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"Allegra", la novela del suizo Philippe Rahmy, un "cóctel de nacionalidades"

Narrador, poeta, productor audiovisual, suizo de nacimiento pero resultado de un coctel de nacionalidades, como solía definirse, Philippe Rahmy murió en 2017 de una enfermedad congénita, osteogénesis imperfecta, dejando una obra heterogénea, muy variada y con un claro sentido activista, político y estético. Interzona acaba de publicar Allegra, una novela de cruces e interrogantes acerca de la identidad enfrentada a las olas migratorias, las tradiciones, lo nuevo y lo viejo de las religiones, y un especial énfasis en los desafíos de los vínculos afectivos. Por Demian Paredes

Las múltiples combinatorias y “estamentos” que permite la narración, para la construcción de una novela -imperecedera forma literaria-, habilita tratar las cuestiones y dilemas existenciales del ser humano de manera original, en actualización (por caso, bajo el variopinto registro de las técnicas del “realismo”) con las urgencias del presente. Philippe Rahmy (1965-2017), narrador, poeta, productor audiovisual y activista suizo de lengua francesa, desarrolló en la premiada Allegra (InterZona) el cruce o la conjunción de varios dramas: la interrogación sobre la propia identidad, ante las oleadas constantes y crecientes de migraciones y cambios (y prejuicios) urbanos y societales, las tradiciones y la religión, y el sentido de las relaciones y vínculos afectivos, a partir de su personaje principal, por medio de una prosa fluyente, que cambia sutil e imperceptiblemente a lo largo de su desarrollo, alternando e incorporando datos y elementos, ángulos y puntos de vista, que van desde la descripción de la realidad de una ciudad cosmopolita y “globalizada” como Londres, pasando por las marcas y símbolos culturales “de época”, inmediatos y no tan inmediatos (como un ringtone de “Smells like teen spirit”), a las acciones y diálogos, monólogos y pensamientos individuales. Una exploración de los modos de percepción, interacción y subjetivación contemporáneos, similar a como lo trabajara John Updike en su novela Terrorista (2006), allí en el marco de las ficciones y ensayos “pos 11-S” que surgieron en la literatura estadounidense. El mismo epígrafe de Allegra, de Robinson Crusoe, de Defoe, el único que trae la novela de Rahmy, bien podría significar la misma cifra de esta, como también de tantas otras historias, fueran estas “dostoievskianas” o “arltianas”: “¡Cuán frecuentemente, en el curso de nuestra vida, el mal que tanto evitamos, y que tan temible nos resulta cuando caemos en él, a menudo termina siendo la puerta misma que nos lleva a nuestra salvación y el único camino que nos permite salir de la aflicción en que caímos!”.

Ya desde el capítulo uno se comienza lo que sería una autorrepresentación del narrador-personaje, quien dice: “Mi historia es como la de otros miles que vinieron a hacer fortuna a Londres, pero el único que la vivirá seré yo, Abel Iflissen, hijo de Bouziane y de Sofines, nieto de Anzar y de Nélia, de Amghar y de Badira”. Y así describe -con breve, sintética e incisiva mirada-, con una estampa, la ciudad en la que vive: “Sentirse solo en Londres es imposible. Las calles son pura sonrisa. Hay algo en el ambiente que se siente natural. Los grandes se mezclan con los chicos: un trader comparte un banco público con un hombre que vive en la calle, una vieja pretenciosa conversa con un punk en la parada del colectivo, un cura se le insinúa a una chica en el pub”.

Y aunque haya además de ubicación espacial, una temporal -el año 2012, con los Juegos Olímpicos a punto de desarrollarse y los poderes financieros amenazados por las protestas callejeras-, las escenas y situaciones del matrimonio en crisis parecieran que podrían haber sucedido en cualquier año, junto a su triste espectáculo televisivo de fondo: “Lizzie y yo rumiábamos así, cada uno por su lado. Después, ella abría la puerta de la habitación. Al pasar, me apoyaba una mano en el hombro. Ponía música. Yo prendía la televisión y ella se sentaba conmigo para ver las noticias. Pasábamos la noche mirando el espectáculo de la guerra”.

Un conflicto: “Lizzie me reprochaba algo grave sin decirme de qué se trataba. Pero nunca iba directo al grano. Iba multiplicando las indirectas. Decía que toda la culpa era suya. Su hermano se lo había advertido, ¡no te juntes con un árabe! En otra época, eso nos hacía reír. Cuando ella empezó a tomarlo en serio, entré en su juego”.

El contexto: “Abría el diario en las páginas policiales. Estaba lleno de extranjeros que cometían crímenes: barbudos, de piel oscura, en fotografías tomadas tras su detención. Parecían retardados sanguinarios en esas imágenes antropométricas”. Y la crisis: “Yo andaba a tientas en una cueva oscura, reconociendo mis orígenes con tristeza, pero sobre todo con angustia, porque me los había echado en cara la persona que mejor me conocía y a la que yo más amaba en el mundo”.

¿Pero cuáles son esos orígenes? Así lo aclara el personaje: “Ni la cultura francesa ni la cultura árabe son mías. Solo puedo definir mi relación con el mundo en términos de ilegitimidad”; “fui un chico más, como otros, españoles, italianos, polacos, portugueses, hijos e hijas de inmigrantes”. Y, sin embargo, nacido en Francia, también explica: “No hablo la lengua de mis padres. No cargo con el peso de sus tradiciones. No conozco ni una plegaria ni a ninguna de las personas que dejaron atrás”. Y aún más: “Argelia no formaba parte de nuestra vida cotidiana. No volvía a mi país durante las vacaciones como los otros chicos de barrio. En mi cumpleaños, no recibía regalos por correo. Flotaba sin nada que me atara al suelo”.

Entre tantas crisis, las peripecias del protagonista incluyen un paradójico episodio con un famoso escritor norteamericano que presenta su libro, manteniendo esa constante narrativa de ver lo externo y reflexionar y concluir o manifestar sobre lo interno: “La tormenta abandonó el cielo. Volvió el calor. En los cordones se acumula la basura arrastrada por la lluvia. Las personas la pisotean al salir de los negocios, como pisotean todo lo que les recuerda que no son más que una mezcolanza de fluidos y grasas”. Y con la permanente crisis de identidad: “Me siento musulmán como el monstruo de Frankenstein podía sentirse humano: de forma intermitente, después de haber recibido el rayo, cuando los fragmentos fríos que lo constituían, de pronto, al unirse, hacían coincidir dos nervios y provocaban los reflejos y los espasmos de una vida balbuceante. Mi llegada a Inglaterra y mi flechazo por Lizzie quizás despertaron esta figura ausente. Musulmán fragmentado, acumulo escenas en las que cumplo un papel de extra junto a animales sacrificados, descuartizados, cuyo suplicio encarna un origen que soy incapaz de formular”. Pasado y presente complejos, pero con un futuro aún peor: el protagonista no esperaba “una tormenta en nuestra vida cotidiana. Acabábamos de mudarnos a Oslo Court. Nos besábamos mientras contemplábamos el Regent’s Park y los hermosos edificios a lo lejos. Lizzie, que siempre tiene respuesta para todo, pensaba que me hacía falsos problemas. ¡Me hacés reír con tu búsqueda de identidad! No le des tantas vueltas. Deberías leer algún libro de vez en cuando para distraerte. Mientras tanto, hojeá este catálogo. Necesitamos una cocina nueva”.

Y se da una combinatoria de desgracias, lo que incluye una cadena de dependencias y subordinaciones que llevarán al protagonista hasta las puertas mismas del estallido extremo. Conduciendo un vehículo, así lo anuncia, con rencor retrospectivo y literalmente: “La furia me invade. Las luces del auto iluminan unas nubes de mosquitas que el rojo del amanecer incendia como chispas. ¡Perro de porquería! Piso a fondo el acelerador mientras bebo largos tragos de mi Jägermeister. La furia, después la rabia. La luz renovada, pareja y cálida, envuelve la ciudad ¡Que revienten! Durante algunos minutos, tengo la cabeza como el parabrisas, llena de insectos aplastados; una gramática delirante de garabatos y manchas. ¡Que se vayan todos a la mierda! Empiezo a ver caras. Caras llenas de desdén de chicos de mi infancia, de vecinos, de clientes de la carnicería para quienes la carne nunca estaba lo suficientemente tierna y siempre demasiado cara, desdén de mis docentes, frasecitas dichas en la facultad después de clase, en voz baja, entre sonrisas, un árabe nunca iba a aprobar mi materia. Acelero más ¡Me cago en esta ciudad, en este mundo y en todos sus habitantes!”.

Con todo, la ironía y el humor no dejan de aparecer. Como el discurso en una situación que presencia el protagonista, durante una reunión de Alcohólicos Anónimos, que se realiza en la cancha de básquet de un club, reuniones a las que hace tiempo no asiste: “Norlay se levanta y camina de un lado al otro del círculo de participantes. ¿Qué sueños nos quedan, amigos míos? En esta sociedad nuestra, en la que los pobres son cada vez más pobres y los ricos son cada vez más ricos, ¿qué felicidad nos queda? ¿Qué ideal? Los escucho, amigos. Yo tengo miedo del futuro, como ustedes. Llegué a maldecir al mundo entero. A veces, como ustedes, ya no reconozco mi calle, ni Londres, ni Inglaterra. Es así de simple. Ya no estoy en mi casa. Asomo la nariz a la calle y me encuentro con el cuarto mundo. Como ustedes, tengo los nervios a flor de piel y se me agota la paciencia. Todas estas personas refugiadas comen nuestro pan y descansan en nuestros parques. Sí, como ustedes, los veo y querría que desaparecieran, y es eso lo que me quema por dentro. Estas son las palabras de odio que se me vienen a la cabeza; y a ustedes también, a todos, sin excepción”.

Mixtura de thriller y literatura social, de drama vivencial individual-familiar y de novela política, Allegra pone en juego, con lenguaje dinámico, original y plástico, las tensiones y contradicciones, los miedos y solidaridades, las frustraciones y esperanzas de un cruel presente, opaco y enigmático.

EL LIBRO Y EL AUTOR

La “Nota a la traducción” de la novela Allegra da cuenta del equipo que llevó esta obra al castellano, conformado por tres argentinas, un argentino, una mexicana y un español: Mariana Arzate Otamendi, Melina Blostein, Silvia Calabrese, Miguel Marqués, Ezequiel Martínez Kolodens y Julia Tomasini. Varias personas de allí habían conocido a Philippe Rahmy cuando viajó -con la flamante Allegra bajo el brazo- a Buenos Aires, en 2016, invitado por la Escuela de Otoño de Traducción Literaria del Instituto de Enseñanza Superior en Lenguas Vivas “Juan Ramón Fernández”. La nota destaca “la exigencia” que requiere la lectura de esta novela, en sus cruces de poesía, ficción y autoficción, y sus “frases cortas, “cronología disruptiva” y su intención poética, así como la “perspectiva filosófica y política”.

También, se da cuenta de la biografía de Rahmy, y la enfermedad que lo acompañó de nacimiento: osteogénesis imperfecta, y de ahí la imposibilidad -según él mismo contara- de su madre de poder acunarlo en brazos. “Entonces lo acunaba con historias. Desde muy pequeño, las palabras nutrieron su mundo. El lenguaje fue su compañero en la experiencia de la inmovilidad del cuerpo. La enfermedad no le impidió convertirse en egiptólogo, activista, escritor”. Y más datos biográfico-literarios: “Su escritura temprana era introspectiva y buscaba establecer un vínculo entre el lenguaje y el cuerpo. Luego tuvo, en sus palabras, ‘la posibilidad de hacer mutar su escritura’ cuando lo invitaron a hacer una residencia literaria en Shangái”.

Rahmy, autor de “una obra heterogénea, rica en contrastes e intertextualidad, dejó numerosos manuscritos inéditos y diez libros publicados”, indica la nota. Y que “además, su amigo Lou Lepori acaba de publicar una biografía: Philippe Rahmy: le voyageur de cristal (2023)”.

En 2017, cuando Philippe Rahmy falleció, Página/12, en una nota de Silvina Friera, dio cuenta del lamentable acontecimiento, recordando su visita a Buenos Aires un año antes, donde había venido a trabajar, entre otros proyectos, en uno consistente en fotos y textos sobre la Villa 31 de Retiro. Así, este “suizo cóctel de nacionalidades” -como se definía él mismo: hijo de padre con origen franco-egipto-musulmán y madre proveniente de “familia aristocrática alemana”- buscaba múltiples maneras de darles voz a los “sin voz”.

Fragmentos de Allegra, la novela de Philippe Rahmy

Me saco los zapatos, el pantalón, la camisa. No hay perchas en el placar. Intento abrir la ventana, pero se resiste. Detrás del vidrio, la ciudad está resplandeciente y brumosa. Los refugiados hicieron una fogata en el parque. Se reunieron en ese espacio cercado por rejas, que se parece a la Europa, a la Inglaterra con la que tanto habían soñado. Se quedarán así toda la noche y el día siguiente, y así sucesivamente hasta arraigarse, sin hacer el menor movimiento, salvo cuando la policía los desaloje o cuando hablen entre ellos para asegurarse de que siguen vivos. Cantan y sus voces llenan la avenida. Son eritreos, somalíes, marroquíes, tunecinos, libios, egipcios, sirios, afganos. Caminan, se caen, cantan. Shosholoza… Shosholoza… El himno de los migrantes. Lo conozco porque lo escuché, como todo el mundo, durante el mundial de fútbol en Sudáfrica, entonado por el público en cada partido de los Bafana Bafana. Shosholoza… Las voces se alzan, más melancólicas, más intensas. Shosholoza… La canción habla de movimiento, cuenta a aventura de hombres y mujeres que se lanzan a lo desconocido.

Shosholoza… Caminan, se caen, cantan, y sus cantos llegan hasta las patrias lejanas. Cantan por sus familias, sus mujeres, sus hijos y sus muertos. Cantan por los países que atravesaron y por el que los recibe. Cantan, envían mensajes a sus seres queridos que se quedaron allá. De una boca a otra, de un teléfono a otro, su lamento se remonta al cielo. Se apretujan en ese parque como lo hacían sobre el techo de los vagones de carga, donde dibujaban con tiza el retrato de su ángel protector, Mama-Diesel, patrona de los migrantes, una gran vulva como las de los urinarios públicos que los cubría como una madre. Me acuerdo de las imágenes en la televisión. Cada contenedor tenía la suya, dibujada a las apuradas o con esmero alrededor de su cargamento humano, revuelta de pelos, labios y súplicas. Una almendra partida, una flor carnívora, una herida abierta, una boca de metal, cualquier cosa lo suficientemente sucia, lo suficientemente rota, lo suficientemente resistente para reunir a todos los condenados de la tierra.

Un patrullero avanza por Edgware Road sin prestarles atención.

***

Lizzie admira infinitamente a su hermano. Dice que Rufus es un ser generoso. Yo pienso que exagera. Es más bien un fracasado que no tiene a nadie más que a su hermana para escucharlo. Una vez, mientras preparaba el desayuno, Lizzie aseguró que Rufus le dedicaría su próxima novela. Ya sabés, tiene un talento increíble. Yo veía cómo al hablar se le hinchaba el pecho debajo del camisón. ¿Me estás escuchando? No, no la estaba escuchando. Ya le había preguntado por qué se paseaba siempre medio desnuda. Me parecía que a la larga eso mataba el deseo. Ella había prendido la cafetera y me había dejado ahí solo. Cuando volvió, se había puesto un pulóver y siguió provocándome. Se pasaba las noches pegada al teléfono con Rufus, riéndose y hablando de forma pretenciosa, como un diccionario. Es manía que me había enamorado ahora me ponía muy nervioso. Cuando quería saber qué era eso tan gracioso que le había dicho Rufus, se hacía la interesante. Es cosa nuestra, Abel. Igual no lo entenderías.

Siempre hay mucha gente en Edgware Road. Me sirvo algo para tomar. Vuelvo a llamarla. Lizzie, tenemos que hablar… No contesta. Suspira. Me va a colgar de nuevo. A ver, decime… ¿Qué es eso del regalo? Luego de otro silencio, Lizzie responde, Rufus me está preparando una o dos cajas de libros. ¿Podrías ir a buscarlas a Orford Ness?

***

Sabés Lizzie, yo siempre creí en mi buena estrella. Tenía facilidad con las matemáticas en la escuela y me hice experto en cálculos estadísticos. Cuando me recibí, me fui a Inglaterra porque en Francia no contratan a árabes calificados. Tenía un objetivo que cumplir. Sabía que ese objetivo estaba a mi alcance. La suerte sonríe a los valientes. ¿Qué…? Lizzie me interrumpía. Repetía, ¿valientes? Decía que más bien había tenido suerte de conocerla.

Vivíamos una felicidad perfecta. Nuestro amor era como un regalo bien envuelto que llevábamos a todas partes. Era tan simple y directo que no debería recurrir a comparaciones para hablar de él. Cuando Lizzie quedó embarazada, quisimos saber el sexo del bebé. Me imaginaba que íbamos a pasar los siguientes meses haciendo la lista de nombres. A Lizzie se le ocurrió uno casi sin pensarlo. ¡Allegra! Nuestra hija se va a llamar Allegra. Lizzie había trabajado como niñera en Suiza. Me habló de un valle florido en el cantón de los Grisones, de un pueblo de montaña suspendido entre bosques, cascadas y glaciares. Nunca se había sentido tan feliz como ahí. Y añadió con los ojos brillantes, allegra es el saludo que se da la gente al cruzarse por esos senderos a cielo abierto.

Me quedé en silencio. Lizzie se sorprendió. ¿Nunca fuiste feliz antes de conocerme? Dudé. Por supuesto, yo también cargaba mi bagaje de historias, pero ninguna era tan alegre como la que ella acababa de contarme. No lo sé, Lizzie, le dije, esperemos un poco para el nombre, vayamos viendo. La agarré de la cintura. La levanté. La llevé hasta el sofá. Hicimos el amor.

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