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Ese faisán perdiéndose en medio del follaje

Adagia reúne las reflexiones que el gran poeta dejó sobre su oficio y sobre los vínculos entre pensamiento e imaginación. Con traducción de Marcelo Cohen. Por Juan F. Comperatore

Hay sujetos que pasan toda una vida intentando conjugar zonas incompatibles de su personalidad como si terciaran entre facciones rivales, mientras otros lidian sin mayores obstáculos con la contradicción y hasta pueden nunca experimentarla como tal. A su muerte, acaecida el 2 de agosto de 1955 luego de dos semanas en coma, no pocos de los colegas de Wallace Stevens se mostraron atónitos ante los obituarios que destacaban la eximia labor del poeta. “A la muerte de ciertos hombres –había apuntado– el mundo retorna a la ignorancia”.

Si bien su actividad de ningún modo había sido un secreto –no se hubiera permitido semejante vanidad–, tampoco era motivo de coloquio entre pares o subalternos. “La poesía –dijo– no es un asunto personal”. Su lacónica semblanza señala que cultivó una imagen que no se avenía con los atavíos del poeta maldito ni con los del circunspecto académico. Prefería mantener la fachada de un afable ejecutivo, y sólo ocasionalmente se dejaba ver garabateando notas que guardaba en un cajón de su escritorio. Las palabras que le escribió al director de un diario podrían haber sido su epitafio: “Evíteme, por favor, la nota biográfica”.

A la aparente antinomia entre actividad laboral y vida creativa, Stevens replicaba que el trabajo otorga “disciplina y regularidad en nuestra vida. Soy todo lo libre que deseo ser y por supuesto no tengo ninguna preocupación en cuanto al dinero”. Asesor jurídico en la Gran Manzana al comienzo de su carrera, con el tiempo el autor de Las auroras de otoño ganaría expertise en la rama de los seguros, hasta el punto de ser nombrado vicepresidente de la compañía a la que había dedicado una buena porción de sus días.

Las noches, en cambio, eran para la poesía. Las noches, y las caminatas de casa al trabajo y del trabajo a casa, durante las cuales se detenía, quizá ante un árbol, a registrar –a inventar– la ocasional epifanía: “Me mido/con un árbol alto./ Descubro que yo soy mucho más alto,/ porque llego hasta el sol,/ con mi ojo;/ porque llego hasta el mar/ con mi oído./ Aun así, me disgusta/ la forma en que se arrastran las hormigas/ al traspasar mi sombra”.

Este madrugador impenitente y celoso de la rutina fue un poeta tardío que hizo su senda omitiendo la sacra sombra de Eliot. Su primer poemario lo publicó a los 44 años, aguijoneado por Marianne Moore, y el reconocimiento a su trayectoria –a pesar de haber sido galardonado con el Pulitzer en 1955– sobrevino recién de manera póstuma. Buena parte de la poesía (no sólo) norteamericana de posguerra no existiría sin su influjo.

La poesía de Stevens suele presentar el envoltorio de una meditación opaca y de una intimidad sobrecogedora. John Ashbery, A.R. Ammons, Mark Strand y Anne Carson, por mencionar sólo a los más destacados, modelaron uno u otro aspecto de esa ascendencia. Para el crítico Harold Bloom (entusiasta en sus arrebatos, categórico en sus rechazos), Stevens era el Lucrecio de la moderna poesía anglosajona, pues como el poeta romano “busca su verdad en meras apariencias, busca su espíritu en cosas del tiempo”.

Sus Adagia forman parte del material donado en vida por el poeta a la Universidad de Buffalo y que se publicó luego de su muerte en un volumen que reunía la casi totalidad del material que por distintas razones había dejado inédito.

Se trata de proverbios, sentencias, aforismos, anotaciones provisorias que, si bien no pretenden configurar un ars poética (Stevens rechazaba la idea de sistema), en su movimiento circular permiten escudriñar ciertas preocupaciones estéticas recurrentes al resto de su obra: los vínculos entre lo real, el pensamiento y la imaginación; la lectura como una experiencia en sí misma y no como taquigrafía de lo vivido; la poesía como tema del poema. Stevens sabía que “No todos los días el mundo se dispone en un poema” y que “La poesía es un faisán perdiéndose en la espesura”. A dicha búsqueda dedicó una de las mitades de su vida.

Adagia, Wallace Stevens. Trad. Marcelo Cohen. Interzona, 80 págs.

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