Leo en estado de conmoción Hipersueño, la novela de Hélène Cixous que se publica por fin en castellano, en traducción gloriosa de Alicia Dujovne.
La narradora acompaña a su madre adorada, ya anciana, le pone crema a su cuerpo con delicadeza y minuciosidad: ante ella ve que la vida reluce siempre y arroja sus últimos fuegos. La madre le dice “tengo los años pero no la vejez. Estamos hechos para desaparecer. Es algo que evidentemente no se puede concebir. La vida es así”.
La narradora se llama Hélène, como la autora, y la madre Eve, como su madre real; J. D. es Jacques Derrida, amigo queridísimo que morirá demasiado pronto. Es un libro contra la muerte y contra la pérdida, dulce y desesperado, que encuentra su vitalidad en el desasosiego, en el gesto estético que no quiere fijar la palabra sino invocar el aleteo de lo tentativo, lo impreciso, lo fragmentario, que surge por entremedio de lo escrito, por debajo, por detrás. ¿Acaso no se escribe para ver mejor? “Se avanza hacia algo prometido”, aunque haya que escribir algo ciego, para oír otras voces, entre sueños, inventar miradas. Solo así lo otro puede emerger.
La relación madre-hija me lleva a la extraordinaria El corazón del daño, de María Negroni, donde un texto deslumbrante pone a dialogar a una hija con su madre todopoderosa. Es un diálogo sordo pero lo suficientemente provocador como para que la hija, que reconoce a la madre como dueña del lenguaje, funde una lengua propia y se haga escritora. Allí la libertad es inmensa y la domesticación imposible. El devenir de la novela poema ensayo sostiene su potencia para producir un efecto mundo. La tensión y la precisión en las ideas y en el decir indócil afecta cada frase: la revolución y la afirmación triunfal está en la escritura. Poco importa si esta madre existió y si la autora es esta hija eterna. Se puede partir de la experiencia pero se hace otra cosa. Un libro como un hacha que rompe el mar helado dentro de nosotros, como aspiraba Kafka. La correspondencia con lo real es irrelevante. Sin duda Cixous y Negroni hacen cosas con palabras, como diría Barbara Cassin.
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Los escritores tienden a hacer “literatura” con lo que viven o quieren conocer. Algunos lo hacen de manera flagrante, ignoran las mediaciones; otros desterritorializan lo real y lo modulan de tal modo hacia zonas menos transitadas en busca de la singularidad del acontecimiento. Se entra y se sale y en esos desplazamientos las palabras se agitan con mayor o menor cercanía a la referencia. La expresividad y la posibilidad del lenguaje son ajenas a esta relación, encuentran un sentido en sí mismas.
Tal vez en esa diferencia esté el abismo entre la autoficción y la literatura. La literatura del yo existe desde siempre: Montaigne, Madame du Deffand, Stendhal, Mansilla, entre muchos otros, tienen a la experiencia y a la mirada personal como materia prima de la escritura. Hay una percepción de que la proliferación de autoficción en estos últimos diez años es el resultado de un gesto débil, egomaníaco, de una pérdida del pudor en el mundo de las redes sociales que parecen alentar el culto a la personalidad, donde casi todo “está permitido” y donde la frontera entre lo privado y lo público es difusa. Sin embargo, también podemos pensarlo con la coordenada de la crisis económica, social y de representación. Virginia Woolf en su magistral ensayo “The Leaning Tower” (“La torre inclinada”), de 1940, señala el impacto que la Gran Guerra tendría en la producción literaria, efecto que ella registra con inteligencia notable varios años después. Durante el siglo 19 la producción literaria se había robustecido y había encontrado su circulación en un mundo ordenado, con clases sociales establecidas y tensiones asimiladas. Muchos escritores de clase media pudieron vender muchos libros y comprarse casas en lugares privilegiados (Dickens, Thackeray). Fue un momento en el que primó una ilusión de linealidad en el movimiento de los procesos históricos: la promesa de la Modernidad parecía real, la evolución entendida como progreso. Pero de pronto sobrevinieron los combates cuerpo a cuerpo y la lucha en las trincheras llegó a su punto máximo de brutalidad y mortalidad; ya nada sería igual. Un iceberg gigante que choca un mundo mucho menos sólido de lo que se creía, la herida es irreparable. La historia, como dijo Nietzsche, no serviría de nada, por el contrario, alimentaba la versión de que había sido necesaria la guerra para que los políticos dieran un “nuevo orden” en el que se alinearían las fuerzas de Occidente.
Woolf consigna que nunca hubo tanta autobiografía como entre 1930 y 1940. Ante un panorama inestable, sin reglas confiables ni definidas, en el que ni la clase ni la educación sirven de protección ante la ferocidad de la violencia inédita de un mundo que se disuelve, no pueden evitar la autocompasión y la furia, vuelven la mirada hacia sí mismos, lo más concreto y tangible. La mirada de Woolf también cambia. La literatura ahora es un terreno común a todos, no es propiedad privada de nadie. La torre enhiesta y estable se había inclinado.
Ricardo Piglia estaba convencido de que si de un texto podía decirse “Esto pasó, esto fue así”, ganaba fuerza, resultaba más contundente; pero esa afirmación tiene que ver con la preocupación por la recepción, por la llegada a un público más amplio, apelando a la empatía, a la identificación, al análisis de cómo se relaciona un lector con un texto, no con la cuestión literaria. Justamente Piglia era un gran registrador de las máquinas de producción de escritura. El viaje, la investigación, la familia como motores de la exploración.