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Fantasy es un lugar: De naves insólitas y tripulantes maltratados

Tres libros que nos transportan a épocas lejanas, traen lo fantástico a nuestro territorio y ofrecen consejos para sobrevivir a las catástrofes.

Por: Matías Carnevale

Que Sergio Bizzio sea uno de los escritores nacionales contemporáneos más importantes no es novedad. Que tiende a repetir el uso del plato volador como metáfora de lo estrafalario inserto en la vida cotidiana tal vez tampoco lo sea. Mi primer acercamiento a la fijación del autor por los platillos volantes fue En esa época (2001, premio Emecé de novela), que combinaba ovnis con la campaña contra el indio. Un enorme y acertado qué sucedería si. La idea era novedosa para la literatura argentina del mainstream, poco habituada a los elementos clásicos de la ciencia ficción.

Mi segundo encuentro bizziano tuvo lugar con el ingenioso y contundente relato “Viaje al único”, de Dos fantasías espaciales (2015), en donde la humanidad completa un ciclo evolutivo absurdo que termina en violencia.

En su último tríptico, el autor vuelve a la brevedad de La conquista, Iris y Construcción (2019), casi con la misma extensión, y al platillismo idiosincrático que empleó en las obras antes mencionadas. Esta vez, con un título revelador: Tres marcianos. Se sabe que los extraterrestres en la literatura han sido, invariablemente, de Marte. La culpa puede ser de H.G. Wells por su guerra de los mundos, que reemplazó en el panorama literario a los habitantes de la Luna. La cuestión es que, si vienen de otro planeta, se les dice marcianos. Y viajan en platos voladores.

En “El monte volador”, un paisano intenta levantarse a una citadina contándole que hay un plato volador en un monte y que recibió la invitación de sus tripulantes para visitar la nave. La mujer, escéptica, lo toma por loco, pero accede a acompañarlo igual —en el campo o son idiotas o trastornados peligrosos, como ya mostraba Bizzio en “Estancia”. Los marcianos, para emprender el vuelo, necesitan sangre humana, que consiguen con un ardid. En medio del estupor que debería causar el hallazgo de vida extraterrestre, la mujer se preocupa por la subida del dólar. La nave parte, pero del monte emergen unos personajes desalineados, “muy desprolijos… uno de ellos incluso con la dentadura en la mano”. Tal vez —he aquí el misterio— como en una película clase B de los cincuenta, los ET dejaron infiltrados disfrazados de humanos.


“La propiedad” elabora lo monstruoso de un alienígena, aunque también desnuda la inmundicia humana. Una pareja tiene secuestrado a un marciano rengo, al que usan como freak de circo para ganarse unos pesos. La descripción del coso espacial remite a la falsa autopsia del alien que se difundió en los años noventa: “Los dedos eran finos y largos, muy largos, sin uñas, sin articulaciones, como si fueran de goma. También él debía ser muy largo, o mejor dicho muy alto, porque la pierna derecha —cortada por encima de la rodilla, a menos que nunca hubiera tenido rodillas— llegaba casi hasta el final de la cama… una abolladura en la frente se alisaba de pronto (plop) como un vaso descartable que se ha presionado con un dedo minutos atrás”. Al verlo, el protagonista recuerda la vez que estuvo frente a un tiburón, otro raro privilegio. El marciano parece moribundo, pero es capaz de emitir un rayo rojo de su boca, lo que es interpretado como una gracia infantil y una forma de comunicarse. Finalmente, es la habilidad que le permite cercenar la mano de uno de los visitantes/espectadores y así poder escapar. Lo insólito del asunto tal vez sacuda más al lector que a los personajes, porque uno de ellos —el temporalmente amputado— luego de la experiencia relata una digresión de varias páginas: una anécdota sobre libros que son cambiados de lugar. Sin mucha conexión con el relato principal, el cuento del lector viene a cuenta de vaya a saber uno qué cosa. ¿Es un ensayo sobre la lectura, con alusión a “Filosofía de la composición” de Poe?

En “El regreso”, un astronauta de Ramallo vuelve a su pago para encontrar que su mujer no es quien lo había despedido tiempo atrás. La Andrea que dejó era rubia de ojos claros, la que halló al regresar es morocha de ojos oscuros, más alta y más flaca. La casa, el perro y la mujer de la limpieza son todos los mismos. El cosmonauta atribuye la confusión a su estancia en Marte y hasta consulta a un colega, que le confiesa su bigamia. El ramallense se encuentra en un embrollo similar al de Donald Sutherland en La invasión de los exhumadores, aunque su compañera no deschava su motivación o su intención. Su verdadera identidad no se resuelve, pero la desconocida sigue con los planes de la Andrea que el astronauta conocía o creía conocer.

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