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Juan Carlos Kreimer: el punk, el new age y la constante búsqueda de sentido

Por Pablo Díaz Marenghi

 

Punk, la muerte joven es, tal vez, el libro más famoso de Juan Carlos Kreimer (1944). Allí narró el estallido punk en Londres en primera persona. En los ochenta circuló de manera cuasi clandestina, facsimilar, tipeado en máquina de escribir o fotocopiado y funcionó como la chispa que encendió la mecha de la rebelión en los corazones de cientos de jóvenes de habla hispana. Siempre interesado en la introspección, la filosofía oriental y las terapias alternativas, su obra periodística también estuvo ligada a esto. Un claro ejemplo es la revista Uno Mismo, que fundó y dirigió, y su libro Bici Zen, sobre los beneficios espirituales del viajar sobre dos ruedas. La contracultura en todas sus vertientes y la reflexión constante sobre la escritura atraviesan su vida y se condensan en Prosa Caníbal (Interzona), su más reciente libro. Recurriendo a diferentes registros, como la crónica, la novelización y el ensayo, Kreimer reúne los principales aspectos de su vida, recuerdos, anécdotas, poemas; diversos escenarios y personajes que marcaron su vida a fuego. En las páginas de este libro se destilan un impulso nómade, bohemio y trashumante, influenciado por la generación beatnik. Un núcleo energético que condujo su vida a diferentes países en búsqueda de su verdadera esencia.

“En una época de un vacío de ideas enorme como la actual, en Argentina y el resto del mundo, un movimiento como el punk se valora mucho. Ojalá que surja uno nuevo. Que no sean punks y que piensen que el punk es viejo” afirma con serenidad, a la vez que construye un diagnóstico ambiguo, que se vuelve optimista y, a la vez, desolador. En diálogo con Almagro, Kreimer amplía sus memorias y reflexiona sobre los cambios en torno a la política, el arte, el rock y el periodismo; su formación en los bares y las redacciones, los personajes que marcaron su historia, el recuerdo de Rodolfo Walsh y su mirada sobre el movimiento punk, del cual no se siente un referente pero que, casi de casualidad, supo convertirse en uno de sus intérpretes fundamentales.

-En tus memorias aparece bastante tu paso por la revista “Eco contemporáneo”, tu relación con Miguel Grinberg la influencia que tuvieron en vos la cultura oriental, el pensamiento zen, la ecología y la contracultura. Esas corrientes influenciaron a varios periodistas, escritores y artistas. ¿Ves una continuidad de esto hasta hoy?
-Lo noto poco. Se puede notar en Miguel Grinberg o en Osvaldo Baigorria, que también es un escritor muy marcado por eso. Nosotros en aquel momento éramos los contraculturales. De repente los demás escritores que cito y que eran amigos míos, querían ser parte de la cultura, querían hacer carrera como escritores. Nosotros estábamos muy influidos, en parte por (Witold) Gombrowicz, por la generación Beatnik, la generación Beat, el rock. No teníamos tan presente lo que se llamó la escritura comprometida con lo político. Pensábamos que lo político también pasaba por la vida cotidiana. No nos interesaba hacer un obra literaria sino tomar la vida como obra de arte. La cosa existencialista, por eso hago referencia en el libro a Albert Camus. Además de haber sido marginados por la cultura, fuimos quedando asociados primero al beatnik, después al hippismo, después en mi caso al punk, Miguel (Grinberg) a la ecología y Osvaldo Baigorria a lo trashumante. En todos había una gran búsqueda del sentido de la vida y del ser. Nos preguntábamos para qué estábamos acá. Quienes más llegaron a esa búsqueda fueron los orientales, para decirlo de una manera genérica. Casi todos, de alguna manera u otra, encontramos en el budismo, en el zen, en la meditación, en muchos caminos que vienen de oriente, las respuestas a esas dudas que teníamos. Teníamos la libertad de no pertenecer a ningún grupo. Nunca nos importó agruparnos. Éramos los mufados, porque estábamos con mufa. Estábamos hartos de todo e incluso de mucha gente de nuestra generación. Por más que escribí mucho de los hippies nunca me dije “soy un hippie”. Por más que escribí sobre el punk, y soy un referente para muchas personas, no me considero un punk. Tampoco fui un yuppie, tampoco me considero nada más que un ser humano. Detesto las categorizaciones. Es más, no digo que soy escritor, digo que escribo.

-En este libro y en uno anterior (Historias Paralelas) contás cómo te llegó el encargo para escribir un libro sobre el estallido del punk en Inglaterra en los setenta (Punk, la muerte joven, 1978) . Es interesante como le diste cuerpo al fenómeno, involucrándote pero sin necesidad de santificarlo. ¿Cómo orientaste ese trabajo?
-Estaba en la lona. Venía de haber vivido la primera etapa del rock en Argentina y había hecho un par de libros. El primero, Beatles & Co (1968), donde reuní elementos que, en su momento, estaban inconexos, como Bob Dylan y los Beatles o Elvis Presley y la música yé-yé francesa. Armé una especie de hilo conductor. Después hice Agarrate (1971), sobre el rock en Argentina. Tenía experiencia de lo que eran los fenómenos musicales en los comienzos. Tenía oficio de periodista. Y tenía la necesidad, de hambre. Laburé mucho, día y noche y lo hice. Pero creo que, esto me doy cuenta ahora y no para vanagloriarme, en su momento no me di cuenta que al mismo tiempo que hacía una crónica, era muy crítico. Creo que por eso fue que a alguna gente le gustó mi actitud crítica, mi pensamiento crítico de no creerme que eso era la revolución. Eso era un gesto artístico, de un grupo de gente joven, que también iba a ser comido por el sistema al menor descuido. Y así ocurrió.

-Ese tono crítico se percibe a medida que uno avanza en la lectura de Punk, la muerte joven
-A mi favor, yo tenía ocho años más que los chicos. Parece poco, pero era una diferencia. Para ellos, era un viejo. Había vivido esa experiencia y no me la creía otra vez. Podía ir, saltar en un pogo, divertirme, emborracharme, escuchar y gozar con las canciones, pero sabía que no dejaba de ser una estética. No una revolución fuerte. Por cierto que la estética y las revoluciones culturales también inciden, porque abren la conciencia, pero sabía que en cualquier momento las compañías grabadoras (por más que decían que estaban en contra) se iban a poner y que el día en que ellos firmaban la primer cosa y entraban, se terminaba. Y pasó así, porque finalmente los Sex Pistols quedaron atrapados para siempre con el sello Virgin. Como no lo aguantaron, se fueron al diablo y después siempre estuvieron vinculados con alguna compañía. No se quedaron en el do it yourself o en el underground.

-Es interesante cuando hablas con Malcolm Mclaren, que te cuenta que era consciente de muchas de estas cosas y tenía en claro que tenía que construir estética. También le das voz y lo analizas

-Malcolm Mclaren era un situacionista a su manera, no era como Guy Debord, y su concepto de sociedad del espectáculo. Pero, de alguna manera, también se puede decir que era un manipulador. Entendió que podía usar ese fenómeno para provocar y mostrarle a la sociedad cuan ridículo era todo. Eso lo armó desde ese punto de vista.

-En tus memorias amplias la anécdota de cómo fue que te encargaron ese libro: debido a una novela que envíaste a una editorial y fue rechazada pero que, en el contexto de la trama, incluía elementos de la cultura punk. Es decir, ¿ya frecuentabas ese ambiente?
-Escribí esa novela, Señor de ninguna parte, en 1976. Ya había algunos punks, pero todavía no estaban en los grandes medios. No había salido ni en el Daily Mirror ni había escándalos. Eso fue en 1977, el año clave. Pero lo que los punks proponían ya estaba flotando en el aire. Y en esa novelita cuento la historia de un un escritor, Alexander Trocchi, y un argentino (mi alter ego) que llega ahí y está perdido. Allí narro la relación que establezco con su hijo y voy viendo que él tenía una manera de escribir muy diferente a cómo se escribe. Habla de los fenómenos que ocurren en primera persona, involucrándose con detalles que podrían parecer intrascendentes, pero logra un acercamiento al hecho en sí mismo mucho más fuerte que los cronistas de revistas como Melody Maker o New Musical Express. En aquel momento, que trabajaba en un bar de lavacopas y en un teatro de acomodador, empiezo a investigar y a hacerme amigo de este muchacho. Cuento la relación con él y su mujer. A través de ellos conocí también a Malcom Mclaren y a su mujer, Vivienne Westwood, en fiestas y reuniones que iba con ellos. Yo era un argentino inmigrado y perdido. Acá, en su momento, era el comienzo de los milicos. Me fui después de Adiós Sui Generis y en marzo ocurrió el golpe. Llegué a Londres con mucha expectativa y era nada, una fealdad. Aparte nevaba, nadie me daba bola. Era como un pakistaní. Un sudaca.

-Es muy difícil, y a la vez forma parte de la práctica periodística, analizar un fenómeno al mismo tiempo que ocurre y se desarrolla. ¿Eras consciente de eso en aquel momento?

-No, lo único que tenía era la zanahoria de que me iban a pagar un fangote (lo que ganaba en tres años de mozo) por un laburo de un mes y que había que hacerlo. O lo hacía o seguía de mozo. Entonces me organicé bien y laburé mucho. Laburé día y noche. Hubo semanas donde habré dormido tres o cuatro horas. Una amiga, que colaboraba conmigo a la par, me juntaba información, la mandaba a tal lado a buscar tal cosa. En los últimos quince días de trabajo la gente de las grabadoras se dio cuenta de lo que estaba haciendo y, como España era un mercado para ellos, empezaron a darme materiales: fotos, discos, entradas; hasta me conseguían reportajes con los músicos. Así fue como la pude ver a Patti Smith. Y la pude ver en un día que tenía cada media hora un reportaje. Me atendió una hora después del horario que habíamos acordado. Estaba totalmente fumada y me dijo: “Disculpame pero no te puedo hablar, por las preguntas que me hacés, sé que sabés bien quién soy. Armá lo que quieras con lo que vos sabés de mí, que yo dije en otro lado, y adelante”. Me dio un abrazo y tenía un olor a chivo que todavía lo recuerdo. Era al día siguiente de un concierto y estaba re fundida.

-También contás en tus memorias que, a veces, sólo podías recolectar algunos textuales breves, monosílabos, a la salida de los shows y después con eso armabas algo más elaborado

-Sí. También a veces nos citaban a un vernissage o a la presentación de un disco, y éramos cinco, seis u ocho periodistas de diferentes medios. Uno quería hacer la propia y no quería que el otro tuviera nada de lo que uno tenía. Como teníamos que esperar, nos daban de tomar y nos atendían bien, empezábamos a hablar del tema y ahí había mucha data. Tenía mucha data de conversaciones con otros periodistas. También venía siguiendo y tomando como referente a Lester Bangs, que era un Miguel Grinberg del rock de aquellos. Seguirlo a él hacía que entendiera los fenómenos de una manera muy diferente a que si leía el Daily Mirror, un diario que podría ser acá como el Clarín. Si bien ahora cambió, y tiene gente que escribe bien, en aquel momento lo único que había en los diarios eran escándalos, la orgía, los colores, el riot, como se decía entonces al acto bandálico. Lester analizaba más en profundidad. En un momento, el punk se insertó en la parte cultural (conciertos, fiestas, reuniones). Tocaban mucho en colegios. A veces íbamos al mejor de los colegios, charlábamos con otros artistas, muchos pintores, gente de la plástica, algunos escritores. Pocos escritores. Había uno que estaba siempre, Hanif Kureishi, que publicaba en Anagrama. Autor de El buda de los suburbios (1990). Hablábamos de la temática, de la influencia de (David) Bowie, de lo que era Iggy Pop, del aburrimiento que nos provocaba el rock sinfónico, de cómo los medios metían a todos en la misma bolsa, defendíamos a Queen, más que nada a Freddie Mercury, que por más que era parte de un grupo del mainstream me encantaba. Que no me pasaba ni con Yes ni con Pink Floyd. Desde acá los miraba, tenía los long play en mi casa, los escuchaba montones de veces fumados con amigos, y los vi allá y fue una decepción terrible. Fue como encontrarme con artistas consagrados, no con rockeros. Tipos que estaban de vuelta.

-Respecto a tu paso por las redacciones de Buenos Aires, otro tema que aparece bastante en tus memorias, comentas tu paso por revistas importantes como Panorama o Confirmado y hacés foco en que esa fue tu escuela. Tu formación. ¿Podrías ampliar esto?
-Nuestra formación eran las redacciones y, también, los bares. En esa época no había internet y nos encontrábamos en los bares. Íbamos mucho a bares en Corrientes, a la salida de las redacciones nos encontrábamos con (Carlos) Ulanovsky, (Miguel) Briante, (Antonio) Dal Masetto, (Jorge) Di Paola, con Norberto Soares, María Moreno y otros más que ahora no me acuerdo. Íbamos al Bar Moderno, al Bárbaro, a la Giralda, a veces íbamos a La Paz, que todavía era potable, 36 Billares. A veces nos quedábamos hasta las tres o cuatro de la mañana. Ahí se hablaba de literatura. También se hablaba de política pero se hablaba de literatura y en serio. Caía (David) Viñas, caía (Rodolfo) Walsh y otros. A veces se agarraban a piñas. Se defendían las ideas a muerte. Eran tertulias.

-Y hoy en día, ¿ves aquellos tiempos con cierta nostalgia, en el sentido de que algo de ese espíritu se debería recuperar, o creés que los tiempos fueron cambiando?
-Los tiempos fueron cambiando. Hay cosas que ya no están y otras permanecen. A veces voy al Salón Pueyrredón, por ejemplo, y me quedo charlando con gente que conozco ahí y se dan cosas. Con esto de internet y, de repente, que la vida es cara. Si querés ser bohemio es caro. Pediste un café, dos cafés, son cien mangos. Una cerveza, como ochenta mangos. De repente, la gente no tiene el dinero para hacer eso todos los días. Y antes íbamos todos los días, eh. Sábados y domingo. Íbamos a una fiesta y después íbamos ahí. O íbamos a una premiere a ver una película o una obra de teatro y después ahí. Y también éramos menos. Éramos menos personas. Siempre decíamos que éramos mil, mil quinientos, que íbamos siempre a los mismos lugares. Los que logramos entrar en las redacciones en ese momento éramos cien, cincuenta. Hoy creo que hay muchos más. Todavía no había tanta gente en los medios audiovisuales, como la radio y la televisión. El periodismo era gráfica. Era escribir bien. Tener agallas para escribir bien. Y, después, jugársela políticamente. Había tipos que pensaban bien pero no escribían muy bien y había tipos que escribían muy bien, como (Miguel) Briante, que era un genio, tenía una prosa maravillosa, o (Jorge) Di Paola o Antonio Dal Masetto, que tenían su peso simplemente porque escribían bien. Escribir bien implicaba ser crítico, tener buena prosa, ser sagaz, producir. En esa época había muchos diletantes: tipos que hablan, hablan y hablan pero nunca hacen nada. Había muchos diletantes. Y mucha bohemia al pedo. Gente que se juntaba en los bares, se emborrachaba, iba a fiestas y puteaban que iban a hacer la revolución. En cambio, había gente que se ponía y concretaba sus objetivos. Uno luchaba para ser el mejor para que no viniera otro y te robe el lugar.

-¿Creés que hoy en día esta cuestión de “hablar y hablar y no hacer” se acrecentó, en parte gracias a las redes sociales, en detrimento del ansia por formarse y ser mejor en su profesión?
-En aquel momento, todos queríamos ser escritores. Vivíamos del periodismo o de la publicidad. Muchos crecieron más como periodistas que como escritores, como el caso de Tomás (Eloy Martínez). Entonces, ser escritor no era joda. No era la cosa mediática, publicar mucho e ir a ciertos programas para hacerte conocido. Era porque tenías algo que te emparentaba con la familia de los escritores. El primer tipo muy popular acá era alguien que no era un gran escritor pero que vendía mucho, Eduardo Gudiño Kieffer. Eduardo, en las elites culturales, era muy despreciado, porque vendía mucho. O había una mujer muy finoli, Silvina Bullrich, que escribió muy buenos libros, que también vendía mucho. La que era más intelectual era Beatriz Guido. Había como un culto de ser buen escritor. De repente, los escritores viajaban y se encontraban con escritores grandes. Venían escritores de afuera, se hacían reuniones y se hablaba de literatura en serio.

-Algunos periodistas y escritores plantean que los jóvenes leen menos o no leen tan bien como leían antes. ¿Coincidís con esta mirada?
-Es cierto. Coincido, pero no lo veo como una crítica. Creo que han cambiado los tiempos. La capacidad de atención se ha ido reduciendo. Hay mucha más competencia. Antes, las cosas buenas las encontrabas en algunas revistas y en libros. Hoy existe internet. Hay mucha competencia en el espacio de lectura. Eso hizo que la literatura se vuelva parte del negocio editorial, que fuera distracción. La literatura te tiene que sacudir, confrontarte con cosas más profundas. Ganó la filosofía del “pum para arriba” y los medios de comunicación. En ese momento había cuatro canales de televisión y si había un programa cultural era mucho. Era de una mediocridad tremenda. Entonces, la gente leía. Hoy en día hay muchas cosas. Por ejemplo Netflix. Netflix es algo fantástico pero se metió en las camas de la gente. Antes a la noche se leía. Vos tenías los libros en la mesa de luz. Mi hija, por ejemplo, no tiene libros en la mesa de luz para leer que va acumulando. Los tiene en la biblioteca, cada tanto los consulta, lee lo que le interesa y listo. No me quejo pero es así. Antes era de otra manera. Antes de Guttenberg, después cuando vino Guttenberg pasó esto, ahora que están los dispositivos electrónicos habrá otro fenómeno. Son emergentes de la época. Pero no tengo ningún tipo de apego a lo que fue.

-Respecto a lo musical, desde Spotify al revival del vinilo, ¿cómo ves los cambios en torno al modo en que se escucha y circula la música en la actualidad?
-Antes se escuchaban longplays. Ahora se escuchan temas. No tomás un longplay como una obra. Los discos de Charly García o de La Máquina de Hacer Pájaros: cada longplay fue un hito. Hoy ponés una canción, ni te acordás el nombre del longplay o en cual estaba.

-¿Seguís prestándole atención a la música como en tus comienzos en el periodismo?
-No. En verdad, yo me convertí en cronista de rock casi a la fuerza. Casi generacionalmente. Porque cuando entré en los medios era el más joven y, de alguna manera, era uno de los pocos que entendía esa pavada que eran esos chicos que cantaban rock o música progresiva. Era lo que más me interesaba. Me volví, sin querer, un especialista, porque me pedían mucho material, conocía y sabía todo. Sabía la diferencia entre La barra de chocolate y Almendra, cosas que mis jefes no sabían. Para ellos eran todos pelilargos. Me gustaba. Encontré, como también muchos otros, en el rock una manera de encontrar la poética, la poesía, lo que transmite la buena percepción literaria mechado con algo vivencial como es la música. Antes el poema uno lo leía en silencio o por ahí en un bar había una lectura de poemas. Que no tiene nada que ver con la canción. La música te pega por otros lugares. Por una cuestión generacional también, la música me llegaba y la pasaba bomba también. Además, ideológicamente, el rock estaba más cerca de la contracultura que la literatura, la poesía, la plástica u otro tipo de arte. El rock era pesado, más marginal y más contestatario. No era ni de izquierda ni de derecha: estaba en contra de la derecha y de la izquierda. Me sentía más identificado.

-Leyendo tus memorias, hay bastante de pensarte a vos mismo como un ser errante, bohemio, algo que se puede emparentar con los beatniks, ¿eso fue lo primero que te impactó de esa literatura?
-Lo que me impactó era la libertad que tenían. La libertad para ser ellos mismos. No te hablaban de personajes que se drogaban, que eran homosexuales y que robaban en locales y se metían en quilombos. Hablaban de la vida real de Burroughs, lo que le pasaba a (Allan) Ginsberg ante la muerte de su padre o (Jack) Kerouac contando sus viajes u otros poetas como (Lawrence) Ferlinghetti. Henry Miller que, si bien no era un beatnik, metía mucho de lo autorreferencial. Me parecía que las vidas de ellos eran más importantes que las de todos los tipos que se dedicaban a escribir, que tenían vidas aburridas, oficinescas. Eso me influyó mucho no solo en como escribía sino en mi manera de ser. En la manera de pensar, de ver. La libertad que tenían no sólo para escribir sino para asociar diferentes campos y ligarlos, cosas que parecían delirios tenían una fuerza increíble; tenían una visión muy alternativa de lo que era la vida. Hasta incluso, en su momento, Philip Roth. Me acuerdo cuando salió El lamento de Portnoy (1969) que estaba prohibido. Un tipo que hablaba de que se masturbaba. Y acá eso no sólo estaba prohibido, sino que había una vergüenza colectiva de reconocer una práctica que todo el mundo hacía. Eso hizo que la literatura de ficción sufriera un sacudón. Ustedes que están escribiendo cuentitos en base a personajes. Nosotros, los beatniks, estamos poniendo nuestra propia vida y algunos murieron por eso. Ni hablar algunos rockeros, como Jim Morrison, Jimmy Hendrix o Janis Joplin. Por lo tanto, una pasión te puede llevar a dejar de vivir. A no estar más aquí. Y aunque no lo imites, eso te da una fuerza en un plano que no te lo da un manifiesto político.

-¿Encontrás esa fuerza en la literatura o en el periodismo actual?
-Poco. Lo encuentro en algunas personas que escriben muy bien, como Josefina Licitra, Emilio Cicco, Leila Guerriero, mismo (aunque no me gusta mucho su ideología) Martín Caparrós.

-¿Qué cambios encontrás hoy respecto al compromiso político y el debate, casi constante, sobre la revolución que había en otras épocas?
-Creo que la discusión no moviliza a la práctica como movilizaba antes. Antes estaba la praxis. Hoy en día podés discutir, debatir ideas, pero no movilizas como se movilizaba antes. En aquel momento también estaba la esperanza de que el mundo se podía cambiar. Había una utopía de un mundo mejor. La ilusión de que se podía hacer una revolución. Esa generación tuvo una gran decepción porque se dieron cuenta de que la izquierda, aunque hizo cosas muy justas y razonables, también adolecía de muchos errores y vicios que tenía la derecha. El ejemplo más grande fue la burocracia rusa y el partido comunista. De repente, aparecían movimientos que se convirtieron en referentes importantes, como el Justicialismo en Argentina, que representaban al campo popular. Pero volvían a cometer los mismos errores. Eran manejados por la parte de derecha y no por la parte más combativa.

-Antes mencionabas a Walsh, ¿tuviste contacto con él?
-Lo vi muchas veces en lo de Jorge Álvarez y en la casa de Piri Lugones, que había sido pareja de él. Era un tipo muy bueno, muy generoso. No hablaba mucho de política en las reuniones. No hablaba de su militancia, quiero decir. No tuve una relación íntima, como (Horacio) Verbitsky u otros, pero lo conocí. Me acuerdo que trabajaba en la editorial Jorge Álvarez cuando él publicó Un kilo de Oro (1967). Eran unos cuentos muy lindos. Lo lei, hablé con él, yo llevaba las pruebas de galera y él las corrigió en la editorial, luego hicimos las pruebas de imprenta, charlamos. Todavía no tenía ni la menor idea de la magnitud que iba a tener ese señor. No me imaginaba que iba a ser RODOLFO WALSH. Y eso que ya había publicado “Esa Mujer” (1965, integró el libro de cuentos Los Oficios Terrestres) pero todavía no tenía la fuerza que tuvo después. Lo mismo me pasó con David Viñas u Olga (Orozco) con la que éramos grandes amigos.

-¿Cómo surge la revista Uno Mismo?
-Surge en 1982, después de lo que fue la década del setenta, no solamente en la Argentina, sino en todo el mundo, muchos descreíamos de aquellas utopías y nos empezamos a dar cuenta de que el mundo no se iba a cambiar masivamente si no hay, primero, un cambio en cada uno. Imponer una revolución masivamente era una cosa de uniforme. Eso no funcionaba. Empezamos cada uno a cuidarse, todos teníamos treintaypico, a no vivir en automático, siempre tenés algún diente que se te rompe, algún dolor de estómago o alguna rodilla que te duele, empezamos a ser conscientes de la alimentación, la ecología, no solamente la lucha política sino que hay algo mucho mayor. Ese movimiento, que se llamaba el movimiento del potencial humano, fue muy fuerte. La gente le llamaba la nueva era, new age, para mundializarlo, porque siempre había una cosa esotérica, pero era un movimiento que venía de California, básicamente del mismo lugar donde se habían gestado los beatniks, que eran tipos que habían estudiado (psicólogos, sociólogos) que, de repente, tenían la misma actitud que tenían los rebeldes o los hippies pero podían fundamentar, esas cosas tenían un sentido, que resignificaron positivamente. Esa rebelión tenía un sentido. Había que encausarla y tomarse un tiempo antes de salir para revisar cosas propias. Ahí coincidió que al volver a la Argentina tenía esas ideas, me di cuenta que no había un medio así y lo hice.

-En los últimos años se armó también un mercado en torno a la llamada “autoayuda”, ciertas ideas ligadas al pensamiento oriental, como el fengshui.
-Al comienzo había gente muy seria, hice la revista y la dirigía doce años. Después del año noveno, décimo, durante el menemismo, que era todo pizza y champagne, esas corrientes alternativas se convirtieron en un supermercado. A mucha gente le resultaba muy difícil discriminar cuál era el trabajo serio y cuál era un chanta. Para colmo hubo un personaje de (Alberto) Olmedo que era el “manochanta” (sic). Entonces decidí dar un paso al costado de la revista. En su momento llegó a ser una revista que tenía mucha credibilidad. Me dediqué a otra cosa (los libros para principiantes, de Longseller).

-Volviendo al punk, en tu libro rescatas un concepto que bautizaste como punkitud, aquella actitud de rebeldía ante lo establecido. ¿Ves hoy punkitud?
-El punk no inventó la pólvora. La pólvora viene de los anarquistas, los surrealistas, los dadaístas, personas que rompieron con algo. Es la paradoja de los antihéroes. Las personas que son antihéroes, con el tiempo se vuelven los héroes. Creo que el punk es un héroe de los antihéroes. No es que jugó de entrada de ganador, no es un “pum para arriba” ni es un best seller. Es un paria que se animó a decir las cosas de frente. Eso siempre reaparece en las nuevas generaciones. En una época de un vacío de ideas enorme como la actual, en Argentina y el resto del mundo, un movimiento como el punk se valora mucho. Ojalá que surja uno nuevo. Que no sean punks y que piensen que el punk es viejo. Ojalá que piensen del punk como el punk pensaba de los hippies. Que sea un emergente que no sea un Unabomber, un terrorista árabe, un suicida kamikaze o un barrabrava sino alguien constructivo.

 

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