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M. John Harrison y la alta tentación de lo desconocido

Relatos potentes y desestabilizadores ofrece Preparativos de viaje, traducido por Marcelo Cohen y recién reeditado.

Los anillos concéntricos y las calles bautizadas como ciudades extranjeras de Parque Chas producen un mareo fecundo y hacen proliferar los desvíos. Terreno ideal para conversar con un escritor a quien lo tienta perderse en geografías ávidas, tardamos en salir del laberinto circular y una vez fuera de él nos perdimos rápido, como si la ciudad lo reprodujera y multiplicara. Habituado a detectar y pormenorizar otras dimensiones, a fundarles una zona, M. John Harrison lo celebraba. Se trata de un veterano aduanero del ágil y solapado tráfico entre mundo exterior y mundo interior: uno lo genera, intoxica o redime al otro, ida y vuelta, en la literatura del británico.  

El autor de los excepcionales El curso del corazón y La invocación acaba de publicar los cuentos de You Should Come With Me Now y la novela The Sunken Land Begins To Rise Again. Ahora reeditado, Preparativos de viaje es probablemente el atajo más directo para adentrarse en la obra de Harrison, una circunferencia sin centro. (Corazón –una de esas palabras casi imposibles de usar en cualquier idioma– está en el núcleo de su trabajo).

Escritor extremadamente consciente de serlo, sembró estos relatos de sujetos que leen enceguecidos y alarmados, citas sibilinas de libros anónimos, literatos fallidos y libreros circunstanciados. Criaturas tocadas por líneas redactadas por otros: "Mi vida es como una carta destruida hace veinte años. Pensé en ella con tanta frecuencia que el sentido original se perdió".

Son territorios atravesados por trenes y maleza rastrera, sincronizaciones y sueños repetidos, en los que la narración se va enrareciendo por medio de observaciones sencillas y atentas. Lector de Machen, Aickman y Charles Williams, Harrison no es religioso pero parece creer en el alma. (Por momentos su prosa suena al encendido Gaudete de Ted Hughes). 

Sus cuentos bosquejan personajes invariablemente descolocados: la que sospecha de la fantasía y del falso escape pero no puede refrenarse, el que avanza seducido por lo inmotivado, el que sólo persigue lo que no comprende, la que busca “un espacio sin ansiedad”, el que cree en la divinización de un secreto, en la magia blanca que ejercita un determinado lugar, en el desconocimiento como llave maestra.

–¿Alguna vez sintió temor mientras escribía sus historias?

–Miedo no. Sí exasperación absoluta. Quizá habría que aclarar mejor el punto.

–Quiero decir, ¿en alguna ocasión se vio incomodado por el poder de su propia escritura?

–No por algo que buscara adrede evocar miedo en el lector. Lo que sí me he preguntado a veces es de dónde salió eso, cómo es que lo hice, quién lo hizo. Porque no estoy completamente seguro de haber sido yo. A mediados de los 90 tuve una serie de sueños en los que era claro que una parte mía muy profunda estaba hablándome, y que no sentía otra cosa que desprecio hacia mí. De vez en cuando detecto eso, que un fragmento de mi personalidad hace la escritura. No me produce susto, pero sí cierta incomodidad. Es el inconsciente dirigiéndose a uno y uno no está seguro de querer saber qué es lo que piensa.

–¿Presiente que a medida que redacta una narración se va colocando en una posición de incomodidad o es que necesita comenzar desde ese lugar?

–Eso es interesante, porque lo mío depende mucho de cómo empiezo. Si arranco –lo hago a menudo– de una pregunta formal, ¿qué pasa si…?, ya no siento la ansiedad de saber si lograré hacerlo funcionar. Porque la escritura hará lo que quiero, en cuanto a ajustar o romper una forma. A veces, no tanto como en mis comienzos, mis estructuras fragmentadas me ponen ansioso. La primera vez que escribí una historia de las que ahora parecen típicamente mías la llevé en mi cabeza un mes sin anotarla y no la convertí en una sinopsis porque sabía que si lo hacía se volvería una narración normal. Y no quería normalizarla de ningún modo, tampoco ahora. Lo que uno está buscando como escritor –y no seguiría haciendo esto si no lo obtuviera– es sorprenderse.

–¿Su satisfacción depende del nivel de la escritura alcanzado, o la procuran otros factores?

–Creo que hay muchas capas, y una puede ser la satisfacción con el propio texto, el estilo. Pero tenemos que ser muy directos acerca de esto: la ficción no puede existir sin palabras sobre una página. Y esto tiene una relación increíblemente intrincada con las capas que hay debajo, y el único modo para un lector de llegar a ellas es a través de la prosa. La prosa no está allí por sí misma, pero sin ella no existiría nada más. Hay varias capas formales en lo que hago, como las interferencias para quebrar o negar las expectativas del lector. Por otra parte, me produce una gran satisfacción captar imágenes correctamente. Y me fascina que mi imaginación me provea de una serie de imágenes que alegoricen lo que estoy tratando de decir. Eso no tiene nada que ver con escribir, está en una capa mucho más escondida que las palabras que se ven en una página.

–También parecen brindarle satisfacción sus pacientes descripciones de la naturaleza.

–Cuando empecé creía que eran parte de la escenografía. Así me lo habían enseñado. Ahora son fundamentales. Es un método gótico muy simple, que se remonta al siglo XIX, a la naturaleza como reflejo de las emociones humanas: cualquier cosa que esté allí, es mejor prestale atención, porque está diciendo algo acerca del resto del texto. En los 80 y 90 casi todo lo que escribí fue, en un cierto sentido, no ficción. Todo era visto, oído, apuntado, fotografiado, como un periodista, y la ficción se construía a partir de eso con la adición de lo raro. Y lo montaba con ese propósito, el de producir una sensación de extrañeza.

–Sus historias recientes siguen explorando cómo operan lo mágico y lo azaroso. ¿Cuán lejos considera que ha llegado con respecto al centro de lo extraño, o siente que se ha ido alejando?

Nunca sentí que estaba tratando de llegar a su centro. Trataba de producirlo. Cada trozo de ficción debería venir con una advertencia: “Esto no sucedió·. Por eso llamé a mi colección Things That Never Happen. Estas cosas no sucedieron pero tratan de mostrar que hay un punto de intersección. Y que uno debe cuestionar las diferencias y similitudes entre lo que sólo puede existir por el lenguaje y aquello que es real.

–¿Y nunca siente que se fuerza a sí mismo a percibir que las cosas son más raras de lo que son, para poder escribir?

–No. Si tu formación fue el fantasy, la ciencia ficción y el horror estás bastante acostumbrado a preguntarte cosas así, a caer en estados de esa clase, y rápidamente empezás a preguntarte qué pasa, por qué y cómo. Y cuestionás tu propia tendencia a eso. Cuando sos chico tenés fantasías y cuando sos adulto las cuestionás.

–Sus personajes casi siempre se muestran desorientados. ¿Esta desorientación es para su creador una suerte de compás o de aliciente a la hora de narrar?

–De niño y adolescente me sentí alienado y por ende perdido. Y eso recrudeció en la adultez por varias razones, sociales, políticas, etc. A medida que sigo escribiendo mis personajes se vuelven más abiertos para expresar la sensación de que no han comprendido, de que nunca se sintieron parte. Nunca perdí el asombro de las primeras preguntas: ¿qué hacemos acá, qué es todo esto? Parte de mi motivación para escribir es hacer que el lector también se lo pregunte, que no se quede asumiendo que esto es lo que es porque sí. Ni siquiera tenemos la seguridad de que funcione el sistema que estamos usando para decidir si todo esto es real o no.

–Sus personajes parecen aventurarse en juegos recíprocos, lo que me lleva a preguntarle cuánto siente que controla cada historia.

–Decidí pronto que una de las grandes mentiras de la ficción tradicional es que uno puede crear un personaje. ¿Cuántas causalidades hay que atribuirle para que se conformae una vida? Eso no es exactamente lo que sucede en el mundo real. No tenemos la menor idea de las causalidades que terminaron construyendo al otro. De manera que los personajes se interrelacionan a partir de esa hipótesis, de que no existe comprensión. Sus conflictos parten de que nadie sabe a quién le está hablando. Y de que tendemos a interactuar de un modo oblicuo.

–¿Con el tiempo le resulta más fácil leerse?

–Es gracioso que preguntes eso porque para venir al Filba tuve que leer material viejo, querían que leyera textos anteriores. Y lo que siento, según mis parámetros actuales, es disgusto, que no hice bien el trabajo.

–¿De qué modo ha cambiado como lector, entonces?

–Me volví más sutil. Hoy prefiero una ficción más delicada que la que elegía cuando era joven. Tengo menos paciencia con Lawrence Durrell ahora que leí a Patrick Modiano, por ejemplo. En aquel entonces, Modiano me habría resultado chato y repetitivo, y ahora Durrell me parece recargado, suceden demasiadas cosas, todo el mundo está sobreactuando.

–En apariencia Modiano no hace nada con el lenguaje, lo decisivo está en los espacios en blanco, en las elipsis.

–Absolutamente. Eso también cambió para mí. Creo que eventualmente uno madura. Sigo creyendo que Durrell es un buen escritor, sólo que ahora prefiero escribir menos y, como dijiste, escribir en los espacios en blanco. Es curioso, porque volviendo a la pregunta inicial acerca del temor o la ansiedad, ahora me siento en un estado maravilloso, en el que ya no siento temor o ansiedad con respecto a si estoy o no controlando la escritura. Siento que mi técnica, que se basa en descartar mucho, está allí como una red de contención, que me permite tener una relación más íntima con el material.