Parafraseando a otro inglés en otra ocasión, podemos decir que Hamlet es “un enigma dentro de un misterio”. Según Harold Bloom, “no hay un ‘verdadero’ Hamlet como no hay un ‘verdadero’ Shakespeare: el personaje, como el escritor, es un vasto espejo en el que tenemos que vernos a nosotros mismos” (digamos, de paso, que la metáfora del espejo aparece de modo recurrente en boca del príncipe). Shakespeare y Hamlet son intercambiables, y no solo porque –como dice Bloom– es el único personaje que hubiera podido escribir su propia obra: Hamlet es la pieza en que más trabajó Shakespeare, y fue a la vez su creación más famosa y versionada (basta ver los diversos Hamlets que dio el cine, de Asta Nielsen a Kenneth Branagh). De ahí que Carl Schmitt pueda haber afirmado que “la condición mítica de la figura de Hamlet se conserva en la inagotable abundancia de las nuevas interpretaciones y de las nuevas posibilidades de interpretación”.
Eliot se quejaba de que Goethe hizo de Hamlet un Werther, pero no ignoraba que eso sucede inevitablemente con cada nueva lectura. Cada época tiene su Hamlet, e incluso cada país (basta recordar las adaptaciones de Kurosawa y Kaurismäki). Por tanto, hay método en la locura de afirmar que Hamlet también es argentino, como voy a aventurar (después de todo, ¿en que otro lugar del mundo se atreverían a ponerle “Hamlet” a un chocolate? Que sería algo así como llamar “Tito Andrónico” a una rotisería…). Pero para no remontarme hasta la “sombra terrible” evocada por Sarmiento, voy a detenerme en sus resonancias en nuestra historia reciente.
Y para eso debo empezar por dejar constancia de la extrañeza que implica para los que cargamos con el fantasma de un padre asesinado. ¿Cómo no sentir que ese personaje trajinado por los siglos, con quien todo el mundo puede identificarse, nos hace un guiño que solo nosotros podemos comprender? ¿Cómo no íbamos a sentir un estremecimiento al escuchar (en plena parición de los HIJOS, en los podridos años ‘90) “el presente está desquiciado. Maldición. ¿Justo a mí me toca enderezarlo?” Esa frase del final del primer acto es la evidente clave de lectura para cualquier presente, según como responda a ese mandato.
“Todo en la obra depende de la respuesta de Hamlet al espectro, respuesta que es altamente dialéctica”, dice Bloom. Y más adelante agrega: “Shakespeare creó a Hamlet como una dialéctica de cualidades antitéticas (…) Permitamos a este dramaturgo un conjunto de contrastes y nos mostrará a todos y a ninguno”. Aquí Bloom cita a Borges, que también es un maestro de lo antitético. Y clásico y moderno. Y–esta vez sin sorpresa– argentino (la gran sombra paterna de la literatura argentina). O sea, por si no nos quedaba claro, de lo que trata esta historia es de “la angustia de las influencias”, en su grado más extremo: de cómo asumir el peso de una herencia sin quedar sepultado en ella.
Por eso Hamlet no puede hacer otra cosa más que encarnar la contradicción: impulsa a un tiempo la acción y la cavilación que la inhibe. Porque si al dudar se convierte en cómplice del statu-quo, al actuar no hace más que encarnar una conciencia muerta. Y atrapado entre el mandato del fantasma y la aceptación de la realidad (entre pasado y presente, memoria y olvido), Hamlet pierde siempre: si cumple el mandato o si se rebela. Por eso solo le queda la duda, la indecisión. La enredadora dialéctica. Es decir: el teatro.
En su primera aparición, el príncipe le responde al rey, con su habitual juego de palabras, diciendo “I am too much in the sun”, lo que –como señala Gamerro– se puede traducir literalmente por “estoy demasiado al sol”, pero también como “estoy demasiado en hijo”, o directamente por “me tienen de hijo”. Pero para no quedar atrapado en ese rol, Hamlet debe reivindicar su corona, lo que implica superar –en todo sentido– a su propio padre. Y el problema, claro, es cómo “matar al padre” cuando otro ya lo ha hecho literalmente por uno.
Recordemos que Shakespeare, para facilidad de Freud, además de asumir el rol del fantasma le dio al hijo el nombre del padre, y a su criatura el nombre transfigurado de su propio hijo: Hamnet. Este murió a la edad en que algunos de nosotros perdimos a nuestros padres, y para cuando tuvimos la edad del príncipe (la edad que el hijo de Shakespeare habría tenido en la madura sombra de su padre) nos vimos reflejados en su espejo. Por eso podemos decir que Hamlet no evoca la ceguera de Edipo sino que anticipa la necesidad de salir (como dice otro hijo en apuros, el Dédalus de Joyce)“a buscar por millonésima vez la realidad de laexperiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza”. Lo increado es, entonces, la posibilidad de despertar de la pesadilla de una Historia violenta. Como Hamlet, muchos hijos quisimos cerrar una serie más que continuarla (como hicieron los ciegos montoneros).
Pero la pregunta se impone: si nadie entre nosotros consumó la venganza, ¿es porque se asumió el discurso de la justicia aun cuando parecía que nunca iba a llegar? ¿O porque la retribución sería imposible? (“¡Macbeth no tiene hijos!”, dice otra frase de Shakespeare). ¿O por no saber a quién culpar, cuando los asesinos no tienen un rostro familiar? ¿O simplemente para no proseguir con la saga de la sangre derramada, que sería leída como mera continuidad de una genealogía maldita?
El viejo Hamlet es un guerrero muerto sin sacramentos, pero también un espíritu condenado a vagar por sus “graves crímenes”. Hay que recordar que entre nosotros hubo un padre antes de los padres: un viejo rey Lear que desató la Tragedia. Los que nacimos en los años ‘70 llegamos a esa escena demasiado tarde, mientras que los entonces jóvenes militantes habían llegado en cambio demasiado pronto (esto también lo había previsto nuestro Lear, al decir, shakesperianamente: “es muy tarde para mí y muy pronto para ustedes”).
La generación del ‘70 asumió su rol, pero la tragedia fue que se equivocaron de obra: en vez de ser Edipo y matar a su padre (Perón) cedieron sin duda ante el género de “venganza” y mataron al usurpador del trono y mancillador de la reina (Aramburu), para cumplir su sueño imaginario (ser reconocidos por el fantasma como sus legítimos herederos). Un desplazamiento freudiano que sólo podía terminar en una violenta re–edipización, es decir: en la recaída bajo la órbita del Tío (no ya el buen Cámpora, sino López Rega y finalmente Videla).
Muchos sobrevivientes quedaron congelados en esa escena sacrificial (por convicción o cinismo), así como muchos hijos están hoy presos del reconocimiento especular que les demanda y otorga un nuevo Estado (en una suerte de imposible final feliz de la tragedia). Frente a este espectáculo, algún Rosencrantz o Guildenstern de nuestra generación se atrevió a hablar de “la sangre azul de los hijos de desaparecidos” (y lo dijo con esa mezcla de envidia y desprecio que siempre corroe a los cortesanos). “Benditos aquellos que son más que una flauta que la Fortuna hace sonar a su capricho”, respondería Hamlet.
Para burlar a la Fortuna, es necesario releer a un atento lector de Shakespeare: “Las generaciones muertas aplastan, como una pesadilla, el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal”. Marx nos recuerda aquí la lección de Hamlet: no se trata solo del barroco teatro del mundo, sino del papel que (in)conscientemente jugamos en él.
Y concluye, como si nos hablara también de nuestro presente, frente a quienes hoy cantan viejas consignas llamándose fantasmalmente “soldados de Perón”: “Si examinamos esas conjuraciones de los muertos en la historia universal, observaremos en seguida una diferencia que salta a la vista. (…) En esas revoluciones, la resurrección de los muertos servía para glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro.” Está claro que ese espectro es “un rey de retazos y remiendos”, como lo llama Hamlet. Pero, los que creemos haber logrado escapar a esa destino, ¿no habremos simplemente eludido al espectro sin “encontrar de nuevo el espíritu de la revolución”? Esa duda hamletiana no dejará de perseguirnos.
Recapitulando: la generación de los ‘90 creció literalmente a la sombra de sus derrotados padres, presos de una tragedia que había sido decidida en una escena pasada, y que sólo podían asumir con la congelada visión romántica de un paisaje después de la batalla, o con el cinismo prescindente de quien se siente eximido de culpas al haberse entregado a la fe de los vencedores. El abismo simétrico se abrió así entre quienes asumieron (sin distancia crítica) la irredenta voz del padre y quienes rehuyeron (con frivolidad posmoderna) a su sacrificial historia. Entre ellos, algunos enfrentaron su destino hamletiano: ¿Cómo sostener la duda ante un (des)aparecido? ¿Cómo actuar –o no actuar– sin caer bajo su ardorosa sombra?
Claro que no se trata de superar la contradicción (lo que quizá sea imposible), sino de hacer de ella una fuerza dialéctica (al poner en cuestión toda herencia). No para escapar de la tradición, sino para reinventarla (como hace el mismo Shakespeare con las “tragedias de venganza” en Hamlet). Porque negarla sería negar la propia historia, y condenarnos a vagar para siempre en una tierra baldía, del mismo modo que intentar repetirla es condenarnos a ser fantasmales encarnaciones del (solo así vencedor) padre vencido.
Después de todo, el padre (el “viejo topo”, revolucionario o reaccionario) vive en nosotros, como Eros y Tánatos. Y asumir su condición trágica no implica renunciar a la Historia (porque también el viejo conjuro nietzscheano –“¡líbrate del peso de la historia!”– no deja de ser otra nostálgica tradición, que sustituye el peso del pasado por la vacuidad de un presente sin fin). De lo que se trata es de liberar a la tradición de su mortuorio sueño memorialista para convertirla en crítica activa, en acción crítica. Quien lo logre (como el Fortimbrás que viene por fin a reunir conciencia y acción en la última escena de Hamlet) dará un paso más allá de la mera reivindicación o negación (que es el más común horizonte de las generaciones ofendidas).
Sin embargo, ya sabemos que ese final feliz es imposible, porque hay “una mano divina que da forma definitiva a nuestros toscos tallados” (o “nuestro el proyecto, más no el resultado”), como dice Shakespeare anticipando la hegeliana “astucia de la Razón”. Volviendo al inicio, recordemos lo que ya había entrevisto Eliot: “El desconcierto de Hamlet es una prolongación del desconcierto de su creador frente a su problema artístico. (…) Ninguna de las posibles acciones puede satisfacerlo, y nada que Shakespeare pueda hacer con la trama puede realmente expresar a Hamlet.” Por eso el príncipe muere dejando no solo un heredero político sino también uno poético, encargado de contar su historia (aunque no podemos imaginar que el lacónico Horacio pueda triunfar donde fracasó el genio de Shakespeare). Lo demás es silencio.