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Prefiriría no hacerlo

Por Osvaldo Baigorria. Pero aun mejor sería, siguiendo el contraejemplo de Cervantes, hacer una prolongada vida de molicie, lujo, libertades, paseos, holganzas y sentarse luego un buen día a escribir. Macedonio Fernández

Hace más de dos años que intento sentarme a escribir un prólogo para la reedición de este libro. Me siento, pero no consigo arrancar. O si arranco, no termino: lo descarto, me niego a reescribir. Todo lo cual resulta en una pueril pérdida de tiempo. Podría dejar el prólogo original, sin tocarle una coma, pero también esto me resulta imposible. No solo porque haya nuevos textos o falten otros, porque exista ampliación, revisión y necesarias rectificaciones, sino porque aquel prólogo ya no me despierta ni las ganas de leerlo para ver qué puedo copiar y pegar. En realidad, preferiría no mirarlo. Y la razón es solo una:

Tengo fiaca. O tal vez alergia al trabajo. O me dio un ataque de pereza. Es decir, las razones pueden ser muchas, pero se reducen a una. La fiaca, la pereza, la indolencia, el deseo de retiro, la fatiga, el dolce far niente, la inacción o el wu wei no son lo mismo pero tienen cierto elemento en común, y cuando reuní por primera vez esta antología, hace casi veinte años, traté justamente de rastrear ese elemento, según aparece y atraviesa el discurso, el gesto, el acto, en forma de fragmentos y esquirlas de una línea subterránea de exigencias históricas a la economía y a la cultura.

La crítica al trabajo, por ejemplo, es un tópico anarquista que por momentos ha sabido cruzarse y también tropezar con un rechazo de corte aristocrático que viene de la antigua tradición grecorromana; digo ‘tropezar’ porque en esa tradición el trabajo manual era considerado inferior y subordinado a la función intelectual que irrumpía en aquel punto cardinal de la cultura llamado otium. Desde ese punto habría generación de vida espiritual, dado que la Antigüedad entendía al ocio como contemplación, escuela, conocimiento de sí y del mundo. El ocio era, por lo tanto, efecto de una libertad que requería la esclavitud de otros que realizaran las ‘artes serviles’, o sea, que hubiera clases. En cambio, para los anarquistas no debía haber clases ni jerarquías entre trabajo manual e intelectual, y en todo caso lo repudiable era el sistema salarial y la venta forzada de la propia fuerza laboral.

La cuestión es que Con el sudor de tu frente. Argumentos para la sociedad del ocio fue reunida y publicada originalmente en momentos en los que no teníamos Internet a mano. Había correo electrónico, pero aún no sentíamos realmente el impacto que la red global, la digitalización y los dispositivos de comunicación móvil tendrían sobre la vida diaria, impacto que ha seguido intensificándose y al que nos hemos acostumbrado más mal que bien con el correr de los años. La percepción del trabajo y de su contracara histórica, el ocio, ya había cambiado tanto como la percepción del tiempo y del espacio desde la Revolución Industrial. Sin embargo, en las últimas décadas del siglo xx y primeras del xxi, la interacción de computadoras y telecomunicaciones produjo una compresión aun mayor del espacio-tiempo, fragmentándolo en infinitos objetos de distracción y consumo.

Pero ya vamos demasiado lejos en lo que parece ser un prólogo y no quiere serlo. Como se preguntaba Macedonio Fernández: ¿Basta con “ir antes” para ser prólogo? Se supone que no. Si alguien deseara realmente escribir un prólogo a este libro, debería primero consultar “El prólogo modelo” en Museo de la Novela de la Eterna. Se lo puede googlear, creo que ya está en pdf.

Ahora bien: mi dificultad en sentarme a escribir ha sido potenciada precisamente por la presencia colonizadora de la red. Un medio dominante global que formatea la vida cotidiana ha destruido las ilusiones de cierto futurismo simplista que en décadas anteriores auguraba una ‘sociedad del ocio’ en la cual, gracias a la liberación del trabajo ofrecida por la innovación tecnológica, tendríamos más tiempo para actividades satisfactorias, significativas. Fue el revés.

De todos modos, me siento con la intención de escribir y agradezco al Dios de la Iluminación que no haya cortes de energía porque soy, como todos, electrodependiente. Doy clases durante el llamado ‘año lectivo’, que en Argentina va de marzo a diciembre. Pero cuando quiero ponerme a escribir me acosan todos los efectos de la crisis social, ambiental y energética: autoacuartelamientos policiales, saqueos, cortes de luz, cortes de calles y de autopistas, olas de calor. Después del fin de año la crisis tiende a calmarse, aunque no mucho, pero la calma no incita precisamente a escribir, una actividad que, como suele decirse, requiere 10 por ciento de inspiración y 90 por ciento de transpiración. En enero transpiración hay de sobra, en axilas y entrepiernas cruzadas frente al escritorio donde pongo la notebook, pero faltan ganas de ponerme a hacer un prólogo con el sudor de ‘mi’ frente. Sobre todo, mientras muchos trabajadores precarios o de planta, en negro o en blanco, están de vacaciones. Y ya en febrero habrá que preparar las clases que empiezan en marzo (eso sin entrar en detalles: las clases no son el único trabajo; soy free-lance, no puedo vivir de la docencia exclusiva; alguien que no es rico siempre tendrá que vérselas con la condena bíblica para ganar su pan).

Podría argumentarse que con ciertas modificaciones en el régimen laboral (aumentos de sueldo, reducción de horarios, rebajas impositivas, etcétera) la situación mejoraría sensiblemente. Tengo mis dudas. Todos los diciembres y los fines de ciclo anual en Argentina tienden a ser conflictivos, y algunos más o menos explosivos (este último batió varios records); todos llegan exhaustos a ese mes que preanuncia el inicio de la temporada de vacaciones, un mes que además requiere el esfuerzo extra de las compras (o los saqueos) de regalos y alimentos para las llamadas ‘fiestas’ y en el que se espera con ansias al 1ro. de enero para irse de vacaciones o –mientras algunos se van– quedarse relajados en casa, con o sin pileta o pelopincho, con o sin aire acondicionado o ventilador. No es mi caso. Aquí estoy, en pleno enero, tratando de escribir un prólogo a este libro.

Tampoco me quejo; solo informo. Sé que estoy del lado privilegiado de la brecha digital, aunque también veo que mi notebook encendida se va quedando sin batería y puede que más tarde no haya corriente para enchufarla a la pared. Mi notebook está dentro de un mundo en el cual la aceleración de telecomunicaciones convive con formas tradicionales de trabajo manual, servidumbre, explotación en fábricas, aulas y talleres donde la relación es cuerpo a cuerpo, nada virtual. Y gran parte de ese trabajo del cuerpo es imprescindible, claro. Un médico de guardia ahí, un bombero allá. Por suerte, hay muchos que se sienten útiles en poder ayudar a otros. Enhorabuena. Quiero decir que en medio de tanta innovación tecnológica han crecido vastos territorios de exclusión social donde abunda el sufrimiento y esto podría ser aliviado. También puede haber goce en el trabajo, en la utilidad o la creatividad desplegada y en las formas de reconocimiento o de remuneración simbólica que hagan atractiva una tarea.

Pero lo que nos iguala a trabajadores forzados o a gusto, desocupados u ocupados crónicos, es que el tiempo se presenta como un recurso cada vez más escaso. Preguntemos a nuestro alrededor. Veamos cuánto tiempo tiene cada uno y se pueda jactar de ello. Hay obvias diferencias en la percepción espacio-temporal entre personas de mayores y menores ingresos, pero también una presión que ‘democráticamente’ comprime al tiempo y al espacio dentro de un flujo continuo de atención parcial y fragmentaria, entre pantallas que ofrecen una serie interminable de objetos de consumo que nos dan una ilusión de libertad y una vida de esclavos. Los ‘amigos’ y las ‘relaciones’ ahora también son objetos de consumo, y también esclavizan.

Tal vez ya estamos en la famosa ‘sociedad del ocio’ pero esta no es lo que esperábamos. En cierto sentido, los argumentos que aquí se presentan serían tanto ‘para’ como ‘contra’. El libro podría llevar como subtítulo “Argumentos ‘contra’ la sociedad del ocio” y eso no modificaría su lectura. En todo caso, se entendería al ‘ocio’ contemporáneo como entretenimiento, espectáculo, redes sociales y todo el resto de las formas que nos alejan del ocio clásico y sin comillas, aquel entendido como contemplación, conocimiento de sí, formación del ‘ser’ en lugar del ‘tener’, entre otras aspiraciones antiguas.

Aclaro todo esto por si alguien se toma el trabajo de escribir un prólogo a este libro. En verdad, habría que modificar tan de raíz esta sociedad para recuperar algo de aquel ocio clásico que la tarea es desalentadora desde el vamos. Alguien dirá que el compilador de la presente es más pesimista que el que realizó la primera edición. El compilador sigo siendo yo, así que puedo responder directamente a esa observación. Y diré que es cierta, aunque solo en parte. Una parte es escéptica y la otra, crítica del optimismo. Definiciones: escéptico es quien duda y examina (Pirrón); optimista es quien prefiere “obstinarse en defender con vehemencia que todo está bien cuando está mal” (Voltaire). Hoy creo que existen razones para dudar. Para dudar, por ejemplo, del “uso racional de los recursos disponibles” o de las promesas de las “nuevas tecnologías”, cuando el planeta está ocupado casi íntegramente por la guerra y/o la carrera desenfrenada para explotar y consumir todo lo que se pueda, sin importar a quiénes se aniquila, se olvida o se deja al margen.

El hecho de que los modelos económicos dominantes, desde el capitalismo transnacional al socio-capitalismo de Estado, no puedan siquiera imaginar un sistema que no se base en la incesante producción, compra y venta de mercancías para mantener ocupada a la creciente población del planeta revela una inquietante limitación o falla en la inteligencia terrícola. En el futuro, puede que alguna especie con capacidad de razonamiento dilucide y explique qué llevó a la humanidad a ocupar, manipular, comprar, vender y destruir el suelo, el agua y el aire de la Tierra. Para entonces, las preguntas que hoy nos hacemos sobre ocio, trabajo y supervivencia ya no serán las mismas. No sé cuáles serán ni si habrá alguien ahí para hacerle preguntas.

Se podrá objetar que esta antología es también un objeto de consumo, ya que habrá que pagar por ella, emplear tiempo en leerla, comentarla, etcétera; por lo tanto, participaría del mismo sistema que critica. El compilador sigo siendo yo, así que puedo responder directamente a esa observación. Y diré que es cierta, aunque solo en parte. Una parte es crítica, la otra conservacionista moderada. El consumo no es malo per se, sino solo su abuso –explicitado por el énfasis o la vehemencia puesta en el sufijo ‘ismo’–. Se tiende a abusar del consumo, pero siempre es preferible consumir algo que a uno lo disuada de seguir consumiendo que cualquier otra cosa que estimule la adicción. Me parece.

Aun así, el reproche final que podrá hacerse a este libro, como a tantos otros, es el uso de una determinada cantidad de pulpa de papel, árboles, suelo, y así de seguido. Al lado de lo que se gasta en publicidad e información inútil, esa cantidad ha de ser mínima, pero en aras de la coherencia diré que el reproche apunta a algo cierto, al menos en parte. Qué parte es cierta y qué parte es dudosa, lo dejo como materia de reflexión a cargo de quien desee escribir el prólogo.

Soy consciente de que casi estoy escribiendo un prólogo aun cuando prefiera no hacerlo, poniéndome a mí mismo la zanahoria de dar vueltas, de hacer preámbulos, en torno al objeto ‘prólogo’. Pero si me preguntan de veras, si tuviera la opción, preferiría no sentarme a escribir sino ir a nadar, fumar, escuchar música o caminar. Preferiría no escribir, por eso reedito; pero veo que reeditar requiere justificación y por lo tanto, algún tipo de escritura.

Preferiría no reescribir, porque eso también es trabajo; reescribir implica corregir, cortar, pegar y al final todo termina, como decía Borges, en tener que publicar para dejar de corregir.

Preferiría que alguien escribiera un prólogo y ponerle mi firma. Tendría que ser un texto con el que yo estuviese plenamente de acuerdo aunque también puedo acomodarme a algún desacuerdo en función de preservar mi tiempo de ocio.

Preferiría firmar una solicitada que luego pueda usarse como prólogo. Pero que la redacte otro.

Ese otro haría bien en evitar los pasajes de tono profético o didáctico que abundaban en aquel de la primera edición. Si alguien se dejara llevar por la tentación de la reescritura, en vez del descarte completo del original podría intentar un rescate de aquellos párrafos del viejo prólogo que se alejan de la función explicativa o que la abordan mediante un rodeo. Por ejemplo:

“Cuando la marca editora (aquí el nombre de la editorial habría de reemplazarse por Interzona) me propuso compilar una antología sobre el ocio, el trabajito me pareció un contrasentido: algo así como militar contra la militancia o volverse activo contra la actividad. El dilema llegó hasta mi almohada, provocando, en las horas más inapropiadas, el surgimiento de nuevas y viejas preguntas sobre la oposición entre libertad y necesidad, cultura y naturaleza, goce y supervivencia. A lo largo de la historia humana, el problema práctico que presenta el trabajo se ha desarrollado sobre el filo de este tipo de paradojas. ¿Es posible vivir sin trabajar, en esta u otra sociedad, en este u otro tiempo? Por lo que veremos, no se trata de una pregunta ociosa.”

Después no importará el ‘veremos’, quizá no se retome el tema. Pero el parrafito en cuestión podría integrarse, con las modificaciones de estilo necesarias, en algún lado.

Sea como fuere, convendría evitar todo esfuerzo argumentativo y mantenerse en línea con los textos en los cuales la protesta contra el trabajo o la defensa del derecho al ocio es algo lírico, existencial, no apropiado para nada y mucho menos para persuadir de una posición (Barthes).

Esto debe notarse: todos los textos que han sido rescatados de la primera edición para la presente aportan desde campos diversos al “diálogo entre el utopista y el ciudadano crítico”, como dijo Horacio González en la presentación de Con el sudor de tu frente en la Feria del Libro de Buenos Aires el 22 de marzo de 1995. “El utopista busca una nueva dimensión de lo humano definida por aquello que el trabajo le sustrae, y a él se enfrenta el ciudadano crítico, que busca soluciones acentuando la cultura trabajadora”, dijo más o menos González, quien mencionó a Bartleby, el personaje de Melville que, en actitud de repudio sin violencia, sin agremiación, en solitario, con su frase I would rather not to, anunció frente a todo orden o exigencia laboral que “no entregará su conciencia a ningún otro trabajo que a la deliberación de sí”. Otro de los panelistas, Christian Ferrer, recordó que en la etimología de la palabra ‘trabajo’ se encuentra el término latino tripalium, que significa tortura. Y luego allí mismo se presentó la Fundación de Alergia al Trabajo (fat).

Este no es el lugar para escribir sobre aquella iniciativa o broma libertaria, pero a quien quiera trabajar algún día en una investigación al respecto pueden servirle algunos datos sueltos. Todo empezó con la fotocopia de un volante de cierta Fundação Nacional para a Alergia ao Trabalho, proveniente de la librería Utopia, en la ciudad de Porto, que Christian Ferrer consiguió no sé dónde y que me pasó como curiosidad.
De inmediato nos autoconvocamos en un grupo formado por Ferrer, Cutral –seudónimo de Carlos Gioiosa–, Guido Indij y el que escribe esto que no quiere ser prólogo y que preferiría no escribirlo. Así surgió la Fundación de Alergia al Trabajo Regional Argentina, un grupo de agitación y propaganda que cuestionó el hipócrita discurso de la “revolución productiva” dominante en esos años de neoliberalismo. El grupo ofreció entrevistas a los medios, produjo prendedores para ropa y organizó una marcha a desgano para el 2 de mayo, autoproclamado Día Internacional del Ocio.

Cutral (1959-2005), memorioso lector autodidacta de Puerto Madryn que a su llegada a Buenos Aires se había integrado a la fora (Federación Obrera Regional Argentina) de Barracas, fue el diseñador de todos los carteles y promotor de la mayoría de las consignas de la Fundación, desde la campaña “Salven al perezoso” hasta la de “El trabajo es un viaje de ida”. Fue también el principal ideólogo detrás de los textos de divulgación de la fat en sus escasos meses de existencia y quien aportó los datos para cierta reseña histórico-ficcional que incluía un supuesto levantamiento minero de Dantzig el 2 de mayo de 1868 contra el trabajo, anécdota de la que no se pueden tener certezas pero que fue reproducida en diversos medios de esos años. También ideó la formación de una Internacional Ociosa (International Idle of the World, iiw) que, en disidencia con la Primera Internacional de los Trabajadores, habría formulado en el siglo xix propuestas diametralmente opuestas a los discursos obreros de la época. Por ejemplo: “reducción de la jornada laboral a cinco horas” para “frenar en forma efectiva el desarrollo de las desigualdades sociales hasta llegar a la realización de la consigna ‘a cada uno según su necesidad, de cada uno según su voluntad’”, porque “si cada uno recibiese solo según sus necesidades, una persona que trabajara más siempre acumularía más que otro que trabajara menos y esto a largo plazo crearía diferencias de clases”. De allí la proclama anarcoindividualista: “Dicen los colectivistas que el fantasma del comunismo recorre Europa; nosotros decimos: un fantasma recorre el mundo, pero es el fantasma de la Pereza”.

Cutral dictaba y uno tipeaba sobre el teclado: “La fat tiene entre sus metas promover una campaña contra la adicción al trabajo, adicción que disgrega a la familia, separa a padres e hijos, erosiona sólidos valores espirituales como la fiaca, la molicie, el dolce far niente, la abulia” y provoca “enormes desequilibrios sociales y ecológicos”. Al mismo tiempo, recomendaba asistencia a las personas que, “sobredosificadas por el trabajo, desarrollan alergias manifestadas como diversas formas de aversión a las obligaciones laborales: trabajo a desgano, ausentismo, ingresar fuera de horario…”. Y llamaba al “reconocimiento médico de credenciales de alérgico, que protejan a los empleados que necesitan faltar o tuvieron que llegar tarde al trabajo a causa de una crisis de alergia” sugiriendo que se extendiera “un subsidio a toda persona que demuestre que su alergia le impida mantener un empleo o cualquier otra ocupación remunerada”.

Cutral fue también quien diseñó las credenciales que, con el dibujo de un oso perezoso colgado de una rama y el aviso “se solicita a las autoridades competentes que dispongan de los medios necesarios que eximan de toda obligación laboral al portador de la presente por su condición de alérgico al trabajo”, se repartieron entre los concurrentes a la marcha lenta y a desgano del 2 de mayo de 1995 por unos 100 metros desde Plaza San Martín hacia el Bajo. Esa tarde había más periodistas y cámaras que manifestantes, pero la Fundación, con la presencia de sus integrantes-fundadores a la cabeza, al llegar al bar Filo de la calle San Martín, pudo presentar una declaración final en la que anunciaba su autodisolución: “Esta idea nació del encuentro entre cuatro personas. A fines del verano, en un balcón contemplativo, entre cerveza y cerveza, decidimos iniciar una actividad que continuara la tradición de humor político de las vanguardias estéticas (dadaístas, situacionistas, Macedonio, el Partido Bromosódico Independiente, los grupos grafiteros de los 80…)”. Pero “nos encontramos con que las cámaras de televisión y los fotógrafos de los diarios nos estaban apuntando”, que “nuestros teléfonos no dejaban de sonar” y que los medios “que todo lo fagocitan, nos estaban convirtiendo en otra mercancía del espectáculo”. En suma: “quisimos reivindicar el derecho al ocio, absolutamente contrario a la idea de una sociedad del entretenimiento” y “nos dimos cuenta de que un discurso irónico puede interesar y permear a los medios, que lo tomarán como tema aunque al precio de desvirtuar sus ideas más relevantes y transgresivas”. La declaración finalizaba diciendo: “La consigna dadá que hicimos nuestra, ‘desempleo absoluto para todos’, quiso expresar una convicción: que la única sociedad verdaderamente justa e igualitaria será aquella en donde el ser humano no sea tratado como un animal de matadero o un número más en una serie estadística. Y esa sociedad no puede ser otra que una sociedad del ocio. ¡La Fundación ha muerto, viva la Fundación!”

Espero que estas breves referencias sirvan a quien quiera reconstruir la historia de ese experimento lúdico-político que duró menos de tres meses. Gracias a ellas, por un momento me distraje de la tarea de negarme a escribir un prólogo, llevado por cierto entusiasmo que contrasta con el fondo inactivo sobre el cual reposa o del cual emerge todo este discurso. Aquel grupúsculo tal vez pudo o pretendió encarnar cierto activismo cultural atípico, inoperante, pero esta antología nunca fue, nunca quiso ser, un libro militante. Nadie podrá decir que su lectura lo convirtió en un acérrimo partidario del ocio, ni que saldrá a los balcones con el puño en alto para gritar “muera el trabajo” o “viva la pereza”. Por más proclamas o discursos convincentes, siempre habrá algo que lo saque a uno de la inacción, que lo llame a la actividad, sean demandas de supervivencia o de seducción, promesas de trascendencia, evitación del horror al vacío u otros anzuelos. Los múltiples problemas de la vida no tienen solución definitiva, pero si de algo sirve la experiencia (de haber escrito otros prólogos, por ejemplo), puedo decir a quien quiera escribir un prólogo a este libro lo siguiente: en la medida en que uno lo elija, el trabajo que no se hace por dinero paradójicamente deja de ser trabajo o deja de sentirse como tal y tiene alta probabilidad de devenir ocio.

Johan Huizinga, historiador holandés que murió olvidado en un campo de concentración durante la ocupación nazi, elaboró en Homo ludens la idea, resumida en uno de los textos de esta antología, de que el lenguaje, la cultura, la religión, la política, la economía y todas las ocupaciones primordiales de la convivencia humana brotan del juego. Para Huizinga, el juego era algo superfluo, en cierta medida desinteresado o inútil, que puede suspenderse o abandonarse por completo, y que sin embargo puede crear orden, belleza, armonía, en fin, utilidad. Y por supuesto también suele crear esas desdichas que son la guerra, la destrucción, la manipulación de quienes no han sido libres para elegir cierto juego, ni conocen sus reglas o son sometidos por ellas.

O sea: no habría una frontera estricta entre trabajo y juego excepto cuando se coloca al primero en la esfera de ‘lo serio’ y al último en la esfera de ‘la broma’. Pero el juego puede ser realmente serio, y el trabajo convertirse de un día para otro en un mal chiste.

En cualquier caso, el juego se inicia y desarrolla en tiempo de ocio, entendido este en su acepción más clásica, allí donde se emparenta con la nada que antecede a la forma, el vacío que pone en marcha el mundo, el tao sin nombre u hoja en blanco sobre la que podrá imprimirse una primera marca.

Así que mi recomendación final a quien quiera escribir un prólogo a este libro es que jamás lo considere un trabajo, una obra, un texto construido para dar sentido al fondo o incluso a la superficie de las cosas. Si tiene ganas de jugar a que prologa, que prologue. Y si no tiene ganas, que no lo haga.

Y si se le ocurre corregir, ampliar o crear indicaciones para que alguien escriba otro prólogo, adelante. Puede plagiar o citarme, si lo desea.

En tal caso, muchas gracias.

Hasta aquí, creo haber llegado a decir todo lo que hacía falta para no escribir un prólogo. Solo queda enviar esto por e-mail. Y que la luz no se corte.

 

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