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Pampa y desierto

Ezequiel Martínez Estrada y Victoria Ocampo se frecuentaron poco, pero aun así mantuvieron un intenso intercambio epistolar entre 1945 y hasta la muerte del ensayista, en 1964. Quejas, alabanzas, intimidades y preocupaciones comunes riegan las cartas del volumen Epistolario, quizá más sorpresivo de lo que parece transmitir en la superficie.

“El cargo más grave que he oído formular contra ella es el de extranjería, y no puede haber insensatez más insolente. Lo que Victoria Ocampo intentó fue robustecer el sentimiento de la nacionalidad en un país cosmopolita como el nuestro”, escribe Martínez Estrada. Encontraba en Victoria Ocampo, acaso como en Melville o en Virginia Woolf, una feliz confusión entre lo antiguo y lo actual. Ella prefería corresponder a esos elogios con prudencia: “Usted me está mirando con el vidrio de aumento del corazón”. “Lo que ocurre es que la veo con un microscopio”, insiste él en otro ataque galante. Estos cruces pueden leerse en el Epistolario que ambos mantuvieron entre 1945 y 1964, hasta la muerte de Martínez Estrada. Se enviaron cerca de treinta y seis cartas, a razón de dieciocho cada uno. Ella envió algunas en francés, su lengua más íntima.

El 15 de noviembre de 1948 fue una de las pocas veces que coincidieron personalmente en un lugar, en ocasión de un discurso de Martínez Estrada en la SADE. Para entonces él ya era un autor celebrado desde los años ’30. Al Parnaso que ella componía con celebridades internacionales (como José Ortega y Gasset, Paul Valéry, Aldous Huxley, Rabindranath Tagore), quiso agregarle una celebridad local ajena a su grupo de allegados. De aquel discurso de Martínez Estrada ella diría: “No hemos oído conferencia más conmovedora y dicha de manera más sencilla y perfecta en Buenos Aires”. Es presumible creer que es ella quien inicia el vínculo. Lo convoca a participar en Sur, pero sólo después de que la revista Trapalanda, en la que Martínez Estrada había estado, sacó su último número, en 1935, y dejó entonces de ser una amenaza. Martínez Estrada responde al llamado de ella con un curioso entusiasmo: “Usted es un médium, usted está habitada, usted tiene la virtud de purificar lo que toca”. El nombre de Victoria era, para él, una palabra mitológica, comparable con el de Eurídice o Beatriz. O la comparaba a Victoria con un algarrobo: un árbol que al mismo tiempo crece junto y separado de las personas. “Algarrobo” se iba a llamar precisamente un libro de Martínez Estrada íntegramente dedicado a Victoria, y del que sólo quedaron unos fragmentos.

Habían comenzado su vínculo hacia 1943, en ocasión de una reseña que Martínez Estrada publicó en Sur sobre 338.171 T.E., el libro de Victoria sobre T.E. Lawrence. O quizás había comenzado el vínculo entre ambos en 1945, en ocasión de un perfil autobiográfico que Ocampo le pide a EME para Sur. “Soy un hombre púdico, incapaz de confesiones”, escribe sobre sí mismo. Pese a confesar esa incapacidad suya para la intimidad, Martínez Estrada recrimina que ella no cuente intimidades en su autobiografía. “¿Las memorias de quién ha escrito usted? Los testimonios que usted aporta son de escribanía.” Para darse el derecho a ese reproche, Martínez Estrada le dirá a Ocampo que él y su hermana Angélica son los únicos que pueden hablarle a ella con franqueza. La respuesta de Victoria Ocampo no se hará esperar: “Quizá lo que usted ve en mí no existe. Lamento desilusionarlo, pero yo soy mis memorias”. Para Christian Ferrer, compilador del Epistolario, Martínez Estrada se la quería apropiar a Victoria Ocampo. Se la quería arrebatar a Borges y a Bioy, quienes literariamente la desdeñaban y para quienes sus gestiones culturales terminaban siendo molestas. A diferencia de ellos, Martínez Estrada equiparaba su labor civilizatoria en el siglo XX a la que Sarmiento o Avellaneda habían cumplido en el siglo XIX. Quizá por eso en algunas cartas la llama “Mahatma Vijaya”, que en una traducción del sánscrito vendría a decir: “Gran Alma de la Victoria”.

Martínez Estrada opondrá al liberalismo de Sur el latinoamericanismo izquierdista de la revista Trapalanda. Cosmopolita ella, radiógrafo de la Pampa él, ambos encuentran en el pensamiento sobre el país un territorio común. Un territorio que se vuelve localizable en las cartas. Que Martínez Estrada adhiera a la revolución cubana no es motivo de distanciamiento entre ellos. Victoria perseguía a Saint-Exupéry, a Gandhi y a Los Beatles. Martínez Estrada perseguía a Kafka y a Hudson. En la mitad del siglo XX, Martínez Estrada entendió que el mundo estallaba. Por una extraña razón, rogaba que a Victoria aquella explosión no la alcanzara.

En los años ’30, si se ganaba un premio literario, uno podía comprarse un campo en la provincia de Buenos Aires. Y es lo que hizo Martínez Estrada en Goyena al ganar el Premio Nacional. Algunas de las cartas están firmadas desde ahí. Otras, desde Bahía Blanca o México. Al gusto por la vida social y los viajes de Ocampo, Martínez Estrada le opone su pasión por los anocheceres, las vizcachas y Nietzsche. A Ocampo le preocupaban Sur, sus traducciones y el peronismo (bajo su gobierno, en 1953, llegó a pasar 26 días en la cárcel, acusada de conspiración). A Martínez Estrada le preocupaban su chacra y los pormenores de una enfermedad que le teñía la piel y que era arisca a los médicos. Con un tono hegeliano, en 1948 se pregunta si todavía le queda en estas tierras algún programa al espíritu.

Martínez Estrada cultivó la queja casi como un género. Pero Victoria veía en él un metal inatacable, al que ni el agua o los ácidos más fuertes podrían corroer. Para el momento en que empiezan a cartearse ya Martínez Estrada ha sido agraviado por Manuel Gálvez, por Borges y por el peronismo. En un momento, él le escribe desde Cuba, desde el pequeño departamento aledaño a Casa de las Américas en el que prepara un estudio sobre José Martí. En ese exilio, Martínez Estrada confiesa sentirse solo. Se volverá a sentir así de nuevo en la Argentina, cuando se enfrente al ocaso de su vida sin casi más compañía que la de Agustina Morriconi, su esposa. Y la de las cartas que Victoria le envía.

“Les ruego que me digan qué falta allí. ¿Ropa de cama? ¿Toallas?”, escribe Victoria a Ezequiel Martínez Estrada y su esposa, en ocasión de haberles facilitado hospedaje en las oficinas de la revista Sur. “Hay aquí unas manzanas muy ricas. Si come fruta, me gustaría mandarle un cajoncito”, le vuelve a escribir unas semanas después. Es Martínez Estrada para Victoria Ocampo alguien “inaprehensible”. Así se lo dice en 1955. Para menguar esa distancia, Ocampo pretende que Martínez Estrada le done algunos consejos sobre sus traducciones. Pero él se niega a acompañar con su firma una carta en solidaridad con Boris Pasternak, obligado a rechazar el Premio Nobel de Literatura de 1958 por el régimen soviético. Se niega por las otras firmas con las que la suya se mezclaría. “¿No hemos venido a ser nosotros nuestros extraños?”, se pregunta. Cuando ella lo invita nuevamente a escribir en Sur, Martínez Estrada se sorprende. Pero no, no puede.

Quizá buscaba para sí el mismo exilio que Hudson. “Sospecho que a los escritores argentinos no les faltan motivos de amargura –le escribirá Victoria en una carta pública de 1960–. No es necesario salir del suelo argentino para vivir como un desterrado”, agregaba. En otro párrafo, ella también confesaba: “Este país me ha matado”. En sus cartas hablan de “nuestra patria común”. Pero no es difícil confirmar que el de Ocampo y el de Martínez Estrada eran países distintos. “Somos compatriotas espirituales”, le dice Ocampo. “Tal vez sienta usted este hablarnos de desierto a desierto”, agrega. Las grandes diferencias no les impidieron el diálogo. Usaron las tensiones como puentes. Para unir, un poco, sus mundos.

 

Por Juan José Mendoza.

Ganador al mejor libro argentino de creación literaria: "El náufrago sin isla" de Guillermo Piro es la obra ganadora del Premio de la Crítica de la Fundación El Libro 2024