Por Carlos Gamerro
Algunas obras literarias han tenido la suerte de aportar imágenes poderosas al saber común, imágenes cuyo sentido muchas veces se aparta del que tenían en la obra. Así, “luchar contra los molinos de viento” se ha convertido en símbolo del idealismo intrépido, cuando en Don Quijote ilustra los desvaríos de un chiflado que se cree todo lo que dicen los libros. Pasa algo parecido con El mercader de Venecia: la imagen de la deuda que debe ser pagada con una libra de la propia carne es tan poderosa que ha pasado al lenguaje y al sentido común, y cada vez que un trato o contrato imponen condiciones excesivas e injustas recurrimos a ella, y esto sin ninguna connotación antisemita. En el otro extremo del espectro, la frase “es un Shylock” ha entrado en la lengua inglesa, sobre todo a partir de la época victoriana, y esta vez sí con netas connotaciones antisemitas.
La recomendación de la presidenta Cristina Kirchner a los niños y jóvenes de la Villa 20 de Lugano, el pasado 2 de julio, de “leer El mercader de Venecia para entender los fondos buitre”, y su posterior agregado, “la usura y los chupasangre ya fueron inmortalizados por la mejor literatura hace siglos” provocaron la reconvención de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA), que expresó su “profunda preocupación” ante las “desafortunadas manifestaciones” de la Presidenta, argumentando “la connotación profundamente antisemita de dicha obra” y agregando que “su recomendación genera justificada inquietud y preocupación en la comunidad judía argentina”.
¿Es antisemita El mercader de Venecia? Harold Bloom, en el capítulo que le dedica en su Shakespeare, la invención de lo humano, dictamina: “Tendría uno que ser ciego, sordo y tonto para no reconocer que la grandiosa y equívoca comedia de Shakespeare El mercader de Venecia es sin embargo una obra profundamente antisemita”. ¿Debemos, por eso, como parece plantear la DAIA, dejar de leerla y fustigar a quienes la recomiendan? La respuesta la da el mismo Bloom con una cita de James Shapiro, autor del fundamental Shakespeare y los judíos: “Apartar la mirada de lo que la obra revela sobre la relación entre mitos culturales e identidades de las gentes no hará desaparecer las actitudes irracionales y excluyentes. De hecho, esos impulsos oscuros siguen siendo tan elusivos, tan difíciles de identificar en el curso normal de las cosas, que sólo en ciertas ocasiones como los montajes de esta obra logramos vislumbrar estas líneas de fractura en la cultura. Por eso censurar la obra es siempre más peligroso que representarla”.
Podemos notar que Shapiro no dice “leerla” sino “representarla”. No es una cuestión menor. A diferencia de un cuento o una novela, un texto teatral no es una obra terminada: sólo en la puesta la obra se completa. Y lo deslumbrante e inquietante de El mercader de Venecia es que admite tanto una puesta antisemita como una filosemita: activando, en la escena, ciertos elementos del texto, veremos a un vengativo prestamista judío derrotado y aleccionado por cristianos simpáticos y benévolos; activando otros, el paria que cometió el error de creer que la ley es igual para todos termina al final burlado y quebrado por una jauría de cristianos que cacarean su misericordia mientras lo quiebran y pisotean.
Central a la cuestión es el tema del género: en el primer Folio de Shakespeare (1623) se la incluye entre las comedias. Si es una comedia, entonces tiene final feliz, y deberíamos celebrar que el mercader se salve y Shylock sea derrotado, humillado y obligado a convertirse. De hecho, lo que hoy más nos indigna, la conversión forzada, debió ser para muchos en la época el más feliz de los ingredientes de esta feliz comedia: aun a pesar de sí mismo, el judío sería salvado e iría al cielo: la “conversión de los judíos” fue un mito central de la Reforma europea, señala Shapiro en su libro; si los protestantes lo lograban probarían que ellos, y no los impostores papistas, representaban la religión verdadera. La conclusión es clara: si se la representa como simple comedia, El mercader se convierte en una obra antisemita. Esto todavía hubiera sido posible en la Alemania de Hitler o en el Kazajistán de Borat, pero después del Holocausto, esa posibilidad ha sido cancelada, y hoy se la representa, invariablemente, como drama sombrío, y el “final feliz” se carga de ironía.
Es facilísimo escribir una obra apuntado a los racistas –que serán siempre los otros– con el dedo: mucho más difícil es escribir una obra que active los sentimientos racistas de su público y luego los enfrente con sus consecuencias. Una obra así corre el riesgo de ser simplificada y acusada de racista, pero eso es lo que la vuelve valiosa: que corre ese riesgo.
Cuando en 2002 el teniente general Ricardo Brinzoni le recomendó al entonces periodista Héctor Timerman que leyera El mercader, el hecho de que él fuera cabeza de una institución de probada trayectoria antisemita, de que el periodista fuera judío y, más aun, hijo de Jacobo Timerman, víctima favorita del rabiosamente antisemita Ramón Camps, activó los componentes potencialmente antisemitas de El mercader de Venecia, y la DAIA estuvo justificada en protestar, aun cuando al cumplir el loable propósito de fustigar a Brinzoni terminaran cargándose a Shakespeare y a su comedia, a la que caracterizaron como “ejemplo paradigmático de literatura antisemita, utilizada durante generaciones para difamar e incitar al odio y la persecución”.
La clave, una vez más, está en la palabra “utilizada”. Porque si es cierto que en el pasado la obra fue utilizada como propaganda antisemita, también es cierto que, sobre todo desde 1945 en adelante, ha sido utilizada para denunciar y combatir el antisemitismo, y el célebre monólogo de Shylock, “¿No tiene ojos un judío?”, se ha convertido en un clásico de la literatura antirracista. De no ser así, no se entendería que el teatro nacional de Israel, Habima, la hubiera representado en su país y la hubiera elegido para llevar al festival Shakespeare del Teatro Globe, en 2012.
Entiendo que la recomendación de la Presidenta de leer la obra de Shakespeare se inscribe en el uso común de la imagen de la libra de carne, que se conecta naturalmente con otras de uso también frecuente: vampiro, chupasangre, buitre. Pero la libra de carne y el Shylock de la tradición popular victoriana no van necesariamente de la mano, ni en sus declaraciones, ni en el saber común, ni en la obra de Shakespeare. El Holocausto y sus secuelas han convertido esta obra en un campo minado, y es difícil no dar algún paso en falso al meterse en ella. Corrió este riesgo la Presidenta al recomendar su lectura utilizando la palabra “usura”, que siglos de prédica antisemita han asociado a la palabra “judío”; pero creo que sólo la mala fe, o la intención de utilizar a Shakespeare en una pelea que viene de más lejos, autoriza una interpretación capciosa como la que sus palabras han sufrido.
El mercader de Venecia fue una vez, y durante mucho tiempo, una obra antisemita que contenía en su interior una obra antiantisemita; hoy es una obra filosemita en cuyo interior anida, adormilada, una obra potencialmente antisemita, que declaraciones como las de las autoridades de la DAIA corren el peligro de despertar de su sueño profundo. El Shylock de la tradición victoriana, la discriminatoria caricatura del prestamista judío, anda todavía errando por las calles del mundo: una de las mejores maneras de conjurarlo es, justamente, leyendo El mercader de Venecia.