Por Mercedes Giuffré
Los muertos del Riachuelo, primera novela de Hernán Domínguez Nimo, se inserta en la tradición de la literatura de terror y el cine B con temática zombie. Pero como suele suceder, de algún modo los cuestiona, o se plantea la posibilidad efectiva de imitar modelos surgidos en el centro de producción norteamericana y hollywwodense cuando se vive en la periferia, en el sur del mundo, con una realidad diversa y una estructura y un tejido sociales que son otros. De tal modo, así como las películas fundacionales de Romero o las series tipificadas como Walking Dead denuncian el estado de uniformidad, sumisión y alienación del mundo desarrollado, lo zombie se configura en la trama creada por Domínguez Nimo como una herramienta para revisitar, de forma encadenada, los eslabones de la injusticia en la historia reciente de la Argentina: la corrupción de los 90´s, la anterior dictadura con sus vuelos de la muerte, la maldita policía, los crímenes cotidianos de los que la prensa no hace eco y tienen siempre por víctimas a los más indefensos; la violencia doméstica y de género, la trata de personas.
Como detalle original y no menor, en su diálogo con la tradición de pertenencia, la novela explicita un punto de quiebre; los muertos vivos no se mueven por el hambre voraz de cerebros humanos, ni contagian a sus atacados para convertirlos en cadáveres impulsados de igual modo, sino que emergen con un propósito: la venganza. Piensan y se mueven orquestadamente, con una suerte de sexto sentido que les sirve de GPS para encontrar a aquellos con quienes tienen cuentas pendientes. Así, del mismo modo que funciona internamente el Infierno en la Divina Comedia de Dante, los atormentados se mueven bajo la ley del contrapaso y hacen lo que les fue hecho o simplemente liquidan a sus viejos opresores, para nivelar el orden roto por la impunidad. Podría decirse, acaso, que sus acciones son generadas como refracción de las acciones violentas que los hundieron en las aguas contaminadas del Riachuelo hasta matarlos.
Hay alternancia de momentos corrosivamente cómicos en los que la palabra construye cierta justicia poética y vemos a personajes de la historia reciente recibiendo un merecido desopilante, pero también otros que son tremendos por la verdad que dejan expuesta bajo el horror de la ficción.
El narrador es un periodista con conocimientos de química, nos aclara, que a modo de rompecabezas va recolectando testimonios y armando la imagen rememorada de una noche de terror en la Capital y el conurbano bonaerense.
La escritura de Nimo es irónica, limpia, rica en vocablos y su prosa no tiene reparos en reflejar no sólo la cultura pop contemporánea sino detalles generacionales de quienes fuimos chicos en los 70´s y 80´s. Así, el libro está plagado de homenajes a actores como Vincent Price o Peter Cushing, y programas de televisión.
Las ilustraciones a cargo de Grendel Bellarousse completan una edición que emula la estética de los pulps norteamericanos y que, si bien abandonando la ingenuidad con que leíamos entonces (hay escenas crudas en esta novela), nos devuelve a la memoria las colecciones que poblaron nuestros años mozos, como El club del Misterio.