publicación de la novela, en los últimos años los focos se han vuelto sobre la vida de Mary Shelley: sobre la Mary niña que aprendió a leer su nombre en la lápida del cementerio donde su padre hacía el duelo por la madre que murió durante el parto; sobre la Mary viuda que guardó el corazón de su marido, el poeta Percey B. Shelley, entre las primeras páginas de Adonais, su poema más célebre, y se lo llevó a la tumba, junto a mechones de cabello y pañuelos pertenecientes a sus tres hijos que murieron durante la infancia. A medio camino entre el ensayo, la biografía y la historia cultural, la escritora argentina Esther Cross escribió sobre Mary Shelley en La mujer que escribió Frankenstein (Minúscula, 2022):
“La tumba de Mary Shelley es muchas tumbas a la vez. Si alguien la abriera y armara la figura de pelos, huesos y cenizas unidos por la sangre que ya no puede verse, no daría con un cuerpo humano regular sino con una criatura diferente, como un monstruo”.
Esta imagen de la escritora-cadáver, rodeada por sus reliquias, nos guía por su mórbida biografía y su progresiva identificación con el personaje que ella misma creó. La relación de la escritora con Frankenstein parece multiplicarse en múltiples representaciones, en una gradación donde el monstruo se desliga de su condición antinatura para ser reivindicado en su cuestionamiento de las leyes de la naturaleza.