Como buen precoz, sus frases no condescendían a un fin. Menos lo tendrán ahora. Empezó a escribir y publicar tan joven que su muerte a destiempo, este año, no logró arrebatar la impresión de una vida entera (y no sólo una vida de escritor). El estilo llegó muy temprano en Luis Chitarroni (1958-2023), muy claro en sus piruetas y enredos. Con poco más de 20 años, ya lo ostentó en Sitio, Babel, diarios, mensuarios y presentaciones. Salió rápido de la infancia acaso para mitificarla mejor, para volverla una recurrencia propicia. El autor de El carapálida encontró en la infancia una de sus llaves; lo demostró, inspirado, en una presentación de Children’s Corner de Arturo Carrera: “niños con su construcción de sigilos y sus cartas natales náufragas, su farmacopea de éxtasis simulados y su dactiloscopía caligráfica”.
Enemigo pudor reúne unos cuantos textos fulgurantes sobre poesía, donde hay lugar para Lugones, los dos Lamborghini, los dos Ferrater, Girri, Pizarnik, Raschella, Fogwill, Zelarayán, Bizzio, Deniz, Marianne Moore, Joyce, Ponge, y un diálogo con Perlongher. No sin hacer escala en un viejo caballito de batalla: la defensa de la rima y de la memorización de versos. Mientras remonta un Andes de la literatura argentina, con la impertinencia justa Chitarroni le da una nueva dirección al sentido de pertenencia y consigue formular un modesto teorema de la interpretación crítica al refilar los Poemas solariegos de Lugones: “El carácter provisorio y amnésico de una reseña zozobra siempre entre el ajuste por aproximación y el ajuste por distanciamiento”. Creía, de paso, que un libro de poesía tenía derecho al menos a una pretensión: “Solicita un desconcierto y una lectura adecuados a un régimen de riesgo”.
Era astutamente sensible a la condensación poética de una vida, y sobre el suicidio de Gabriel Ferrater a los 50 anotó: “Harto tal vez de una promisión que el paso de los años difiere sucesivamente y convierte en aura o nebulosa inalcanzable”. Como crítico, narrador o poeta –no hace diferencia entre géneros y su poesìa no es menos crítica– el estilo de Chitarroni evidencia una fe tácita: es posible ponerse a salvo del mundo amurallado detrás de una frase tan deslumbrante que su emisor pueda desconocerla como propia: “Esos decidores ahogados en la suposición de lo que son”.
Una cita de Enemigo pudor reconduce a sus ritos callados de poeta, revelados al fin en Una inmodesta desproporción, cuando sobre Empson comenta: “Oscuro como Heráclito: demasiado nos ha acostumbrado la falsa claridad de un presente pobre al uso peyorativo”. Eso solía llamarse preparar el terreno. Los de Chitarroni son versos de lector, cifrados, braceando en el mar abierto del acoso editorial, tras una tradición a medida, islas que oficien de oasis, embarcados menos en un alarde de erudición –no hay guiño sapiencial– que en un afectuoso divertimento nominal: “Dylan Thomas/ que era otro personaje del salto/ que la infancia cree que da en pos de la juventud”.
Por momentos estamos ante un solitario inconcluso –palabra que sobrevuela su obra y sus maneras–, ante un crucigrama cuyo arco va de la “alevosía” al “escamoteo”, ante arañas que penden sin hilo, pero los pasajes altos son de una luminosidad fenomenal: “Qué estación de ficciones desiguales/ de la vida adulta/ a la infancia imaginada/ traza la infancia bisectriz/ de mis lecturas”. De entre los modos absurdos (originalísimas modulaciones) a los que recurría este filólogo fetichista para encriptar cosas apreciadas, no pocos son excelsos: “En el fondo del mar la arena/ tiene impresiones digitales/ de estrellas. Voy a echarme a dormir/ en donde pueda”.
Los nombres invitados son figurantes impagos, la toponimia luce mimada, el sistema de duda es siempre binario, los tiempos verbales juegan a la oca y reincide el trato solapado con familia y allegados: “Quienes quisieron quererme más supieron/ que algo frívolo temblaba sin inocencia”. Priman apegos y afectaciones biográficas, abundan las cábalas contra el recelo y la lotería del reconocimiento, y se busca que el fulgor de la lengua redima la tosquedad de ciertos hechos, que la guarangada o la contraseña rockera hagan de contrapeso del respingo alusivo. “Se llega a ser poeta por exageración de los anhelos”, avisó.
Así lo recapitula uno de sus últimos poemas: “Qué raro que es ser ya lo que éramos en vida/ cuando la circunspección periférica/ de cierta contemporaneidad invisible nos abrazaba levemente”. Luis Chitarroni escribió siempre como desde los últimos párrafos de una vida, consciente de que una era no imaginaria se había clausurado, y rara vez bajó la guardia del descreimiento. Pero no elevemos gratuitamente la cotización de la muerte. A partir de cierta altura, cualquier poema suena póstumo; de ahí que sea a toda hora el que está más vivo que nunca. Se lee en ausencia y uno se evapora.
Peripecias del no, Luis Chitarroni. Interzona, 232 págs.