Los libros del crítico y novelista argentino Luis Chitarroni saludan al lector, según él mismo lo dice, desde abajo, desde un oportuno pie de página que ilumina la página. Siguiendo ese camino, he leído Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa (Interzona, Buenos Aires, 2007), como lo indica su título, una novela, y Mil tazas de té (La Bestia Equilátera, Buenos Aires, 2008), un breve, brillante, libro de ensayos. Por una razón no exenta de vanidad, la que se impone cuando leemos a quien se ha entusiasmado con los mismos libros que uno, Chitarroni (Buenos Aires, 1958) me interesa como pocos de los escritores latinoamericanos de mi generación. De él había yo leído (y reseñado aquí mismo), apenas el año pasado, su prólogo al único libro de su maestro informal, Enrique Pezzoni (El texto y sus voces, 2009), lo cual ya era una valiosa recomendación.
En los cuatro ensayos que componen Mil tazas de té (hermoso título, casi chino), Chitarroni se ocupa de algunos asuntos literarios esenciales, atreviéndose, para empezar, con el comentario, borgesiano, del Quijote y de los inconvenientes de su lectura. Relee Chitarroni no sólo a Borges, sino a Paul Groussac y a Américo Castro y concluye, en sintonía con Martin Amis, dudando de que el Quijote sea una novela propicia para un lector ingenuo, prevención que –no sé porqué– es difícil escucharla en los cervantistas profesionales. No serán pocos los lectores que se han tropezado, sin prevención y sin remedio, con el Quijote y en ellos (en mí mismo) pensaba al leer el ensayo de Chitarroni.
El plato fuerte (o la taza de té más concentrada) en los ensayos de Chitarroni es “Los extranjeros definitivos”, una investigación del exotismo en la literatura que comienza descartando a Rimbaud por exceso de méritos: “Tal vez sólo Rimbaud hizo del viaje algo definitivo. Como los actos solicitan menos incertidumbre que los motivos, la fuga de la literatura involucra el mito del poeta irreversible.”
Repasa Chitarroni las páginas de Robert Louis Stevenson donde se certifica la tranquilidad del lector cuando aparecen, en un sitio exótico, los viajeros ingleses e impone a Swift como el extranjero definitivo, argumentando su “destreza y velocidad” en el armado en escala de “escenas veraces dentro de realidades inadmisibles”. Tras abordar el asunto de la nacionalidad (la obsesión, en literatura, de quienes la condenan), Chitarroni reflexiona sobre la falsa ausencia de los camellos en el Corán (imprecisión de Borges) y acaba por revelar, de manera sorpresiva, el objetivo verdadero de su ensayo, la defensa de César Aira como supremo exotista. Se repasan, en Mil tazas de té, las razones habituales usadas para censurar al prolífico Aira. Una de ellas es burlarse de los 25 libros publicados por Aira durante una década, como si la “cantidad encerrara una idea irrisoria” de la calidad. Descree Chitarroni del elogio indebido y abusivo de la corrección y aboga por aquellos, contra Flaubert y sus manías, que no corrigen o dicen no hacerlo. Se ampara el crítico argentino en Walter Benjamin, quien a propósito de Walser, postulaba, quizás, que conocemos muchas maneras de escribir, pero pocas de corregir.
Mil tazas de té concluye con una odisea de tan sólo cinco días en la Cuba literaria, incluyendo la visita decepcionante a la casa de Lezama Lima y el trato con los fantasmas de Lino Novás Calvo, Calvert Casey y Alejo Carpentier (autor de La consagración de la primavera, una de las novelas más odiosas, según la opinión del crítico). Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa, también es la crónica de un viaje que nunca comienza, a la manera de El retorno de África, de Tanner: la imposibilidad de concluir una novela. Este libro de Chitarroni es de aquellos que hace mucho tiempo fueron experimentales y de vanguardia, y hoy son buenamente clásicos. Es la novela de una novela que no fue, el registro de la más heroica de las experiencias literarias, hacer una revista (en este caso titulada Ágrafa) y tornar la aventura en una meditación sobre la escritura. Para hacerle publicidad actualísima a la novela de Chitarroni diría que es lo contrario de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, es decir, un libro empeñado en probar que las aventuras de un grupo poético nada tienen que ver con el heroísmo de la juventud. Peripecias del no es literatura pura, artificialidad total: un libro mallarmeano que, canónicamente, no se escribió. Yo lo leí de cabo a rabo, durante una tarde, con la indulgencia con la que se lee el diario íntimo de un amigo cercano, con el azoro de quien se descubre en un espejo.
Borradores, repeticiones, citas olvidadas por saturación de literatura, asedios, componen Peripecias del no. No le perdonaría yo a Chitarroni una descalificación grosera de Ford Madox Ford (“una especie de cadáver de Morsa, vaciado ya” y mil veces vindicado). Le agradezco, a cambio, un retrato breve y chispeante de F.R. Leavis, la magia de las librerías de viejo y un diario mexicano donde aparecen lo mismo Jorge Aguilar Mora que Aurelio Asiain. Mucho tiene finalmente, Peripecias del no, de novela en clave argentina y en este caso, por fortuna, se me escapan, salvo las más transparentes (Rodrigo Fresán, Ricardo Piglia, César Aira), la mayoría de las alusiones. Aspiro, al menos ante Peripecias del no, a la condición de “extranjero definitivo”.
Uno de los libros de Chitarroni –lo compulsé en la pasada Feria de Guadalajara pero no pude convencer al expositor de que me lo vendiera– es una antología titulada Los escritores de los escritores. Chitarroni quizá sólo querría ser eso, un escritor para escritores, como algún día lo fueron, prevenidos y melancólicos, Borges y Nabokov. No me extrañaría que en medio siglo se exalte a Luis Chitarroni como ahora se les exalta a ellos.