interZona

Quijote urbano

Pionero de las revistas de espiritualidad y autor del clásico Punk, la muerte joven, Juan Carlos Kreimer vuelve con un libro de memorias.

por Cicco

Fue el primer editor que conocí que repartía él mismo los libros de su colección en bicicleta. Eran tiempos donde no existían bicisendas en Buenos Aires, y pedalear en la ciudad era hazaña épica, acto de rebeldía, escupir en la cara del consumo. Y Juan Carlos Kreimer todo eso se lo pasaba por el soberano rábano. Así que uno lo veía entrar a las redacciones donde traía las novedades de su editorial con el casco puesto, envuelto en hollín y sudor, un quijote urbano. Por ese entonces, dirigía y era mentor en habla hispana de la colección “Para principiantes”, que traducía a pensadores y artistas influyentes y complejos en clave didáctica de historieta. Me habían dicho que Kreimer era un editor de larga data, pero eso, para 2006, cuando lo conocí, era toda la información que tenía de él.

“Si querés algún título de la colección te lo traigo”, me ofreció. Por entonces, yo era editor de revista Newsweek, su edición Argentina, y tenía carta libre para recibir toda clase de libros, así que cada vez que llegaba Kreimer traía dos o tres títulos a pedido. Había piezas de colección: Robert Crumb ilustrando a Kafka. Miguel Rep a Borges. Y Liniers a Warhol.

Con el tiempo, continuábamos su visita a la redacción con un café en el bar de la esquina. Parecía amable, sensato, incluso paternal. Alguien con muchas millas aéreas encima. Y en esos encuentros, a lo largo de un año, reconstruí partes de su vida como quien trae agua de un pozo.

Kreimer había sido el primer periodista en habla hispana que reconstruyó en un libro la historia del punk, que editó en Barcelona en 1978. Y lo hizo in situ, mientras vivía en el exilio, en Londres: se codeó con los Sex Pistols, entrevistó a Patti Smith, y se hizo amigo de los Siouxie and the Banshees. Los vio actuar a todos y compiló esa mirada ácida en un libro que influyó sobre varias generaciones de rockeros latinos: Punk, la muerte joven. Todas estas cosas, Kreimer no las publicitaba. No hacía un Wikipedia de su vida en cada encuentro de café. Siempre fue más bien un tapado. Y uno, simplemente, se iba enterando con sólo mencionar algún nombre al azar.

Compartió redacción y tertulias con Antonio Dal Masetto, Tomás Eloy Martínez y Rodolfo Walsh. Tuvo encuentro fugaz con Alejandra Pizarnik. Estuvo codo a codo en revista Claudia con la gran poetisa Olga Orozco –la que, en buena medida, enseñó a Pizarnik, y al propio Kreimer le dio varios consejos. “Lo que escribís es duro porque no te soltás. Se te metieron muchos esquemas. Impostás la voz. Escribís como si fueras otro”, lo retaba.

Mientras más me contaba, más amigos nos hacíamos. Conocí a su ex mujer. Su casa. Su hija. Y él conoció mi casa. Mis hijos. Y hasta vino a mi casamiento. “Para saber si tenés futuro con una mina”, me dijo, “primero tenés que respetar algún rasgo de ella”. Un día me mostró un pequeño taller de carpintería que había montado en la casa y semanas más tarde me obsequió su último trabajo en tallado: dos palmas unidas en oración.

Kreimier vivió la vida loca en Buzios, Brasil, hasta que se infló de tanta caipiriña y atardecer en la playa. Concibió y dirigió Uno mismo, la primera revista de espiritualidad en Latinoamérica –sin banderas religiosas-, y al comienzo tuvo que salir a venderla él mismo con un amigo. Y al final, terminó tan consagrado que le pagaban sólo para hacer acto de presencia en las fiestas.

Fue discípulo del Sai Baba –“se me materializó su imagen dos veces y me habló”-, y, gracias a Uno mismo, conoció a todos los terapeutas, gurúes y demás de aquí de allá y de todas partes. “Ví al maestro Amor curar gente a la distancia. Se bañaba literalmente en sudor las camisetas una y otra vez y sus discípulos le traían otras limpias y secas”.

Nunca escuché a nadie hablar mal de Kreimer. Con el tiempo, incluso terminé escribiendo para él tres libros. Y uno primero que, por razones legales, se embrolló. Queríamos escribir sobre Osho, el gurú de la India, pero nos advirtieron que utilizar su nombre para un libro no estaba permitido. “Es que los maestros en vida son carismáticos”, me dijo Kreimer. “Pero después de muertos se ponen burocráticos”. Siempre fue un editor riguroso y correcto. Entusiasta y profesional. Y considerado con la puntualidad de los pagos.

Pocas personas conocí tan verdaderas como él. Nunca va a decir algo para gustarte. O para complacerte. Siempre dirá, por más amarga que sea, su verdad.

Tiempo atrás, sobrevivió a un infarto silencioso y a un cáncer de próstata. Y escribió un libro donde el protagonista se va muriendo de principio a fin –el movilizante “El río y el mar”-: el primero que me obsequió, y el primero que leí de un tirón. Aún tengo subrayado el desenlace donde el personaje, el Colo, muere: “Una luz diáfana disuelve las paredes del cuarto. Después te borra tu nombre, todo cuanto considerás propio se te vuelve impersonal… No te estás muriendo ni nunca naciste, fueron tus deseos los que te hicieron creer que estabas vivo”.

Y publicó un ensayo más reciente de espiritualidad rodante: “Bici zen”, un hallazgo literario que tiene traducciones en todo el mundo.

Días atrás, encontré a mi amigo en un café frente a la estación de tren de Belgrano R. Siempre tengo algo para preguntarle. Y él siempre tiene algo para responderme.

“Estoy arreglando un departamento nuevo. Me voy a venir a vivir acá”, dice. “¿Querés venir a verlo?” Siempre anda en una nueva aventura. “Ah, de paso te cuento que la editorial Interzona se animó a publicar un libro mío Prosa caníbal. Es un transgénero porque mezcla autobiografía, reflexión sobre el arte de escribir y algo de ficción”. En la portada, diseñada por el gran Juan Pablo Campariere, un niño de anteojos con colmillos de lápices. Todo un símbolo. Leo Prosa caníbal en dos días. Por allí pasan Orozco, Dal Masetto, Tomás Eloy Martínez –que destruye en una reseña uno de sus primeros libros-, y su amigo y leyenda viva Miguel Grinberg, quien publica las primeras revistas anti sistema de la Argentina y se cartea con Kerouac y Ginsberg. Pasan sus primeras novias. Sus lecturas. Sus calenturas. Y viejos apuntes de los ’60 y ’70 sobre el arte de escribir.

Kreimer, más que de vuelta de todo, redescubre lo que ya, tiempo atrás, descubrió. Hoy escribe sin tapujos y sin miedo –narra, entre otras cosas, sus elucubraciones en medio del tratamiento de rayos, sus aventuras con Dioni, empleada doméstica de su infancia, quien primero lo acuna y luego lo coge-. Ya no quiere atrapar al lector, como cuando asistía a talleres literarios con Juan Forn y Guillermo Saccomano. Ya no se pregunta si su libro tiene o no moraleja. Si va a ganar o no la competencia de atención a las redes sociales. Kreimer escribe y escribe en carne viva, mientras pone en su lugar las piezas de su vida, que cada día conozco mejor. Escribe antes de que Dios lo convierta en leyenda y sus aventuras, en mitos.

Es mañana de miércoles primaveral. Kreimer me lleva hasta el subte en su viejo jeep azul. Tiene dos libros en mente. Una mudanza en puerta. Y reescribe una novelita juvenil que compuso en Londres, precuela del libro punk. “Tiene mucha polenta, sabés, no está nada mal”. Antes de despedirnos, me entrega un ejemplar de Prosa caníbal con dedicatoria. Ya en el subte, la leo: “A mi querido compañero de escrituras, caminos y vida”, escribe allí, “este libro que es lo más sincero que me salió. Un abrazo. Juanca”. Siempre humilde. Siempre verdadero.

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