interZona

Moradas II: la construcción (por venir) del tercer libro

Por Daniel Arana

Podemos decir cualquier palabra. Sabemos, de tanto leer a Hélène Cixous, de tanto querer leerla, que hay una dificultad insuperable en esa lectura. Armada con cuadrículas pendientes de descifrar, ensamblada con el sueño del cuerpo y el pensamiento, no siempre está en condiciones de acoger todas las libertades que ofrece la escritura. En realidad, el obstáculo no es el libro, sino la posición de lectura. Porque Cixous nos invita a leer de otra manera, a estar atentos al sonido, los gritos, la vibración del nombre, a la fuerza inaudita de las frases mínimas y los trozos aliterados de palabras que entrechocan y sueldan. En todos los modos y tonos, llama a la puerta, pide entrar. Desde allí crepitan las cuerdas del lenguaje, en un aliento del decir que trae el imperativo o la confesión, la escucha y de consentimiento, pues leer a Cixous consiste en consentir, en oír con ella. Comprender, entonces, el significado de un decir que arranca las máscaras de la muerte del lenguaje.

En efecto, por mucho que Cixous diga de su práctica de la escritura que las palabras la cogen desprevenida, une a su promesa un delgado sonido de enigma autobiográfico. Por eso pienso ahora en Quignard, cuando escribe que «la imposibilidad de la biografía es la posibilidad de la creación»[1], y entonces me encuentro, de frente, con las secuelas que imprime Cixous a los nombres propios y el vigor con el que trabaja la hiedra gramatical con injertos sintácticos. Me pregunto cómo podremos leer entonces a Hélène Cixous, y dado que podemos decir cualquier palabra, no importa cuál sea, se desatan, en turbión, las otras preguntas: ¿Para qué sirve la escritura de Cixous? o ¿qué hace Cixous con o mediante la escritura? o ¿Qué dice la literatura de Cixous sobre su filosofía y la filosofía sobre su literatura?

Así que este es un trayecto de riesgo: el texto, como respuesta a las preguntas, sólo nos ofrece un visado de extranjería para ir al otro lado, al lado de la vida, como diría Derrida, en un embarque hacia la incertidumbre. Si podemos decir cualquier palabra, deberíamos empezar por desconfiar de lo que Cixous nos expone, pues siempre se trata de un título sin título, del instante de la reinvención, desde entonces siempre pendiente, del texto, del lugar o la escena donde se inventa una nueva fantasmática de la literatura. Nunca se pondrá en marcha el proceso de escritura en cualquier intersticio, ni en la umbralidad, porque la palabra cualquier ya es lo primero de lo último. Y sin embargo, en el momento de la lectura, hay algo que nos mantiene en el umbral, una visión que toma el protagonismo, cautiva del misterio.

Así deben cuestionarse las distancias, es decir, los umbrales, las permanencias o la contigüidad entre la literatura de Cixous y su filosofía. Esto es algo que pertenece siempre al orden de lo ininterrumpido, de lo que da lugar a la interrupción: una cuestión de lenguaje en la que poder habitar. Entre la literatura y la filosofía hay un entrecruzarse y es aquí, en lo perpendicular, donde se piensa el deseo de texto, que es siempre un pensamiento in extremis. En definitiva, por lo que hemos de preguntarnos es por la literatura en la medida extrema en que es el espacio de lo vital inhabitable. Toda literatura lo es en la medida en que proporciona la facultad de habitar lo inhabitable. Me refiero a la experiencia de una ficción de ficciones, a la intensidad de la presencia espectral que conlleva un texto, el poder de los lugares y seres que convoca, poderosos porque siempre potenciales.

Cixous, ἀρχιτέκτων, principio y origen de la construcción textual, pero también guía, conductora y desencadenante del postrer edificio. Cixous proyecta desde donde hay nada. Donde hay todavía nada. He aquí lo sempiterno, el monumento acabado. Hemos alcanzado el objetivo: el edificio erigido en el lugar de nada. Las ruinas bien ordenadas. Dedans. Adentro. Final de finales. La llegada a la escritura o el Libro por venir. Lo que puede hacer la literatura de Cixous es mantener el edificio de su filosofía, dar alcance al deseo del deseo. Es decir, pensar y escribir a borbotones: penseverar o pensibir –si se me permite la doble invención- las posibilidades e imposibilidades del texto todo. La literatura tiene así el privilegio de ser principio y fin y, a la vez, ni principio ni fin: podemos decir cualquier palabra[2]. He empezado por aquí y por aquí he de continuar.

El texto es susceptible de otros comienzos y otros finales, hasta donde alcanza la vista, en el ángel secreto o en secreto o del secreto: «Siempre es así cuando se trata de empezar un libro. Estamos en medio. […] Dios empieza, nosotros no. Estamos en medio. Así empezamos a existir, así escribimos: empezados y en medio. Y sin nuestro conocimiento»[3]. Lo que la escritura literaria dice aquí no es el estado textual, sino el instante de su creación: lo que comienza para poder comenzar por algún lugar. Un ser intermedio: proyecto y finalidad, donde principio y fin no se intercambian ni coinciden, sino que coexisten. La literatura está incesantemente en los comienzos de los finales, realiza el proyecto filosófico en la construcción, lo (sobre) venido en lo acabado. Nos permite pensar aquello que los fines no alcanzan, inscribir lo que porta consigo el proyecto, su capacidad eréctil que lleva dentro de sí el germen de una recomposición que otro habita. La obra de Cixous permite inscribir, juntos, el ser proyecto del proyecto y la trayectoria de la obra en su devenir como forma de arte. Estamos ante el otro de la arquitectura, el azar de sus otros.

Se devuelve la arquitectura a lo que Nancy llamaría la pluralidad de las Musas. Es un estado de promesa. La literatura es una promesa de diferencia y aplazamiento entre todas las artes donde «los tactos se comprometen a comunicarse sus interrupciones y cada uno hace tocar la diferencia del otro (de otro o varios otros, y virtualmente de todos, pero de una totalidad sin totalización»[4]. Tal es la promesa de la escritura literaria: proyectar donde hay nada en absoluto. Tendremos que pensar esta contingencia en una escritora como Cixous –cuyo libro El Tercer Cuerpo acaba de aparecer, felizmente, en la editorial argentina interZona- como la nada desde el todo. La nada con, dentro y en medio del todo. Y mientras todo. Y así siempre, y sólo así, todo. En otras palabras, lejos de ser excluyentes, nada y todo mantienen una relación diferencial. Se tocan a través de la différance y constituyen así el tejido conjuntivo/disyuntivo del proyecto textual. Esto es lo que señala Cixous, cifrando la letra con una eficacia lapidaria: T.t., T(o)do, T(o)t son algunas de las inscripciones de ese todavía no. Este Tercer Cuerpo, tercer libro de su obra, un problema infinito que lo dispone todo en pedazos, en fragmentos, mitad dentro y, al instante, ya fuera, todo en medio y en sus lindes. Aquí se inscribe la interrupción de una tautología: todo sincopado, acechado por el afuera del texto, atravesado por la nada. Morada de palabra, sacra conversazione.

Cierta literatura –es el caso de Cixous- tiene la capacidad de hacer habitable el proyecto literario desde la arquitectura de lo filosóficamente inhabitable. Mantener, de una a otra, la perspectiva. Estamos cerca de Derrida cuando escribe que «deconstruir el artefacto llamado arquitectura es quizá comenzar a pensarla como artefacto, a repensar la artefactura a partir de él, y la técnica, pues, en este punto donde ella queda inhabitable»[5]. Esto significa que la escritura literaria nos enseña a habitar de otro modo, a dejarnos habitar por otros. Habitar poéticamente es soñar, acechar hasta la locura o traspasar la memoria igual que un espectro traspasa los muros.

Todos estos significados dan a la literatura la capacidad de constituir un espacio para la deconstrucción de la arquitectura. La literatura de Cixous muestra sus acechanzas en las artes con que se reviste: «alegres […] se burlan unas de otras, casi embriagadas en su libertad. Juegan con sus propios conceptos, los lanzan de un lado a otro como pelotas»[6]. Nos hallamos frente a una literatura que ofrece a la arquitectura la oportunidad de un escenario lleno de hipótesis, posibilidades e invenciones. Es el escenario de la sustracción de la arquitectura a la tradición monumental, toda vez que «decir que la arquitectura debe ser sustraída a los fines que se le asigna, y de entrada al valor de habitación, eso no es prescribir construcciones inhabitables, sino interesarse por la genealogía de un contrato sin edad entre la arquitectura y la habitación»[7].

Esto es lo que se intenta aquí, lo que pretendo: darle un cuerpo de lenguaje a la obra de Cixous mediante el engendramiento o la invención de un Tercer Cuerpo. En el escenario del lenguaje literario, lo inhabitable es un potencial, la experiencia de lo filosóficamente inhabitable para aprender a habitar literariamente, en desbordamiento de sus propios límites. Esta es la lección. Esta la epifanía. Preguntarnos qué proyecto de espacio literario habita el Tercer Cuerpo de Cixous es hacerlo sobre la morada deshabitada del cuerpo que se convoca aquí o las promesas de invención del lenguaje que nos dejarán pensar, fundar imagen y espejismo, situar y parasit(u)ar. Este Tercer Cuerpo, ni nuestro ni suyo, sólo se puede (re)inventar en torno al resto de su obra, lo que nos coloca lo mismo al lado de Derrida –cuando dice que «se inventa algo que antes no existía […] al mismo tiempo hay un habitante, hombre o Dios, que desea ese lugar, que precede a su invención o que la causa. Por ello, no se sabe muy bien dónde situar el origen del lugar»[8]-, que de Bloom y su misreading, gracias al que sabemos que cualquier texto se apodera de su precursor y lo asesina psicoanalíticamente, pues no hay texto sino relaciones entre textos[9].

La ansiedad de la influencia es Cixous desde Cixous y sobre Cixous. Cixous es Gradiva y H, como su madre es Ohmadre [Oh Mére] y Homero [Homere]: «este libro, escrito treinta años después, […] me sigue escribiendo. Me cuenta de nuevo, una y otra vez. Vuelve a dar a luz cuerpos que han surgido como tercios gracias a las posibilidades de la diferencia sexual» (7). Entonces se invierte el engendramiento, el cuerpo no se inscribe en un entorno, sino que da a luz, da lugar en el sentido más absoluto. Por diferencia, por azar o por ventura: nacimiento en el lugar del cuerpo. Desde el mismo título –que no titula, sino que se yergue en el aplomo, sobrevuela el texto al realzar el enigma y el devenir del acontecimiento narrativo-, el Tercer Cuerpo sustrae la escena humana de un realismo convenido, es decir, del plano del imaginario establecido por la novela: del doble, de la simetría, de un cara a cara, del contrario. Ocurre algo en la narración –incluso antes de la narración-, cambia las reglas de una división que sólo lo era en simples particiones. El Tercer Cuerpo permanece siempre en apertura, en la pregunta: «¿Qué es lo que no tiene límite?» (80).

Dos elementos operan desplazando el pensamiento del cuerpo. Por un lado, está el artículo definido que hace de la venida al mundo del Tercer Cuerpo un acontecimiento sin precedentes. Cada vez única, la venida del mundo. Se elimina el cuerpo de la indeterminación y el posesivo implícito (mi cuerpo, tu cuerpo) para vincularlo al momento de su aparición. No hay ningún orden establecido. Tercero es el otro, el extranjero, la amplificación, la hipérbole. El nacimiento del plural. En otras palabras, el momento del Tercer Cuerpo es la epifanía, la venida del espacio del mundo, un tema recurrente que puntúa el volumen y regula su economía interna según los principios de frecuencia, espaciamiento, continuidad y discontinuidad. Así, mediante este dispositivo textual, la narración se convierte en un escenario de apariciones donde el Tercer Cuerpo es lo mismo fenómeno que proyección. Es el escenario de la aparición y la interpretación. La llegada a la escritura nos da el Tercer Cuerpo. Acechada por otros –Kleist, Jensen o Freud, por ejemplo-, la narración introduce el Tercer Cuerpo, mediante invocaciones repetidas, como un edificio de lenguajes y textos. Un edificio que cada vez, y siempre así y sólo así, zarpa hacia un destino fabuloso. Escuchemos la primera vez que aparece en el texto: «En el jardín, había algo divino en ellos: no habían tenido miedo de su mortalidad, eran impenetrables, y la ley retorcía sus anillos y flexionaba sus pequeños músculos redondos en un intento de arrancarse de su condición de gusano. Su inmortalidad no tenía nombre, pero latía de uno a otro, y así les llegó, ininterrumpido, un tercer cuerpo» (58).

Esta es la epifanía, la revelación al humano de su dimensión divina. Es importante tener en cuenta todos los elementos de la escena, pues se evoca ante todo una manera de habitar el jardín, es decir, la tierra: habitar en plural, con dos, con más, una «humanidad común» (59), es decir, de mortales. La escena del Paraíso deviene terrenal cuando el amor pasa a través de ellos y el cambio semántico se produce inmediatamente porque la inmortalidad de los mortales no es lo que dice nuestra palabra inmortalidad, tal y como la comprendemos. Se trata, empero, de un morar por el latido (del corazón, de la sangre, de los pies de la frase y del verso), por la intermitencia, el parpadeo, la síncopa. Es la inmortalidad mortal, cimbreada por el oxímoron. Es lo imposible, lo que no sabemos. Lo ininterrumpido que no es continuo ni eterno, sino interrupción de la interrupción. La vuelta a la vida. El paso por encima. Eva que se evade del «sueño de la prisionera»[10], del paso del tiempo. Del paso (no) más allá.

Ahora bien, que el habitar sea, pues, una experiencia mortal inseparable de la marcha del tiempo, y que sea este habitar lo que se añade al Tercer Cuerpo, tiene una materialidad definida. En la obra de Cixous, habitar un lugar, una casa o una ciudad es siempre habitar la tierra, «llenar el mundo» (56). La ruina, el cuerpo deseado, Pompeya, Praga, Asís, Osnabrück, libros que son madre [mère] e infinidad [mer] de toda historia. Y es sobre este lugar, sobre esta capacidad de habitar, donde la narración construye para hacer surgir el Tercer Cuerpo y, por consiguiente, hacer brotar también el mundo como espacio por construir: «En el jardín ya cerrado por cinco lados, el sexto muro era aéreo, sobre ellos, su futuro, su presente de altura. […] Una página después, todo está al revés: la cima está abajo, el cielo ha caído a la tierra, los sextos muros han reventado, los muros han enterrado la ley» (47).

La extrañeza y versatilidad de las construcciones hablan de un principio inédito: no hay arquitectura antes de habitar la tierra, y el espacio a habitar se dibuja en lugar del texto. El proyecto de construcción de un espacio literario procede de lo primordial que da lugar al espacio mismo, la «piel de la tierra cosida con trazos minúsculos» (71), la «exigencia de adoquines […] lo bastante anchos y espaciados en estas ciudades» (43). En resumen, la vivienda que se prevé construir en el espacio vital elemental, entre las fuerzas elementales del mundo, y así hacer del humano el habitante de la tierra y del cielo. No hay implantación sino plantación, ni edificación sino crecimiento.

Encontramos en esta escena literaria, portadora de una poética de la construcción, lo que Heidegger analiza en Construir Habitar Pensar, donde piensa el habitar como el rasgo fundamental de la condición humana, y por devolver al bauen original no sólo el significado de construir, sino también el de crecer: dar cuidado a algo, cultivar. Es importante, pues, tener en cuenta, en palabras del filósofo alemán, que «el construir trae la Cuaternidad llevándola a una cosa, el puente, y coloca la cosa delante de nosotros como un lugar, dentro de lo ya presente y que ahora, precisamente a través de este lugar, se dispone en el espacio. Producir se dice en griego τῐ́κτω. A la raíz tec de este verbo pertenece la palabra τέχνη, técnica. Esto, para los griegos, no significa ni arte ni oficio manual sino más bien dejar que algo –como esto o aquello, de este modo o de este otro- aparezca en lo presente. Los griegos piensan la τέχνη, el producir, desde el dejar aparecer. La τέχνη que hay que pensar así se oculta desde hace mucho tiempo en lo tectónico de la arquitectura»[11]. La reflexión heideggeriana, sin embargo, no se limita al hacer aparecer, sino al principio por el que construir es hacer algo habitable. Y es tomando el ejemplo de su casa de la Selva Negra como el filósofo desarrolla su análisis: «Aquí, lo que ha erigido la casa es la persistencia en el lugar de un cierto poder: el de dejar que tierra y cielo, divinos y mortales, entren simplemente en las cosas»[12].

No hay otra cosa en juego en esta recomposición infinita que Cixous emprende con sus configuraciones e inversiones poéticas: su falta de realismo en las descripciones se debe precisamente al rechazo de una lógica narrativa que podría implicar reduccionismo por su cualidad antropomórfica.

Al optar por el desarraigo mediante el juego de significantes y la analogía poética –que desatan las cosas para crear un espacio diferente para su circulación-, Cixous procede a ensamblar nuevos espacios textuales. Enseñaprende, si se me permite, a habitar el libro y el mundo de otra manera: es decir, a esperar, a acoger y ver, a profetizar. La invención del Tercer Cuerpo es, sobre todo, una disposición hacia lo que ha de advenir, mas también una bienvenida. Una forma de leer, de dejar(se) leer, incluso, por el agujero de una cerradura, como hemos leído en Osnabrück: «lo que me atrae de la puerta es el ojo de la cerradura: un alejamiento de la cerradura hacia la visión. La cerradura da a lo Abierto. Nunca se ve tan bien como a través de este agujero. Para empezar, se necesita una puerta bien cerrada y un agujero. Siempre he sabido, pensé, tras la puerta cerrada de la cocina, en la que aún era la primera y única a esa hora, que es el SIN-RETORNO el que salva el presente eterno»[13]. He aquí la mirada y el momento de la revelación, el descubrimiento del espacio que existe más allá de la puerta. A través de este agujero miramos a la misteriosa región de lo lejano y lo cercano. Estamos haciendo, construyendo el lugar. Nur wenn wir das Wohnen vermögen, können wir bauen[14]. Sólo si somos capaces de habitar podemos construir.

Porque podemos decir cualquier palabra, ha llegado el momento de preguntarse, como Cixous, «¿Cuál es la relación entre mis lenguas? ¿Entre todas nuestras lenguas? […] Nuestras lenguas se han cruzado […] Conocemos los terrores, las dudas, los agujeros negros y blancos, las presencias eternas, los poderes primordiales, las primeras aguas y las últimas. En la encrucijada de nuestras lenguas, nos ha llegado un Tercer Cuerpo, donde no hay ley» (89). La primera aparición del Tercer Cuerpo es la de la plusvalía del amor: donde uno más uno suman siempre tres. El segundo acontecimiento pertenece al orden de lo diferencial, de lo intermedio y la encrucijada: uno a través del otro, uno en el otro, un cuerpo de paso y de mirada, de pasajes, acercamientos y alejamientos, un texto intermedio: «Descubrimos entonces que hay tres textos, el primero, el intermedio, el segundo. El intermediario huye y se desliza entre la noche y el día, a veces vislumbro su cabeza» (187). El cuerpo de las lenguas y el de la diferencia sexual son los que están en juego y trabajan el uno sobre el otro con la llegada del Tercer Cuerpo.

Estas lenguas no dictan, sino que dicen. No son ley inflexible, sino flexión tonal. No comunican sino que desplazan y transforman. Podemos decir cualquier palabra: «nosotros» deja de ser un «tú y yo» para devenir un «nosotros sin y entre nosotros». El otro decir, la otra orilla: lo establecido se transgrede y hace trizas cuando aparece lo desconocido. Porque hay que dejarse atravesar, es decir, mezclar, tejer otros, para que crezca un cuerpo políglota, hacedor de lenguas: «la diferencia entre el autor y yo es que el autor es la hija de los padres muertos, yo estoy del lado de mi madre viva»[15]. No estamos ante Babel y la torre erigida, sino ante un mestizaje del cuerpo ficticio que se despliega y multiplica. El Tercer Cuerpo revela el secreto de las lenguas: son ellas las que nos habitan mientras creemos poseerlas. Perdón por no querer decirlo, prorrumpe Derrida. La revelación del Nombre de Dios, reclama para sí Boutang, es la institución de un secreto.

En los confines de este secreto ontológico descubrimos que siempre parecía esperarnos, solemne y paciente, con la mano tendida, pero en errancia de alma, una prueba:los hábitos con que se reviste el lenguaje y que asaltarán, al cabo, el eco múltiple de las palabras. Hace falta la irrupción asombrosa del Otro para que la llamada silenciosa se eleve con ese Tercer Cuerpo que es el cuerpo poético, depositado en el hueco de las palabras: «Yo leía y mi cuerpo me seguía, caminábamos uno detrás del otro por el borde estrecho e innominado que no tiene ni finalidad ni necesidad, y que fluye entre lo uno (masculino, único indefinido, elegido, singular, incognoscible) y lo otro (masculino-femenino-neutro, dependiente, atractivo, inquietante, deseable) entre lo que es, sin duda, día y lo que sin duda es no día» (31).

Esta cosmología del Tercer Cuerpo nos coloca lejos de la visión antropocéntrica clásica, pues, con su ley sin ley, es en el diferido y el intervalo de la diferencia gramatical y sexual donde el ser habita plenamente: día y no día. Desde dentro, estamos ya fuera. En unaotra (tengo que inventar palabras que digan, o traten de decir, esto que se concibe en la matriz del vocablo) medida necesaria del día. Todo lo que no es cuando es. Que es sin ser. La medida de su exceso. Lo que es más que la noche o que es la noche, más sus intermediarios y todo lo demás, desentrañado, desmultiplicado por este Tercer Cuerpo. La escritura diferencial de Cixous se obra en desarraigo poético de los lenguajes: esta es la estrategia más eficaz para contrarrestar las connivencias del discurso y la pereza del pensamiento. Queremos habitar cada vez más el mundo.

El estilo del Tercer Cuerpo es el del presente del texto: su tarea es llevar el acontecimiento de la lectoescritura a la página, de modo que el juego de significantes sea más legible que el significado del consenso. De este modo, el objetivo poético rompe las simetrías y desplaza los ejes semánticos para que la narración se convierta en una cuestión de punto de vista y tono de la frase. Se crean infinitas particiones. El desarraigo y la sustitución de significados reclama, a través de la différance, fructífera y natural, que invierte la ley, el habitar poético. Heidegger, de nuevo: «En cuanto el hombre considera el desarraigo, la falta de suelo natal, deja de haber miseria. Bien entendida y considerada, es lo único que llama a los mortales al habitar. Pero ¿de qué otro modo pueden los mortales corresponder a esta llamada si no es intentando por su parte, desde ellos mismos, llevar el habitar a la plenitud de su esencia? Lo harán cuando construyan desde el habitar y piensen para el habitar»[16].

Esta conducción de la morada a la plenitud me parece el motor de todos los libros de Cixous, que son libros que se piensaescriben para la morada divina de lo humano en la tierra. Para ella, vivir es recrear el mundo. Se relata incansablemente el horror de «ser alojado en un éste-no-es-mi-hogar»[17], la urgencia de imaginar una «casa de libros»[18], un jardín en el que se desentierran algunas glebas y se agarra un rincón de cielo[19]. Es también la historia que encierra el umbral de la puerta, el muro de la pared, el vestíbulo, la escalera, la cornisa. En definitiva, toda una arquitectura de la circulación en la que el texto proporciona la libertad de construir el estilo del presente, de la presencia en las cosas, en el otro. Pronto, o quizá todavía muy tarde, comprendemos que el retorno de los acontecimientos y su espaciamiento han construido el cuerpo del libro, en forma de un lugar que puede ser recorrido en todos los puntos entre los principios y los finales de la construcción del espacio literario: un Tercer Cuerpo erecto, levantado desde la palabra, nada menos que por la proscripción de la narración, presurosa de ritmos, interrupciones y añagazas. Pues la escritura que se quiere habitar poéticamente construye el texto, eleva los significados a una velocidad que no es la del tiempo real, sino cuestión de deposición y rastros. Siempre es nunca demasiado, lentitud o galope: la morada poética «trabaja el tiempo con la fuerza de un titán, para derrocarlo» (182).

El Tercer Cuerpo es el lugar sin nombre que el paso (no) más allá hace surgir cuando se ha cruzado. El límite que separa del otro lado. Cuando se libera. Porque del mismo lado, que no es idéntico para el uno y el otro, han pasado, él/ella, al lado del otro. También han pasado por allí, pero de forma diferente, cada uno a su manera: «Ya hemos modelado el lugar de nuestra inmortalidad: se halla en la intersección de nuestros dos deseos tendidos en línea recta, obrada en el mismo lado de nuestras lenguas unidas y silenciosas, y que, teniendo padres y madres, orígenes e infinitud, se presenta de pronto en el otro lado, bajo la forma de un Tercer Cuerpo que en el espejo de mis ojos es a su imagen que en el espejo de sus ojos es a mi imagen: en este cuerpo nos intercambiamos hasta el extremo de la semejanza; en este cuerpo nos traducimos» (182).

Todo el texto elabora en estas líneas el espacio de proyecciones cruzadas donde el intercambio de lugares se produce en la différance, y la desemejanza lo más cerca posible de la semejanza y la confluencia, con el intervalo de un quiasmo, un paralelismo, un desdoblamiento léxico o una relativa vecindad sintáctica. Los sintagmas forman a través de la franja la imagen diferente, diferida, diferenterida, de un cuerpo que no es uno, un Tercer Cuerpo, compuesto de proyecciones combinadas e invertidas, nunca lugar de encuentro. Es el espacio de un punto de fuga del encuentro que tiene en cuenta la perspectiva, esa distancia mínima entre ambos que mantiene el deseo textual. Es un lugar que se escapa, que se salva. Vuelven a encontrarse en el infinito, en la alegría, como ha dicho Julio García Caparrós, de un sí a lo que todavía no es[20]. El Tercer Cuerpo es un lugar que salva el deseo.

No hay fusión ni unión, ni sujeto idéntico: yo, este no yo, y él, este uno, otro, uno y otro, unotro no yo, combinan posesión y desposesión. Hay aquí un espacio en movimiento que la narración designa con toda sutileza: en este cuerpo nos intercambiamos hasta el extremo de la semejanza. No es el intercambio lo que se dice aquí, pues supondría una equivalencia. Tampoco lo que estamos acostumbrados a llamar reciprocidad. Nos intercambiamos significa, siempre, lo uno contra el otro, la proximidad de lo lejano, la distancia próxima y adversa. En el lugar del reverso. El Tercer Cuerpo es, de cada uno, lo suyo que está fuera. Es decir, nada menos que su expropiación. Es la acogida del lado de la alteridad y lo intraducible, no sólo del otro sino también del otro-mismo, del mismotro. Cada uno a sí mismo, cada uno al otro: en este cuerpo nos traducimos. Es un proceso infinito, inconcluso hasta el final de toda semejanza, una escritura que no se asienta nunca: siempre estamos de paso, en tránsito. El extremo de la semejanza es también la desemejanza: ir hasta el final de uno mismo para encontrarse con el extranjero de la nostalgerie. A contracorriente.

Decir Tercer Cuerpo es decir ese habitar el lugar de los vínculos del espacio literario, una tenue red de impulsos y afectos, poderosa en tanto que incierta: una física de los cuerpos que dibuja el equilibrio variable del Dasein. Esto supone la indicación de algo primordial a través de la narración, esto es, que habitar los lazos del espacio –literario, arquitectónico, literarquitectónico– implica cultivarlos, cuidarlos, hacerlos crecer, no dejarlos aflojar ni desatarlos: una vigilancia continua, un desplazamiento de los objetos para adecuarlos a los nuevos vínculos, condensando hasta el extremo la impecable fluidez de líneas y colores del espacio literario, dirimido todo, pues, en este éxodo del descanso y el amor, de los sueños de origen y el olvido, en «una fantasmática que recurre a visiones almacenadas en las profundidades de un refugio muy oscuro»[21].

El espacio aquí está verdaderamente constituido por el ser del habitante en proyecto, actor de las orientaciones fluctuantes que incitan y existen. La arquitectura, pues, es el arte del deseo, de escenificar el deseo. Podemos soñar con dispositivos capaces de construir a partir de y en este deseo, dispositivos de elementos, materiales, formas que nos hagan contraer vínculos con y entre todas las cosas presentes, pero también de trabajar para influir en los lugares. En los inicios de la arquitectura, el sueño no era sólo crear una obra de gran envergadura, sino tratar de crear una obra de gran envergadura combinando todos los oficios, todas las musas y las artes aplicadas, las patentes y técnicas utilizadas para afectar al mundo hasta el más mínimo detalle.

El Tercer Cuerpo es el nombre de este proyecto de espacio(s) literario(s): el que da el río arriba y abajo del ser, a nosotros que «estamos siempre delante de nosotros mismos y, sin embargo, detrás de nosotros mismos»[22]. Otorga el futuro del pasado y el olvido, es el exterior del interior al nivel más íntimo, despierta y libera las fuerzas en gestación: «el mundo que tenemos delante es una montaña de misterios, pero el mundo que tenemos dentro es un vasto y oscuro pasillo con un pozo, como una especie de cueva, y en su interior duermen y despiertan fuerzas gigantescas»[23]. El proyecto arquitectónico será, pues, un dar lugar a vínculos que son deseo de vínculos, el proyecto de una cosa nacida del todo, del entredós sin uno ni otro o con todos ellos. Será enlazar y releer, extraer del pozo de lo inagotable desconocido que constituye el patrio depósito del ser.

Enunciar así el proyecto del Tercer Cuerpo es designar la profecía de un Dasein poético y fenoménico: «El Tercer Cuerpo tomará fuerza y alma en lo que aún no se ha visto; transportará el allá aquí; hará el futuro ahora» (183). Habitar para construir el ser a partir de sus depósitos ignorados, tal es el alcance de una revelación que es una iniciación. Porque lo que aún no se ha visto es, aunque nunca sea algo visto sino invisible. El Tercer Cuerpo es un cuerpo de lo invisible, enseña a ver en y con todos los sentidos y tiempos que se reúnen aquí y ahora. Hemos transformado el ser en un impulsor de energías, núcleo de las cosas y de los materiales. Así es como se atañe ese cuerpo-pensamiento que Lyotard llama alma mínima, que sólo existe afectada y «no es más que el despertar de una afectabilidad, y ésta queda desafectada a falta de un timbre, un color, un perfume, a falta del acontecimiento sensible que la excite»[24]. Por lo que habitar sería salir de la desafección, no por mor sino por medio de lo sensible. Here is (not) a place of disaffection.

En cualquier caso, el Tercer Cuerpo habita un mundo en el que todo puede suceder. Habitar, escribir, escrivivir: he aquí la casualidad que acontece. Es la llegada del mundo, pero también «lo que en esta historia nunca se pudo escribir […] no se puede contar. No en el tiempo de este mundo ni por aquí. Eso sólo podrá escribirse cuando se agoten mis lenguas, en el infinito, donde Dios, la vida, la muerte, se hablaría a sí mismo en su propia lengua»[25]. Plástico y poético, es un cuerpo que, por sí mismo, constituye una oportunidad para el conacimiento y el contranacimiento: «en este preciso momento de contranacimiento se nos da un Tercer Cuerpo donde tomamos nacimiento mutuo. Entra de cabeza» (113). El contranacimiento, nacimiento por y del otro, y viceversa, es la segunda oportunidad y se da a cambio de otro nacimiento, intercambiado por el del otro. Juntos forman una desigualdad: la forma del Tercer Cuerpo.

Esto significa que uno no nace solo. Que uno sólo se nace: se toma y se da a luz, y en este sentido, nacer no es estar fuera, expulsado, sino entrar en el espacio (literario) a habitar, sumergirse en el medio en el presente. El contranacimiento se inscribe en un movimiento opuesto al del engendramiento natural. Esta es una forma de decir el camino del arte: el arte de habitar el espacio y el lenguaje de la narrativa del Tercer Cuerpo. El mito del contranacimiento en el Tercer Cuerpo es una bella prefiguración del proyecto arquitectónico, del artefacto filosófico-literario que es toda la obra de Cixous. Hacer es habitar y aquí están el contranacimiento, conacimiento y conocimiento que germinan y crecen en la cabeza y en el vientre de la arquitecta Cixous, que trabaja y cementa las palabras con su cuerpo, las corta, las acuchilla, marca el signo de la cuchillada: H.

Con cada palabra escrita, la herida se hace notar. Para Hélène Cixous, escribir, y esto es así desde el principio, significa romper, rebanar, quitar, una letra, un espacio en blanco, una coma. Es el lenguaje el que le desgarra, y de ese desgarro es ella expresión y testigo, nada más. Este es el origen del uso insistente que hace ella del apócope y la síncopa. Κόπτειν, golpear, cercenar, trocear, golpear en una puerta. Es entonces cuando hay que entender qué quiere decir Cixous cuando escribe: «Rompí conmigo misma, me corté de alguna manera»[26]. El arte de clavar el cuchillo en la herida. Pero también de signar, firmar el texto, dejar la huella de su nombre en él, casi de incógnito: «Hache. Mi nombre empieza por Hache» (128).

Entonces podemos estar seguros de que cuando Derrida, en su texto H.C. pour la vie, está jugando con el peso de la inicial, nos está diciendo, cada vez y para toda la vida, que el sentido de la letra es el precio que hay que pagar por entrar a vivir en la literatura, por ese hache, que es también un hacha que se echa, en efecto, «como una carta»[27]. El texto se deja habitar con la garganta apretada por las diversas alteraciones del lenguaje. El cuerpo de la escritura viste y piensa sus heridas, muestra sus cicatrices, nos deja habitar en eso que Lyotard llama «pensamiento-cuerpo»[28].

El arte de habitar tiene también algo de pundonor y aquí, y así, se edifica la sombra creciente del libro soñado, cosido con cicatrices. Se ha entrado a vivir, a través de la escritura, en lo vasto y lo incomunicable. Cada libro de Cixous, empezando por este Tercer Cuerpo, reitera algo inesperado, una fiebre de palabras, una respuesta a la muerte, algo distinto de un sueño, «un hipersueño. Nada más violentamente real»[29]. Porque lo cierto es que si los libros de Hélène Cixous tienen este elemento indecidible, es porque están habitados por los sueños de la noche y sus misterios, y parecen hacerse eco de la vertiginosa pregunta de Derrida: «Cuando nuestros ojos se tocan, ¿es de día o de noche?»[30]. Quizá todo esté, como diría Rilke, más abajo y en lo inacabado. Aún para entrar a vivir. Para empezar, por fin, a vivir.