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Museo Barnum

A diferencia de la invisibilidad, la discreción no tiene demasiada prensa. Cómo entender si no la modesta repercusión que recibe, habiendo incluso obtenido el Premio Pulitzer, una obra de imaginación proteica y acabado formal como la de Steven Millhauser. El neoyorkino nacido en 1943 es una figura esquiva, reacia a las entrevistas, pero de ningún modo un misántropo. Semejante a los emperrados soñadores que pueblan sus historias, Millhauser se muestra abocado a la ejecución de una obra impar. Sus ficciones suelen tensar el tejido de la realidad y rasgar sus costuras. Más que por la irrupción abrupta de otro mundo, lo fantástico brota del reconocimiento de la insuficiencia de la realidad y del deseo de insuflarle vigor a partir de la duplicación cabal, la acumulación heteróclita y la precisión en el detalle desdibujando, de este modo y siguiendo su léxico, las distinciones entre reinos. Sólo puede ser considerado un outsider en la tradición norteamericana si uno olvida que Henry James es parte de ella; lo que, lamentablemente, sucede con frecuencia.

La afición de Millhauser por los artistas de varieté e inventores de todo tipo redobla su alcance en “La fascinación por la miniatura”, un ensayo con visos de moderada ars poetica donde sostiene que la discrepancia de tamaños produce la distorsión perceptiva que espabila el ojo del sueño perenne de lo mismo. El encantamiento de la miniatura, que proviene de la ambición siempre insatisfecha de “reproducir el mundo en una forma aprehensible”, altera nuestra percepción cotidiana. Las piezas que componen Museo Barnum —su segundo volumen de relatos, editado hace tres décadas y ahora traducido tersamente por María Negroni, quien además firma un escrupuloso prólogo— pueden ser leídas como la puesta en escena de los desajustes entre la imaginación y la realidad con el propósito de renovar la mirada.

El relato que da título al volumen ofrece la visita guiada a un museo situado en el centro de una ciudad sin nombre. En salas que “se multiplican sin pausa” y que exponen la ecléctica mezcla de sirenas, alfombras que levitan, un grifo de enormes alas, gigantes, enanos, seres invisibles y fantasmagorías transparentes, maniquíes y muñecos, y donde también tiene lugar lo inconcluso para descansar del asombro constante, lo verdaderamente pasmoso es la arquitectura en expansión que se ramifica hasta acapararlo todo.

Si resulta difícil evitar leer las huellas de Kafka en el relato anterior, tanto más difícil resulta no leer los ecos borgianos de “Las ruinas circulares” en la imaginación febril del narrador de “La invención de Robert Herendeen”. Un adolescente tardío que rifa cada proyecto a la pereza y el abandono se propone “crear un ser que existiera en un reino paralelo” a la realidad y a la obra de arte. Su creación, una muchacha apática con partes faltantes, se muestra más interesada en un arrogante competidor de Herendeen que no se sabe quién lo imaginó. Cuando la muchacha reconoce su reflejo en el espejo y la ficción se desmorona, lo mismo sucede con la construcción abstrusa de la casa, que se va a pique a la par que el relato. Por pliegues y estratos recursivos está compuesto “El octavo viaje de Simbad”, en donde se trenzan distintos planos: una aventura del ilustre marino de la que no existe registro, el recuerdo incompleto y fragmentario de las anteriores por parte de un jubilado Simbad, el comentario erudito de las distintas traducciones de Las mil y una noches, en un tejido donde proliferan las versiones y la memoria se hace yunta con la invención y la conjetura. En “La postal sepia”, un hombre a punto del colapso se escapa a una brumosa ciudad balnearia. El clima lo obliga a estar encerrado en la habitación del hotel observando la postal que compró en un bazar de objetos antiguos. Cada vistazo a la postal pone (literalmente) la imagen en movimiento, pasando de la escena apacible de una pareja a la posibilidad del crimen.

Enumeraciones caóticas, conjeturas, el pliegue de la ficción como artificio. Está claro que el fantasma de Borges sobrevuela en mayor o menor medida cada uno de estos relatos. Se trata del Borges más cercano a Kafka (el de “La lotería de Babilonia” o “La biblioteca de Babel”). Pero me gustaría sumar otra influencia no tan evidente, acaso tampoco para el autor: Raymond Roussel. La proliferación de dobles en una mise en abyme, la atención en un objeto pequeño que adquiere proporciones fastuosas, el despliegue de la invención desatada que parte del rigor descriptivo y la afinidad con los genios algo locos y sus mecanismos: todo esto emparenta la literatura de Millhauser con la del escritor francés. Pero lejos de agotarse en las influencias, la obra de Millhauser forja sueños propios para hacer del mundo algo más real.

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