No todo despertar es sinónimo de lucidez o revelación, a veces puede ser un encubrimiento. Está quien sueña para no despertar y aquel que despierta para seguir soñando. En la delgada línea que separa (y anuda) ambos mundos, hace equilibrio la obra del inglés M. John Harrison, uno de los pocos escritores verdaderamente imprescindibles en la actualidad. Para dicha de sus lectores, Interzona acaba de publicar Deberías venir conmigo ahora, cuarenta y dos piezas de extensión variable organizadas de tal manera que modulan distintas frecuencias de un mismo, sincopado ritmo.
Personajes involucrados en ambiguos triángulos amorosos —como aquel de la novela El curso del corazón (1992)—, en los que la atracción sexual por uno de los vértices es proporcional a la identificación especular con el otro; personajes que desean ser parte del sueño de alguien más; personajes desorientados, ausentes no sólo de su hogar, sino, antes que nada, de sí mismos. De ellos, de su malestar, en parte, trata la colección. Sin embargo, “personaje” no es un término adecuado en este contexto. Las criaturas de Harrison no se avienen del todo con los trazos en acuarela de los posmodernos ni con los perfiles caligráficos de los realistas. Son, si se permite el exceso, emanaciones de la circunstancia. Y como entre la mente y el paisaje la distancia está abolida, las deshilachadas personalidades no logran hacer pie en un entorno siempre cambiante. Por muy anclados que estén los relatos —por ejemplo— en los suburbios londinenses, su cartografía pronto comienza a desrealizarse sin necesidad de recurrir a ningún subterfugio surrealista. En uno de los relatos se dice que “en cada ‘historia’ que contamos, nuestra ambición debería apuntar a lograr una falla calculada en el servicio, una única y perfecta interrupción del tráfico”. A esa inopinada torsión de la expectativa rinden tributo. Poco importa si se trata de una ciudad imaginaria o real, si de la reseña de un libro apócrifo o de objetos que duermen el sueño del capitalismo arrumbados en depósitos; el espacio gira (pero no dobla) para indagar el trasfondo de la inmigración, la política neoliberal, la alienación: los verdaderos fantasmas del engañoso subtítulo. Puede aplicarse aquí aquello que John Clute y John Grant dijeron sobre la obra de Robert Aickman: estos sujetos no logran entender el fantasma al que se enfrentan porque dicho fantasma “es una manifestación, un retrato psíquico, de su incapacidad para comprender sus propias vidas”.
Harrison posee una sensibilidad cromática y una destreza verbal semejantes a las de un Thomas Pynchon, con quien comparte, además, la intuición de que “hay otros órdenes detrás del visible”. En “Animales”, una mujer que alquila una cabaña cerca del mar se escabulle de la habitación cada vez que comienza a oír las discusiones, progresivamente más violentas, de un espectral matrimonio que, la razón indica, no debería estar ahí. Se sabe que incluso los fantasmas pueden tener vida privada, pero el relato evita cualquier tópico para aventurarse en el desvío. “Cave y Julia” (al igual que “Anima”, perteneciente a Preparativos de viaje, otro libro de cuentos de Harrison), por su parte, trata de la imposibilidad de recuperar aquel instante en que se cree haber vencido el yugo del tiempo. Lo real, dijo Lacan, es pleno; nada le falta ni le sobra. Es el virus del lenguaje lo que obra el doblez en las cosas. Por eso lo fantástico, es decir, la vislumbre de otro orden de sentido, no es tanto el acceso a una realidad más verdadera (como si se descorriera un telón y lográramos ver el mundo sin su sombra), sino el engendramiento de un mundo dentro del mundo, eso que sucede en cada momento, incluso ahora, en este instante. Por eso, también, ese ingreso puede estar dado, como en Joyce, por el fragmento de una conversación oída al pasar. Retazos de lo real a los que no hace falta encontrarle un sentido para que tengan cabida en el baile de máscaras de la vida cotidiana son frecuentes en la obra de Harrison. A veces, “por un rato el mundo se enciende como una fogata de otoño”.
Consideradas de manera aislada, algunas de las piezas breves pueden resultar prescindibles. Leídas en conjunto, en cambio, anticipan y replican —refractan— los motivos de otros relatos de superficie más dilatada. En estos últimos, Harrison da vuelta el género como un guante. Y esto es así porque, en lugar de narrar una historia (es más: en lugar de narrar la falta de una historia), ofrece el fulgor incandescente de una experiencia. Trazando el compás alrededor de un centro ausente —el carozo inasible del suceso—, los relatos de Harrison multiplican las trayectorias y, más que interpretaciones, suscitan resonancias.
Es responsabilidad del traductor, dijo George Moore, no quitar a la obra su sabor extranjero. Y si bien, Borges mediante, uno puede matizar esta declaración, el voseo en la versión de Tomás Downey no termina de cuajar; entre otras causas, debido a incongruencias en las elecciones léxicas que redoblan, acaso de manera innecesaria, la extrañeza de estos cuentos. Eso si se lee con lupa. Siendo menos quisquillosos, Downey logra dotar a estas piezas de una atmósfera indefinida que rápidamente uno llamaría angustiante, pero que, a decir verdad, se detiene un paso antes, no está reñida con el humor y que, sin duda, proviene del eco del original. “Lo más extraño”, pese a todo, se dice en una de las piezas, “es vivir en una época así, insípida y podrida a la vez”.
No se sale indemne de relatos así. Harrison no se conforma con la hojarasca del extrañamiento per se; procura, por el contrario, buscar una forma de expresión que corresponda a la falta de certezas del mundo contemporáneo. Salir de una de sus frases es reconocer que el mundo alrededor ha cambiado, que el ángulo de mirada no es el mismo, que el suelo tambalea; que la intemperie, a fin de cuentas, habita en uno.
M. John Harrison, Deberías venir conmigo ahora. Historias de fantasmas, traducción de Tomás Downey, Interzona, 2021, 280 págs.