El farmacéutico de Puerto Concepción me interna en su casa. Su hija, ya mayorcita, a la que me cuesta entender lo que dice porque habla hacia adentro y queda sin aire, juega a Misery conmigo: me tiene encerrado en el cuarto del fondo y negocia los remedios. Llego a pensar que me da otros para que empeore. Para colmo, yo desespero por cruzar las historias que he traído con lo que estoy viviendo. Además, necesito enviar cuanto antes mis doce carillas prometidas a la revista. Ella me aferra la mano con la que escribo y se la frota por el cuerpo. Una caricia por renglón, exige. Si me detengo en una frase, grita: Vamos, no pienses… no ves que estoy re caliente.
—Casate con la Laurita —llega a pedirme el farmacéutico—, aquí no te faltará nada, podés escribir las 24 horas, tenemos mil historias. Dos o tres días antes él me ha cambiado el último billete de cien dólares. En Argentina siguen desapareciendo amigos, ya no le pregunto al cielo ni las estrellas si esto es lo quieren que escriba.
Cuando me baja la fiebre me torturo preguntándome para qué me metí en ésta. En mis delirios le digo que sí al farmacéutico. Me casaré con Laurita. Mañana, tarde, noche y a la mañana siguiente apagaré polvo a polvo sus ardores, le llenaré de nietos-termitas la botica, tendrá tantos como oraciones su hija me impide terminar. Si está de acuerdo, también me ocuparé de Cati, su cuñada, la tetona que vive dos casas más allá y usted no sabe cómo sacarse de encima, ella también me mete mano bajo las sábanas. Y de las vecinas que se le ofrecen a cambio de los productos de belleza importados de Argentina. Y del curita que bendice día por medio a su mujer. Eso sí, mezclaré mis propias recetas, probaré todas las tinturas que duermen en sus frascos marrones. Y por las noches me levantaré a escondidas e iré a las barracas de la ribera. Los borrachos sabrán que no toda la hombría de su yerno fue confiscada. Me importa un carajo que los cocodrilos y las pirañas del río después se disputen mis vísceras. Hay una, mucho mas insobornable que mi pija, inmune a las fiebres en Santa María de la Concepción. Ni usted ni Laurita ni nadie de este inmaculado puerto se atreverá a leer una puta línea de las que escriba. Al que lo haga le explotará en plena cara. (1981)