interZona

Noé Jitrik: leer la vida

Por RAÚL SILVA

A Noé Jitrik (1928-2022) la muerte lo sorprendió en plena acción. Tenía 93 años y el pasado septiembre viajó a Pereira, una ciudad colombiana, donde ofrecería varias conferencias y haría la presentación de la última de sus novelas, La vuelta incompleta. Pero un accidente cardiovascular lo llevó al hospital, donde murió el 6 de octubre.

Su obra literaria es vasta e incluye novelas, cuentos, crónicas, poemas, ensayos y un sinfín de reseñas de libros. La crítica literaria fue uno de sus territorios más presentes. Vivió en Francia entre 1967 y 1970. Llegó a México en 1974, para una estancia de cuatro meses que se prolongó catorce años. Sus reflexiones sobre el acto de leer y sus recuerdos de lo que vivió aquí y lo que nuestro país le dio son parte de esta entrevista, una síntesis de varias conversaciones que en los tiempos más intensos de la pandemia sostuvimos entre Buenos Aires y Cuernavaca.

En su libro La lectura como actividad usted escribió: “Me encerré durante los días de Semana Santa de 1949 y leí las obras completas de Dostoievski de un tirón, salí enfermo y curado al mismo tiempo”. ¿Qué lo enfermó?

Me enfermó el encierro, porque estaba prácticamente en una especie de celda, como si fuera un condenado. Sucedió en la ciudad de Buenos Aires, en una pequeña habitación de la casa familiar, donde vivía con mi madre y mi hermana. Mi madre no entendía muy bien qué estaba haciendo ahí, a cada rato me llamaba y quería averiguar, pero yo seguía impertérrito, leyendo, y creo haber leído buena parte de la obra de Dostoievski. De hecho, todo lo que entiendo de Dostoievski viene de esa ocasión. Después lo volví a leer parcialmente, pero Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov, Humillados y ofendidos, Recuerdos de la casa de los muertos, El jugador, me los leí en ese tiempo. Entonces yo ya iba a la facultad y durante las vacaciones mis compañeros se iban a sus pueblos, a sus ciudades, y yo no sabía muy bien qué hacer. Le pedí consejo a un amigo muy cercano, que me recomendó un libro de un antiguo jesuita, pero cuando fui a la biblioteca y lo consulté me liquidó, me aburrió profundamente y pensé que con eso no iría a ninguna parte. De manera que el azar me condujo a Dostoievski y me llevé a casa los tres tomos de sus obras completas, en esa maravillosa edición de Aguilar, y ahí empezó el vértigo de esa fiesta demoniaca.

 

Al más superficial de los lectores, al más ingenuo, también le ocurren cosas después de haber leído, no puede quedar indemne

 

¿Y qué, específicamente, lo curó?

Me curó el sentir que había aprendido algo muy importante, y eso es justamente lo que pide, lo que exige la lectura. Uno da por sentado que la lectura es algo que se sabe hacer, que es sólo tomar algo entre las manos, fijar la mirada, recorrer las líneas y que es fácil, pero si uno piensa que es algo más y que requiere de la confluencia de muchas fuerzas, eso no se comprende muy rápidamente. Se pasa por una experiencia que se podría denominar de aprendizaje, pero que es muy radical. En mi caso, creo que lo comprendí plenamente durante esa Semana Santa de 1949.

La lectura es un acto de resistencia, un gesto de vida que reproduce vida, y eso está en la esencia de La lectura como actividad.

Se trata de una experiencia total, porque el que lee se juega por entero en ella. Es un acto que por lo pronto implica aislamiento, lo cual es una decisión y un sacrificio, porque cuando uno se aísla se pierde de muchas cosas que ocurren a su alrededor. Luego, porque al introducirse en eso otro que es el texto uno penetra en zonas desconocidas, de manera que no sabe lo que puede pasar. Al más superficial de los lectores, al más ingenuo e inadvertido, también le ocurren cosas después de haber leído, no puede quedar indemne. Eso es lo que recorre las páginas de La lectura como actividad y me parece que lo hace un libro vigente todavía, es decir, que no sea insignificante ni simplemente una exaltación culturalista de la lectura. Culturalista, digo, institucional o de política de Estado: hay que fomentar la lectura, hay que favorecer la lectura porque educa... todo eso está muy bien, pero no es lo esencial, lo esencial es esa idea de una expriencia radical.

Usted llegó a México en 1974, invitado por El Colegio de México para una estancia de cuatro meses, que se prolongó catorce años. ¿Cómo valora en el recuerdo esa experiencia?

Bueno, en realidad no pensaba quedarme, pero la gente de El Colegio consideró que la situación en Argentina se estaba deteriorando y convenía retenerme. Lo decidió la institución, pero la acepté porque realmente volver en esas condiciones a una Argentina donde ya nosotros habíamos sido perseguidos, de forma velada al principio, pero eficaz en sus mecanismos, hubiera sido una imprudencia. Mi relación con el país comenzó de una manera casi diría turística, un contacto con el entorno a través de la curiosidad, visitando lugares, viviendo la experiencia gastronómica, el encuentro con nuevos amigos. Pero al quedarme la cosa cambió y tuve que ingresar a todo lo que podría sintetizarse en la palabra México.

Empecé a leer más literatura mexicana, a mirar ciertos fenómenos de esta realidad con un interés de comprensión que antes no había tenido y ahora veía como un enriquecimiento. Comencé a aprender muchas cosas que ampliaron mi horizonte intelectual y sobre todo vital. Es ahí cuando me hago de amistades, de manera que en este momento mis amigos mexicanos son cuantitativa o cualitativamente igual o más que mis amigos argentinos y mi relación, mi interés por este país es el de alguien que lo compartió, que lo vivió y se siente parte de él. Lo que pasa en México me concierne, no es sólo algo que sucedió alguna vez y desapareció. Está presente a diario. El hecho de que tuviera esa actitud hizo, indirectamente, que yo participara en muchas más reuniones, en congresos, en espacios culturales. Yo figuro en antologías o en historias de la literatura mexicana.

Y en términos generales ¿qué le dio a su literatura esa vivencia mexicana?

Es algo que me pregunto siempre. No me dio el campo referencial, es decir no empecé a escribir a la manera de Rulfo, con localismos. Siempre fui enemigo de eso que, en mi caso, me parecía un falseamiento. Lo que me dio fue una necesidad de concisión, de manifestación y ocultamiento al mismo tiempo. Creo que eso es bastante característico del lenguaje mexicano, uno nunca comprende de entrada lo que le están queriendo decir. Por eso yo definía a México como un país esencialmente hermenéutico, donde hay que ir un poco más allá del habla corriente. Por alguna razón existe el albur, un ejemplo muy claro de lo que aprendí. No hago albures ni nada por el estilo, no me he hecho experto en ningún juego del lenguaje específico, pero sí creo que me han llevado a manejar de otro modo la relación entre la subjetividad y la objetividad.