Crimen, investigador, pistas falsas, sospechosos, expectativa y misterio, revelación final, suelen ser los ingredientes por los que se reconoce al género policial. Nunca, necesariamente los únicos. Tampoco la aparición de tales características implica el forzoso encasillamiento en esa especificidad. En estos tiempos explosivos de las clasificaciones tradicionales destinadas a góndolas y contratapas, parece preferible remitirse a las tramas, el estilo y la trayectoria autoral. Con abrir el libro en cualquier página y leer un par de párrafos suele ser suficiente.
Es lo que sucede con Fiscal muere, la más flamante novela de la infalible Luisa Valenzuela (Buenos Aires, 1938) que desde el vamos, en el título mismo, revela que por allí serpentea el asunto de aquel famoso fiscal suicidado sobre el cual persiste la porfía del asesinato. Insistencia dedicada a espesar las brumas sobre el luctuoso óbito y su cristalina articulación con una perversa operación política, en efecto, se desliza con sutileza entre las puntadas finas de la trama. Hay un comisario, ex comisario, jubilado de prepo al sugerir una solución al caso, raudamente desechada por contradecir el sentido común que se procuraba implantar. Hay más delitos resueltos: un médico trucho que vacuna en la plaza por unos mangos, instala actuales tiempos pandémicos y geografía porteña; aquí y ahora, ayer nomás. Un golpe de timón enfila hacia otra situación: los colores y un óleo que jamás seca, deschava a un pintor hiperrealista asesinando en blanco y negro a una piba hace como tres décadas. La sumatoria arroja la deducción en tanto procedimiento y la prosa de la autora materializa esa metodología en modo de vida del veterano detective. Al modo de conectores lógicos entre los hechos, de una a otra escena emerge lo que sucede dentro de las tripas y las neuronas de los personajes. La fría lógica se tiñe de vida, palpita, se regocija con aquellas interioridades que hielan los pies, arden dentro de la cabeza y viceversa.
Alternancia del juego literario donde la puntada subjetiva se ensancha hasta anudar otra trama paralela en creciente preponderancia: “La pregunta de si lo suyo en materia investigativa post retiro de la fuerza era vocación o karma flotaba aún en los quemadores traseros de su mente”. Oportunidad para que aparezca la cotidianidad del excomisario (así, todo junto) Masachesi en un vuelco que lo arroja hacia la ciudad de Azul bajo el pretexto de visitar las obras monumentales erigidas por el arquitecto Francisco Salamone en los años ’30. De paso —y ante todo—, tirarse un lance y visitar a la noviecita de la infancia, asimismo hoy veterana, allí instalada. Con lo que la historia renueva su rumbo, esta vez intercalando las prácticas del encuentro con las tribulaciones de los protagonistas. Uno de los ejes que sostienen el renovado vínculo es, precisamente, la literatura, “esa materia escurridiza”. Para la dama azuleña, “la literatura de verdad” consiste en “asir el significado que late entre las palabras y asoma apenas sus narices para escabullirse casi de inmediato y reflotar en otro punto”. Aspecto en el que el ex policía se identifica, “porque esa de alguna manera era también la labor de un buen comisario”. Punto de encuentro entre ambos protagonistas; también para y con el lector.
Precavida de la saturación propia de las líneas rectas, Valenzuela ahonda con maestría los caminos laterales, evita los atajos que llevan a la obviedad y sostiene el ritmo de un relato limpio de baches, trampas y confusiones. Con amable soltura, se atreve a reproducir el borrador de una novela escrita por la novia de la infancia. Texto sorprendente donde lo experimental se impone por sobre lo primitivo en la peculiaridad de carecer de argumento prefijado en un plan de obra. En una sinuosa frontera entre la realidad y la ficción surge una fonda de pueblo algo metafísica, poblada de personajes sin embargo bien definidos. Un barman travesti, un cocinero curioso, un patrón condescendiente, parroquianos apenas bocetados que hacen escala hacia un telo de citas. Por otro lado, la psicóloga Mondrián apaga un hemisferio cerebral para dejar encendido solo el de la intuición afectiva, al punto de olvidarse nombre y genealogía del paciente entre una sesión y la siguiente. Con escasas aunque precisas pinceladas, los actores secundarios quedan circunscriptos en historias personales, lenguajes y actitudes respectivos, sin superponerse.
(Una oportunidad sin parangón para escudriñar espíritu y método de Luisa Valenzuela en la construcción de escenarios y personajes son sus artículos periodísticos. Publicados al mismo tiempo que Fiscal muere por otra remadora editorial, La mirada horizontal recopila entrevistas, crónicas, relatos de viaje, realizados desde 1966 hasta la fecha, incluso algunos dentro de El Cohete a la Luna.)
La coincidencia del espíritu de pesquisa del excomisario y la búsqueda literaria de la dama opera como plataforma de relanzamiento, otra vez, de la historia que se yergue más que en las certezas, en las vacilaciones: “Recuerdo en cierta instancia decirme por las noches Maravilla, cómo fluye la cosa, y a la mañana siguiente al releerme querer cortarme las venas. Mejor cortar lo escrito, retomarlo desde otro lado, volver a repetir la dudosa hazaña hasta lograr por fin cortar por lo sano y de esas como trescientas páginas de oprobio rescatar unas treinta en acotada versión polifónica”.
Clivaje, hallazgo, encuentro, la historia se desencadena hasta revelar el misterio sugerido en el título, Fiscal muere. En una confesión íntima, de almohada, el veterano policía revela sus contundentes argumentos. Tras haber echado por tierra las hipótesis de asesinato, y en especial la lisérgica reconstrucción a cargo de Gendarmería, despliega una explicación plausible, distante de todas las hipótesis circulantes, en una operación de suma y resta, al fin y al cabo infinitamente menos descabellada que las redundantes dentro de la opinología mediática. Novela desde la estructura policíaca, arremete sobre la literatura, renueva la vida bullente en la vejez, acecha con la premisa de que nunca es tarde, privilegia sensaciones a la par de la inteligencia, presenta una Luisa Valenzuela en pleno ejercicio de un virtuosismo en la escritura, sin ánimo de detenerse.