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LUIS CHITARRONI, LECTOR DE POLICIALES

Por Martín Bentancor

Crítico puntilloso, editor de finísimo olfato, ensayista poliédrico, antologista esquivo al lugar común, conferencista arborescente y autor de particulares (y muy pocas) ficciones, el escritor argentino Luis Chitarroni, fallecido en mayo, fue antes que nada un muy atento lector, como nos recuerda Martín Bentancor.

La madre de Luis Chitarroni le regaló para un Día de Reyes en su infancia, que ya estaba de salida, un ejemplar de Mediodía de espectros, del prolífico escritor estadounidense John Dickson Carr. Se trataba del número 237 de la colección El Séptimo Círculo, una novela originalmente titulada The Ghost’s High Noon, traducida al español por Manuel Barberá. El joven emprendió la lectura en una finca de Adrogué, entre casuarinas y ligustros, muy cerca de un tanque australiano que dos por tres lo obligaba a levantar la vista para atender la belleza de las piernas femeninas que se sumergían en el agua. La novela —y acá se puede coincidir a pleno con Chitarroni— no es gran cosa; se trata de una de las obras tardías de Dickson Carr, escrita cuando ya había frecuentado varios seudónimos, y pierde por goleada, por ejemplo, si se la compara con El crimen de las figuras de cera (The Waxworks Murder en el original, traducida por Estela Canto también para El Séptimo Circulo y escrita cuarenta años antes). 

Algo ocurrió, sin embargo, aquella tarde de verano en la que el joven leyó de un tirón Mediodía de espectros. Chitarroni contaría luego que aquella fue la primera lectura que emprendió con un sentido técnico, que trascendiera la peripecia, el mero argumento, pues el volumen de El Séptimo Circulo incluía varias notas del traductor al pie, fenómeno en el que el joven lector no había reparado en sus lecturas previas. Aquellas notas, algunas pertinentes, otras completamente inútiles, releídas en el patio arbolado como unidades de sentido en sí mismas, marcaron el nacimiento de Luis Chitarroni como editor y también como escritor. 

Al influjo de Mediodía de espectros, en su primer año de Secundaria el adolescente escribió una novela policial, aparentemente desaparecida y de la que el propio Chitarroni olvidaría luego el título, en la que el único elemento rescatable, con el que pretendía separarse de otros libros del género leídos en aquel tiempo, lo constituía el hecho de que el detective protagonista era «medio tarado» y siempre zafaba de los problemas en los que se metía con el auxilio de una misteriosa mujer. La fuerza marcadora de aquel libro de Dickson Carr leído en Adrogué siguió reverberando en la escritura de Chitarroni con el paso del tiempo: en un pasaje de su novela El carapálida (1997), Marcelo Morgado, el director del colegio donde transcurre la acción, revisa los libros que los padres de un alumno muerto le han donado a la institución («El carapálida había sido un lector precoz y había leído de todo un poco sin saber nada. La biblioteca de una escuela de barrio es un motivo de orgullo y una ilusión, rara vez una cosa real»), encontrándose ante una suma heteróclita volúmenes que puede leerse como un palimpsesto de lector. Y allí, entre El corsario negro, Las águilas de la estepa, Los 500 millones de la Begum, Las tribulaciones de un chino en China, Martin Eden y Los apaches, aparece un ejemplar de Mediodía de espectros.

En una entrega de la Audiovideoteca de Escritores de Buenos Aires, allá por el año 2008, Luis Chitarroni abrió las puertas de su frondosa biblioteca y, a instancias de la consigna del programa, eligió un puñado de libros que lo habían marcado de alguna forma. Entre una vieja edición de Don Quijote de la Mancha, un volumen de Borges bastante descuajeringado, el Tratado de la argumentación, de Chaïm Perelman («lo leo como un libro de ficción; en este caso, la Retórica y la Argumentación se convierten en personajes de una novela policial»), En los confines de las tinieblas. Los locos literarios, de Raymond Queneau, Pálido fuego, de Vladimir Nabokov («el libro mejor hecho de todos los tiempos”), Selected Poems, de W. H. Auden, Personae, de Ezra Pound, y El pie de la letra, de Jaime Gil de Biedma, exhibe una novela policial: Cork on the Water, del escritor inglés Macdonald Hastings. Se trata, sin dudas, del volumen más disonante en el conjunto de libros elegidos, no necesariamente por el valor literario en sí —Montague Cork, el protagonista de Cork on the Water, es un investigador de seguros que emprende acá su primera aventura, a la que le seguirían otras cuatro entregas (Cork in Bottle, Cork and the Serpent, Cork in the Doghouse y Cork on Location)— sino por el hecho de ser el que más se vincula a su propia práctica en la escritura: «Es una novela a la que vuelvo siempre porque encuentro en ella recursos que me alivian y me protegen cuando estoy escribiendo». Cuáles fueron los recursos de los que se valió Macdonald Hastings en Cork on the Water y que tanto aliviaban y protegían a Luis Chitarroni en su escritura nunca lo sabremos —una pesquisa digital me informa que ninguno de los libros de la serie fue traducido al español, aunque el primero, justamente, ha sido copiosamente reeditado en su idioma—, o quizás se puedan atisbar en una eventual lectura entrelineas. 

Aquel joven que leyó de un tirón una mediocre novela policial en una finca arbolada de Adrogué, a inicios de la década del setenta, se convirtió con los años en uno de los editores más prestigiosos en lengua española. En un momento de la presentación de la reedición de su novela Peripecias del no, el año pasado, en referencia a su vinculación con la editorial Sudamericana, Chitarroni expresó que si se ve la salida de cualquier libro al mercado como una novela policial, el principal sospechoso de todos los crímenes asociados a aquel, desde las erratas al propio valor de la obra, siempre es el editor. Pero si se expande el símil sin escaparse de las fronteras del género, un buen editor será siempre, por sobre todas las cosas, el detective de la historia. No puede contemplarse de otra forma la labor editorial de Luis Chitarroni —sus veintiséis años en Sudamericana primero, donde comenzó como asesor literario; sus diecisiete años en La Bestia Equilátera, que cofundara, luego— como la de un detective atento y riguroso que leyó indicios, recogió pistas, entrevistó testigos y elaboró, pacientemente, con entrega y atención a cada detalle, un sólido dossier a modo de catálogo. Aquellas notas al pie en un libro de El Séptimo Círculo, finalmente, revelaron su importancia. 

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