Museo es un término que sugiere por aproximación los espacios anómalos –las cuevas y las cavidades– por los que se desplaza la mano impávida de Steven Millhauser. Una zona por turnos retráctil y desplegable, en locaciones como suministradas por los arquitectos cinematográficos Piranesi, Escher y Caligari, de confines y jurisdicción inciertos. Extravagantes cuadros vivientes de una exhibición, de suspenso literal, pausado, pendiente, animado por un cronómetro antojadizo.
Su Museo Barnum, por ejemplo, se remodela y magnifica incesantemente: “Es un solo edificio con numerosas alas, anexos, adiciones y extensiones, o si se trata de numerosos edificios, ingeniosamente conectados por puentes aéreos, pasarelas de piedra, pérgolas de flores, arcadas con kioscos, pasillos bordeados de columnas”.
Quizá lo que Millhauser pone en escena es el modo en que un método de creación nunca se revela del todo. Por superstición, pero también por la imposibilidad de agotarlo. (Uno de los impulsos orgánicos de todo método es extender sus fronteras hacia aquello, precisamente, que desconoce). Millhauser viaja hacia lo inadivinable, probablemente entendiendo que es ese el gran dilema de un escritor, de cualquier artífice: pensar o no una obra propia a fondo. ¿Hasta dónde idearla, hasta qué punto razonarla? Cuántos blancos y lagunas permitirse, cuántos llamados –a corregir su rumbo y multiplicar sus ecos– obedecer.
El Museo Barnum existió en Nueva York en el siglo diecinueve. Cien años después, Millhauser lo adaptó a la ficción, sin restarle un solo día de clima anacrónico. Hizo de él un parque temático miniaturizado, una kermesse de prodigios, una versión americana –para niños postizos– del Locus Solus de Raymond Roussel, de La invención de Morel de Bioy Casares o de una novela o película estática, en loop, de Robbe-Grillet.
El del autor de Pequeños reinos es un mundo de interiores, cajas chinas portátiles que se abren y suceden de adentro hacia afuera. (Siguiendo su ejemplo, y el de Zenón de Elea, cabe preguntarse si también un libro será infinitamente divisible). Fuera de hora, en un ático recóndito, su personaje Eschenburg –primo hermano fonético y temperamental del ilusionista Eisenheim, sujeto del mejor cuento de Museo Barnum– fabrica autómatas. Al trabajar solo, un narrador debe inventarse –más que imaginarse– sus colaboradores, para montar su teatro de cámara, su troupe de cine introspectivo.
Varios protagonistas de Millhauser –casi todos títeres de proyectos disparatados– son autores. Un oficio que tal vez les fue impuesto para no alejarse de esa materia ígnea que es el destino de una vocación (y que tan bien retrató en August Eschenburg y Edwin Mullhouse). En relatos tan extraños como diáfanos, sabe hacer ver que en el mejor de los casos un escritor administra oraciones impresas, pero nunca lo que flota o sobrenada entre ellas, de manera que siempre una ficción es en última instancia inasible. Acaso más inasible cuanto más nítida.
–Intriga saber cuánto planea sus historias y cuánto es sorprendido por ellas a medida que avanza.
–Los orígenes de mis historias me resultan completamente misteriosos. Usualmente comienzan como una imagen que captura mi imaginación y no me deja en paz. Observo la manera en que varias posibilidades cobran forma y sólo comienzo cuando tengo la ilusión de cierta dirección. Para responder de otro modo: planificación y sorpresa en medidas iguales.
–Hablando de comienzos, intentemos empezar de nuevo formulando lo mismo de otro modo: ¿cuánto sabe de una historia antes de empezar y cuántos sobresaltos se permite?
–Conozco el título, la primera oración, a veces el primer párrafo, los nombres de todos sus personajes, el escenario o decorado, el arco temporal, la secuencia de hechos, el final. Pero saber todo eso es seguir sin saber nada, ya que una historia no existe excepto en sus oraciones, y sólo sé la primera. Así que me sorpendo continuamente en el camino.
–Y ya embarcado en la escritura, ¿cuánto siente que controla el curso de la historia?
–Elijo la forma del relato, pero en un punto determinado el mismo material presenta exigencias que deben ser obedecidas, como la madera que le propone sus propias leyes al tallador. Supongo que lo que sucede es esto: una historia es una suerte de lucha entre lo que yo deseo hacer y lo que el material que he reunido me permite. A veces me siento no un escultor sino un domador de leones, y en cualquier momento una criatura puede saltarme al cuello.
–Casi todas sus historias pueden leerse como una escenificación –una representación, digamos– de los mecanismos de la imaginación de un escritor o de cualquier persona. ¿Es un propósito deliberado o provino de un incontenible impulso interior?
–Si es cierto que mis historias parecen representar la imaginación, sin duda no es parte de un plan. Me aferro a la esperanza de que mis historias expresen una batalla o lucha entre lo real y lo imaginario, aunque los escritores, son malos intérpretes notables de su propio trabajo.
–¿Ha estado tentado de parodiar un poco sus propias obsesiones?
–A veces me tienta llevar los elementos de una historia lo más lejos posible, y ese impulso puede cruzar hacia el reino de la parodia.
–Por otra parte, ¿alguna vez fue consciente o temió que la escritura misma se volviera mecánica, fría, si cabe decirlo así?
–La escritura carece de sentido a menos que provenga de la pasión y la urgencia. No me preocupa ninguna otra cosa que no sea desarrollar los elementos de una historia en su dirección necesaria. La frialdad es a menudo una técnica deliberada, al servicio de algo más fogoso y peligroso.
–A propósito, ¿hay alguna debilidad en su escritura contra la que trabajó conscientemente?
–Adoro el detalle, el detalle preciso y sensual, y tengo que prestar atención a mi tendencia a hacer descripciones excesivamente meticulosas.
–La enumeración, precisamente, parece jugar un papel indispensable en su escritura.
–Lo que me atrae de la enumeración es su doble naturaleza. Es un método elemental para ubicar cosas, para ponerlas en orden, pero como todas las formas del orden invita e incluso provoca la disrupción. El orden y la disrupción son los elementos cruciales de una historia. Si está uno sin la otra no se sostiene el interés.
–Objetos vetustos, maquinarias a medias obsoletas, trucos anacrónicos y a veces ciertas fechas mantienen a las historias en una especie de dulce limbo anacrónico. Paradójicamente, se trata de un limbo siempre joven, digamos, cercano a la infancia, sus adivinanzas y acertijos.
–Es cierto, muchas de mis historias tienen lugar en ese limbo temporal, y es cierto que ese mundo a menudo sugiere la infancia, un momento previo a cuando la percepción se vuelve demasiado familiar o rancia. Y es también cierto que con frecuencia ubico los cuentos en años específicos o épocas que son cruciales para su atmósfera, como “Eisenheim, el ilusionista”, que sucede en la Viena del siglo XIX.
–Cuando este libro fue publicado por primera vez en 1990, la vida y la inteligencia artificiales –que aparecen acá y allá en estas historias, especialmente en “La invención de Robert Herendeen”- estaba más lejos de volverse lo tangibles que parecen hoy. ¿De qué modos esta evolución ha alterado su percepción del fenómeno o la atracción hacia sus misterios?
–Mi atracción por el misterio de la vida artificial es parte de una atracción más amplia hacia todas las cosas que imitan a otras. Las imitaciones de cosas vivas son por naturaleza siempre radicales, ya que nos fuerzan a cuestionarnos qué creemos significar al estar vivos. Los avances científicos de la vida artificial me interesan pero no como tema para mis narraciones.
–Hablando de enigmas, usted ha sido un autor replegado de la escena pública y la afición por el secreto parece ser un motivo recurrente en su obra. Lo ha explicitado en unas líneas incluidas en el volumen Pequeños reinos: “Su trabajo, para bien o para mal, siempre se había originado y prosperado en secreto”.
–Me siento atraído hacia el secreto, en parte por temperamento y en parte por convicción. En primer lugar, es una forma de protección; existen muchos modos en que una obra de arte puede ser dañada durante el largo acto de su creación. Y ahora se me ocurre que el secretismo es también el elemento natural de los criminales. Quizá los dos aspectos son finalmente lo mismo: lo que quiero proteger es mi libertad de entrar en territorio prohibido.
–Buena parte del efecto de vértigo o desorientación que producen sus relatos se debe a las variaciones en las proporciones y escalas, a la manía de la miniaturización.
–Los cambios de escala poseen una fascinación especial: esa clase de objetos sólo existen en relación con los objetos en su tamaño original, y por lo tanto poseen una doble existencia. Son ellos y no son ellos mismos. Viven acechados por espectros. Aunque tienen una existencia tangible, como sus originales, nos asombran haciéndonos percibir una diferencia. Y lo que resulta es que de pronto los vemos más vívidamente que a sus originales. De este modo, cambia inevitablemente nuestra percepción del mundo familiar.
–En su recreación de la historia de Simbad incluida en Museo Barnum leemos que de cualquier texto “no existen dos lecturas iguales”. ¿Eso también le ha ocurrido como autor?
–Totalmente. Las historias cambian sutilmente con cada lector, y las lecturas cambian con el paso del tiempo. Cuando regreso a una historia que creo conocer bien, espero que de alguna manera me sorprenda. Aguardo una revelación. Si nada nuevo me captura, me siento desilusionado, con la historia y conmigo.
–”Eisenheim, el ilusionista” no fue la primera ni la última narración biográfica en su obra, forma en la que se destacó con August Eschenburg, Martin Dressler y Edwin Mullhouse. ¿Qué le resulta más tentador explotar o distorsionar en ese formato?
–Lo que es atractivo de una biografía ficticia es la manera en que me permite establecer un mundo de hechos “reales” que gradualmente puede ser arrastrado hacia lo fantástico. Aunque en esta clase de historia el mundo sólido de los hechos sea en sí mismo paradójico, ya que el protagonista es de mi invención.
–Cunden los magos en su obra. Después de todos estos años trabajando en las artes del engaño y el subterfugio, ¿siente que su oficio está más cerca de la performance de un ilusionista o del reportero que registra esas tretas con ojos abiertos, sentado entre el público?
–A menudo me siento como una combinación no muy plausible de los dos: un ilusionista que realiza trucos de magia y un periodista que recolecta hechos. Pero el acto de un mago o las palabras de un periodista, en sí mismos, son de escaso interés si no están al servicio de algo mucho más profundo. El arte no es un entretenimiento y no es una enseñanza. El arte nos lleva al centro de las cosas. Pero ahora siento que es momento de que agarre mi varita y mi sombrero de falso fondo y salga caminando despacito del escenario.
Museo Barnum, Steven Millhauser. Traducción y prólogo: María Negroni. Interzona, 139 págs.