En distintas oportunidades y escenarios, Luis Chitarroni (Buenos Aires, 1958) ha insistido en una declaración: “He escrito a espaldas del público”. Lejos de un remordimiento retrospectivo, el testimonio insiste en una posición negativa que atañe, en primer lugar, al uso de la lengua. Todo aquel que ha leído una página del autor de Siluetas sabe o intuye que el estilo prima por sobre el afán comunicativo. Es más: el estilo es en tanto más críptico resulta. Chitarroni cultiva una vanguardia afín al matiz que Libertella imprimía al término bélico: “vanguardia no es lo que está más adelante sino lo que es más íntimo”. En ese recogimiento, en ese solipsismo, Chitarroni encuentra un lugar siempre incómodo donde apostar la ficha de la literatura. Porque si bien escribe de espaldas al público, no lo hace respecto a la biblioteca.
Pródigo en digresiones, desmesuras sintácticas, juegos lingüísticos y paradojas, Chitarroni ha volcado en su recientemente reditado Peripecias del no, todas sus manías escriturales (todas sus manías posibles): las mismas que supieron erigirlo como uno de los escritores, críticos y editores de mayor vuelo de su generación. Su amor por lo inacabado, los anagramas, la parodia a medio camino, los símbolos crípticos, la elegante ironía y el discurrir del significante serían algunas de las formas que contribuyeron a darle la espalda (a cierto tipo de) lector.
La novela ─que fue publicada originalmente en 2008 por Interzona y reeditada ahora por la española Firmamento─ intercala (como lo anticipa su subtítulo, Diario de una novela inconclusa) entradas de diario, citas apócrifas, relatos interrumpidos, ensayos, textos de escritores inventados, y demases. Inútil, así, diagramar una trama lógica y sucesiva. Aparecen, “en clave”, nombres que configuraron la revista Babel, de la que participó el autor, y que propuso, a fines de los '80, un corte con las estéticas realistas y el compromiso del intelectual. Se filtra, en Peripecias del no, esa devoción por la literatura amante de sí misma, por la escritura que sólo teje vínculos de responsabilidad para consigo. Así, Chitarroni fagocita lecturas sin borrar su estela, es más, declarando abiertamente el robo a la luz de la luna.
De alguna manera, la novela se entronca en la tradición de los work in progress, y si Macedonio proponía apuntes para una novela que comienza, o una serie casi interminable de prólogos previos a una historia desinflada, Chitarroni presenta el detrás de escena de una novela (que no escribe y que, por lo tanto, no termina). Mejor aún, exhibe las peripecias escriturales del diario de un “escritor”: escritor que, lejos de expresarse en términos de una “subjetividad”, se constituye en y con los giros del lenguaje.
Escribe Patricio Pron en el prólogo: “Peripecias del no se nos presenta como una obra en marcha, babélica, digresiva, gozosamente inconclusa, que dinamita las convenciones del género a fin de soslayar lo que Bioy Casares dio en llamar el «riesgo de lo novelesco», y en la que las fronteras que separan tradición y experimentación quedan definitivamente desdibujadas”.
Pero no se trata tanto de la imposibilidad ─fuente inagotable de la neurosis literaria del siglo pasado─, sino de afirmar una negatividad; en lugar de no poder, poder no. Y menos aún se trata de una preferencia a lo Bartleby (“preferiría no hacerlo”), sino de una vocación de penumbras, un deseo de ambigüedad, incluso de oscuridad. Si hay un riesgo, entonces (tanto para el escritor como para el lector) es el que se corre cuando se apuesta todo, absolutamente todo (la vida de Chitarroni así lo atestigua), a la fuerza y a los límites del lenguaje.