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Las fantasmagorías de Steven Millhauser

Por María Negroni "La obra de Steven Millhauser es de una belleza díscola. En ella se dan cita personajes que suelen ser, a la vez, exiliados de la infancia y cazadores de objetos": leé la presentación de Museo Barnum (InterZona) a manos de su traductora.

La obra de Steven Millhauser es de una belleza díscola. En ella se dan cita personajes que suelen ser, a la vez, exiliados de la infancia y cazadores de objetos. Hay que verlos moverse por los laberintos de una modernidad, apenas incipiente y ya en ruinas, encontrar todo en sus “máquinas de soñar” porque la tristeza, se sabe, es un escudo pero también una astucia. 

Esa nostalgia tiene múltiples rostros. A veces, toma la forma de un museo o “palacio de las maravillas”, donde pueden verse las representaciones del grifo enjaulado, la secta de los eremitas o el eslabón perdido. O bien, halla su casa en un teatro de autómatas que se animan de noche, entre caballos de calesita y túneles de la risa. Se trata de una nostalgia rara que extraña, incluso, cosas que aún no se perdieron, y que se vuelve un ácido capaz de empujar, con furia y con sed, la escritura misma. De ahí, tal vez, la sensación de estar ante una obra audaz y anticuada, donde un aire infantil, por cierto enrarecido, se vuelve antídoto contra la solemnidad. 

No es casual por eso que, en muchos de sus relatos, los personajes centrales sean artistas. Los hay apócrifos, solitarios, lúcidos, obsesivos, ingenuos, desmesurados, un poco crueles y vulnerables. Pero todos ellos acarrean consigo una batería inagotable de dudas, todos buscan alguna claridad que los elude, todos son alter ego, más o menos disimulados, del autor. Casi siempre, detestan imitar la naturaleza, a la que consideran un lugar común y una barrera para revelar ese otro orden del ser que corresponde a su estructura más profunda. De ahí que empiecen pronto a borronear la identidad y a dejarse contagiar por una energía que pareciera irrumpir desde el interior mismo del lienzo, el escenario o el papel.

La parábola que traza su famosa novela Martin Dressler, por la que recibió el Premio Pulitzer en 1997, prueba estos postulados y los explaya, si cabe, sobre un tapiz más amplio. En un Manhattan en ciernes (a fines del siglo xix, todavía pastaban cabras por el Upper West Side), Dressler se lanza a la conquista del “sueño americano”. El vértigo lo lleva a construir alojamientos cada vez más delirantes. De hecho, no cesará de construir una cadena de hoteles (el Dressler, el Nuevo Dressler, el Gran Cosmos o Cosmorarium) hasta que consiga, como el megalómano Citizen Kane, saturar el vacío y dar vida a su propia muerte.

Un verdadero rosebud, un minicosmos rival del cosmos (o agregado borgeanamente a él), será el fruto de ese operativo. Lo anuncian con orgullo los folletos publicitarios. El pasajero podrá gozar, en estos sitios, de exquisitos parques de placer. Y también, por qué no, de un sombrío sanatorio mental. Y de una réplica de Atlantic City, con su prostíbulo, su media docena de calles y su zoológico poblado de cisnes, cangrejos y caballitos de mar. 

Como la isla barroca que imaginó Peter Greenaway para Próspero, también el Cosmosarium es, al mismo tiempo, refugio y barricada, territorio desafiante desde el cual Dressler lanza su diatriba contra la insuficiencia de lo real.

A este alborozo imaginario (sin duda, la marca inconfundible de su obra), se suma, en lo formal, una variada gama de registros. Hay en sus libros, por cierto numerosos, relatos que parecen firmados por los Hermanos Grimm, otros que semejan cuadernos de infancia, nouvelles que constituyen verdaderos tributos a Poe, Borges o Kafka. 

Las formas cambian; las obsesiones, no. Minuciosamente fieles a lo más ambiguo y paradojal, privilegiando siempre el malentendido, la lítote o el uso del potencial, los enunciados se rebelan, una y otra vez, contra lo unívoco. No es que nada pueda afirmarse: es que cualquier afirmación se desmarca, en el acto, de lo que acaba de decir.

Y así, como si quisiera llevar al lector al borde de una epifanía abrumadora y abandonarlo allí para siempre (porque cualquier final sería tacaño o falso), Millhauser apuesta a su ignorancia más docta. “Toda narración –escribió en Retrato de un Romántico– es un acto absoluto, cuya única meta es suplantar al mundo. A fin de lograr ese objetivo, el escritor no debe dudar un instante, incluso si debe usar, como recurso, el mismo mundo que se propone aniquilar”.

No se trata, en suma, de cerrar un texto, sino de afilar sus andamios oníricos, sumando interpretaciones que se bifurcan, multiplicando los puntos de vista, las recámaras donde priman lo conjetural y la poesía de los objetos.

A este tipo de postulación de la realidad se entregan también los cinco relatos incluidos en este volumen: “La invención de Robert Herendeen”, “La postal sepia”, “Eisenheim, el ilusionista”, “El octavo viaje de Sinbad” y, por supuesto, “Museo Barnum”, que da título al conjunto.

En el primero, un joven obsesivo e indolente, incapaz de hacer frente a lo que sus padres (y la sociedad) le exigen, se recluye en una buhardilla e imagina, con el cuidado minucioso de un artista, a una muchacha llamada Olivia, con quien entra y sale del mundo “real”. La imagina, digo bien. Logra materializarla con la fuerza exclusiva de su imaginación.

Como si fuera un nuevo Frankenstein, pero esta vez sin tener que recurrir al cementerio para obtener fragmentos de cadáveres, Robert Herendeen inicia su propia caminata hacia el horror feliz de la creación, conociendo pronto las maravillas que este tipo de desmesura confiere, pero también sus costos fatales.

“Yo había traficado con creaciones prohibidas”, dice cuando comprende que la aventura terminará mal. En esta parábola del artista y su creación, ciertos tópicos del gótico se repiten al pie de la letra: la desobediencia o deslealtad de la criatura, sus horribles defectos, la repentina intrusión del error (Orville), la naturaleza laberíntica de la materia creativa, la pesadilla final del derrumbe como en “La caída de la casa Usher”.

También en “La postal sepia” la imaginación, que es otro nombre del deseo, se revela confusa y propensa a la desorientación, aunque también resulte, al fin y al cabo, una instancia privilegiada de la percepción. En ese recinto, como en la abigarrada tienda de Plumshaw, donde el narrador compra la postal siniestra que cambiará cada vez que la mire, todo está lleno de vericuetos y falsas alarmas. También está lleno de objetos dispuestos para el embeleso. Objetos en los que anida la poesía y que pertenecen “al mismo reino de las melodías de los organilleros, los caballos de las calesitas, las funciones de circo, los dibujitos animados mudos en blanco y negro, las ilustraciones en papel de seda, los viejos cines, los caleidoscopios, los mascarones de proa descoloridos”.

Se diría que en esa madriguera, en sí misma un microcosmos enmarañado donde la realidad derrapa, el narrador puede encontrar un desenlace para el revés amoroso que ha sufrido. Un pequeño cartón sepia lo pone, en suma, frente al enigma del que desea escapar, le muestra, como en “Las babas del diablo” de Cortázar, que la percepción está saturada de puntos ciegos y que allí donde reina lo reprimido hay siempre un crimen latente, escondido.

“Eisenheim, el ilusionista” pertenece por derecho propio a esta galería fantástica. También él “materializa” seres, los convoca, como Robert Herendeen a la existencia, “enderezando la llama negra de su mirada hacia adentro, encerrado en salvaje concentración”. Sabe hacerlo: es un gran ilusionista, un genio, un maestro vienés que elimina, uno tras otro, a sus contendientes, subiendo cada noche la apuesta de sus magias. El problema es que su actividad despierta desconfianzas. Francisco José ha puesto al jefe de la policía a vigilarlo. Ahora el arresto es inminente. Al parecer, se lo acusa de atentar contra el decoro y la seguridad pública. Pero las actuaciones policiales revelan otra cosa, algo difícil de poner en palabras. “Al transgredir esas fronteras, Eisenheim trastocaba la naturaleza esencial de las cosas. En efecto, lo que Herr Uhl imputaba a Eisenheim era que este vulneraba los fundamentos del universo, socavando la realidad. Hacía, de hecho, algo aún peor: subvertía las bases mismas del Imperio. Pues ¿qué sería un imperio sin fronteras firmes y certeras?”. La magnitud de esta última pregunta es descomunal y zanja una cuestión viejísima. El arte, diría Theodor Adorno, siempre perturba al poder. No necesita para eso ninguna afiliación, ningún programa intencional. Le basta con preocuparse del propio material.

“El octavo viaje de Sinbad” formula, a su vez, una teoría de la ficción. Como si él mismo fuera un mago, Millhauser toma la figura paradigmática de Sinbad, la refracta en cuatro planos (Sinbad en sus peripecias, Sinbad en Bagdad rememorando, Sinbad tal como aparece en las versiones y traducciones literarias y Sinbad en la escena infantil de lectura que el narrador evoca en su Connecticut natal), y después le teje alrededor un tapiz de citas y referencias literarias que incluyen desde las sagas heroicas griegas hasta la refundición de esas mismas sagas, mucho más cerca en el tiempo, en el Ulises de Joyce. Y así, el texto canónico de Las mil y una noches, ahora vuelto parodia, glosa y despliegue lírico, vuelve a desfilar ante nuestros ojos, como para probar, si hiciera falta, que la literatura se hace con la literatura.

Nos queda “Museo Barnum”.

El Museo Barnum, mejor decirlo enseguida, existió de verdad.

Lo fundó el célebre padrino del espectáculo P. T. Barnum en 1842. Emplazado, por entonces, en la esquina de Broadway y Ann Street, en la zona sur de Manhattan, con cinco pisos y 800.000 muestras simultáneas, era un insólito bazar de rarezas.

En él había dioramas de las cataratas del Niágara, panoramas de Dublín y París, tableaux vivants de la Creación, el Diluvio y el Asesinato de Lincoln, estatuas vivas, pirotecnias, escenas del Far West, gabinetes de frenología, y hasta una ballena que retozaba en un tanque alimentado por las aguas del East River. También estaban los siameses Cheng y Eng, la Sirena de Feejee, la Bella Enjaulada de Richmond y “el Ruiseñor Sueco”, que encarnaba la soprano Jenny Lind, tan admirada por Joseph Cornell. Mucho más tarde, el mismísimo elefante Jumbo, importado desde el África, fijó su domicilio ahí.

A Barnum nada lo intimidaba. Ni siquiera el fuego que destruyó su museo tres veces consecutivas. Una y otra vez lo resucitó.

(Su último avatar, el Great Roman Hippodrome, que levantó con el apoyo financiero del empresario Vanderbilt, mezcla de hipódromo y circo romano, ocupó el predio del actual Madison Square Garden). Millhauser remeda el gesto. Saca de la galera su amor por el wunderkammer, su fascinación por los freaks y su apego al catálogo, le suma un detallismo extremo y una imaginación desopilante, y con eso puebla de nuevo el museo, saturándolo de sirenas, malabaristas, alfombras voladoras, sectas místicas, magos, homúnculos, y hasta un puñado de invisibles que cada tanto se dejan ver.

Como el personaje de su nouvelle August Eschenburg que, en un Berlín decimonónico, da cuerda a sus autómatas para insuflarles vida y erotismo melancólico, Millhauser revive aquí la insensatez de un desmesurado, y la plasma en la hojarasca de un texto.

Pero entiéndase bien: el museo escrito no es una réplica del museo “real”. A lo sumo, es un homenaje, un signo atravesado por un arsenal de manías. La literatura, pareciera sugerir Millhauser, se mueve, como todo ensoñadero, entre la vacilación, el desacato y la delectatio, no para representar algo, sino para que la representación ceda sus derechos a la eterna invención de lo mismo.

Leemos en “Museo Barnum”: “Aquellos que no nos comprenden dicen que nuestro museo representa una forma de escapismo. (…) Pero se equivocan. (…) nunca olvidamos el mundo (…) Es más, me atrevería a decir que nuestra conciencia de la realidad se afina cada vez que la abandonamos para entrar al museo. Sin nuestro museo, pasaríamos por la vida como por un laberinto o un sueño. (…) El secreto del Museo radica justamente ahí: en la conciencia de que nunca podremos alcanzar la satisfacción. Más, en la certeza de que nunca querremos alcanzar esa satisfacción porque, de producirse, se acabaría el misterio y el Museo ya no nos resultaría necesario”.

Sin ir más lejos: entrar al Museo Barnum implica de por sí abandonarse a sus leyes (siempre arbitrarias e impecables); renunciar a saber quién o qué lo dirige y con qué fines, lucrativos o no; si su existencia es útil o dañina, inmoral o adictiva; por qué tiene enemigos; qué en él es verdadero y qué, falso.

A este tipo interrogaciones, que son también reductos imaginarios, Benjamin las llamó fantasmagorías. Son lugares (o no lugares) donde las cosas, a la vez opuestas y continuas, propician las enumeraciones caóticas, tan caras a los fisonomistas de lo ilusorio.

¿Importa saber qué intenta transmitirnos el Museo? No lo creo.Importa saber, más bien, a qué responde este retazo de sueño que Millhauser construye como alegoría imperfecta, desembocando enseguida en una pregunta urgente: qué función, si alguna le cabe todavía hoy, a la literatura.

En un momento de fatiga y desesperación, viendo que el público prefiere la vulgaridad comercial de los autómatas de la competencia, el codicioso empresario de August Eschenburg le recrimina a su artista: “Estás equivocado. Eres como un poeta que escribe un poema del siglo xix en alemán medieval”.

Tiene razón. August Eschenburg sueña con formas obsoletas, acaso en la confianza de que lo conducirán más pronto a eso que no tiene nombre y que su sed anhela. Por eso y para eso trabaja como un loco y construye cada noche un juguete cruel y maravilloso, y después lo ubica, como una flor obscena, en el centro de una kinderszenen. A August Eschenburg no le importa soñar “sueños errados”. A Steven Millhauser, tampoco. Y la literatura, y la inquieta prosa del mundo, lo agradecen y se alumbran, por un instante, como vidrieras.

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